Shlomo Ben-Ami
Shlomo Ben-Ami, a former Israeli foreign minister, is Vice President of the Toledo International Center for Peace. He is the author of Scars of War, Wounds of Peace: The Israeli-Arab Tragedy.
El “Brexit” colombiano
CARTAGENA – La búsqueda de la paz es siempre una tarea divisiva, tanto que a menudo se frustra por diferencias políticas dentro de cada uno de los campos antagonistas. Es precisamente lo que sucedió hace poco en Colombia, cuando los votantes rechazaron por estrecho margen un acuerdo de paz laboriosamente negociado entre el gobierno y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
Los plebiscitos y referendos pueden parecer la manifestación más pura de la democracia; en realidad, son una herramienta favorita de líderes que dependen del engaño y la mendacidad. No por nada es tan común que dictadores y autócratas los convoquen.
Como era de preverse, el plebiscito colombiano (como el referendo británico por el Brexit en junio) dista de ser un triunfo de la democracia. El huracán Matthew impidió el voto de cientos de miles de personas en áreas donde las encuestas indicaban apoyo al acuerdo, y sólo participó el 37% de los 34 millones de votantes colombianos habilitados. En ese contexto, el ínfimo margen de victoria del campo del “no” (apenas 0,4%) resulta menos convincente todavía.
Pero los oponentes al acuerdo, liderados por el expresidente Álvaro Uribe, esperan obligar al presidente Juan Manuel Santos a dirigirse otra vez a la mesa de negociaciones y llegar a un plan de paz con las FARC totalmente diferente. Habida cuenta de que el acuerdo supervisado por Santos fue resultado de un muy complejo proceso de cuatro años, esa expectativa es totalmente irracional.
Ningún plan de paz es perfecto, y el de Colombia no era excepción. Pero si un acuerdo se negocia bien, el resultado final trae muchos más beneficios que costos. Es lo que hubiera sucedido con el acuerdo colombiano, que encara una amplia variedad de cuestiones sociales y económicas, entre ellas problemas que afectan a las comunidades indígenas, la igualdad de géneros, los derechos de los homosexuales y los millones de personas desplazadas por más de medio siglo de combates. El acuerdo también incluyó un histórico programa de reforma agraria.
Para Uribe y sus aliados en la oposición, la principal objeción tiene que ver con el tratamiento de la justicia transicional. Los negociadores decidieron que no era posible una aplicación incondicional de la justicia; la oposición decidió que esto equivalía a la impunidad y, por tanto, era inaceptable.
Pero el gobierno había tomado la decisión correcta. Al fin y al cabo, era una negociación, no una rendición. En la transición de la guerra a la paz con un grupo insurgente que no ha sido derrotado, no es razonable esperar que se podrá tratar la justicia como una cuestión estrictamente legal; también hay que tener en cuenta el contexto político.
Pero indiferente a la realidad, la oposición sigue demandando que los guerrilleros sean juzgados por sus crímenes, mientras que a los miembros de las fuerzas armadas colombianas que cometieron crímenes de guerra se les debería ofrecer un “alivio judicial”. Pretenden la disolución del Tribunal Especial de Justicia Transicional, y la prohibición de que los líderes de las FARC participen en política. También demandan que en la reforma rural acordada se protejan los intereses de los grandes terratenientes y que la implementación del acuerdo quede supeditada a las restricciones presupuestarias del Estado.
Para obtener apoyo a sus irracionales demandas, la campaña por el “no” explotó la antipatía que (con razón) los colombianos sienten por las FARC. Uribe llegó a advertir, en tono dramático, que el acuerdo de paz entregaría Colombia al terrorismo y al “castrochavismo”.
Claro que la oposición a una supuesta impunidad no es la única razón por la que los colombianos votaron contra el acuerdo de paz. Algunos objetaron sus elementos socialmente progresistas. Un miembro clave de la campaña por el “no”, el ex fiscal general Alejandro Ordóñez, insistió en la eliminación de la palabra “género” del texto, y después del plebiscito, lo celebró como una victoria de “la Colombia creyente”.
Pero es probable que la oposición a la impunidad tampoco haya sido la motivación real de Uribe y otros líderes de la campaña por el “no”. Al fin y al cabo, algunos de los que hoy hablan de impunidad (Uribe incluido) la apoyaron en el caso de la guerrilla izquierdista M-19 en los ochenta. La diferencia es que en 2018 habrá una elección presidencial, y la campaña ya comenzó.
Más que un intento de alcanzar un acuerdo de paz diferente, la campaña por el “no” fue una lucha por el poder. Los uribistas no pueden creerse realmente sus afirmaciones ridículas sobre el acuerdo de paz, o pensar que existe la menor posibilidad de que las FARC acepten las condiciones que ellos plantean. Pero no quieren que Santos pueda adjudicarse el crédito de traer paz a Colombia. La paz implicaría (como mínimo) que los políticos ya no podrían usar la excusa del conflicto armado para justificar su incapacidad de resolver los enormes problemas económicos y sociales del país.
Estas maquinaciones políticas pueden tener amplias consecuencias. Si la paz se convierte en un tema de política electoral, casi nada dejará de serlo, y la democracia colombiana caerá en un largo período de inestabilidad política.
Pero el tiempo para asegurar otro acuerdo se acaba. Cuando Santos hizo su oferta de paz, las FARC eran todavía una organización cohesionada, con un liderazgo unificado. Después del plebiscito, la confusión comenzó a adueñarse de sus filas, lo que acaso presagie su ruptura en una colección incontrolable de milicias rurales y pandillas criminales.
Para sacar del limbo las perspectivas de paz en Colombia, el gobierno debe iniciar intensas negociaciones con las FARC respecto de los temas objetados por la oposición. Aunque es indudable que el resultado no será totalmente satisfactorio para los uribistas, convencería a muchos de los votantes por el “no”. Incluso puede ser que la revisión del texto baste para conseguir su aprobación, sea en otro plebiscito o, preferentemente, en el Congreso. Esta estrategia tal vez sirva para lograr la paz, aunque no impedirá que la oposición siga cuestionando obsesivamente el legado de Santos en la materia.
El acuerdo de paz negociado por Santos no hubiera sido posible sin lo hecho por Uribe durante su presidencia: al continuar decididamente la guerra a las FARC, cambió su curso. La pregunta que debe hacerse ahora es si quiere quedar en la historia como aquel que negó a Colombia la paz que merece.