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Tuesday, July 12, 2016

Libertad y coacción laboral


Una crítica común contra el liberalismo es que defiende a los ricos, a los empresarios, a los empleadores, y no a los pobres, a los trabajadores, a los empleados: estos últimos deben renunciar a su autonomía al someterse a la voluntad de quienes pagan su salario para poder sobrevivir; los débiles son coaccionados por los poderosos, sufren violencia económica estructural; el capitalista explota al trabajador y se apropia de la plusvalía; no es aceptable que las partes de un contrato tengan muy diferente poder de negociación, siendo unos muy fuertes y con muchas opciones y otros muy débiles y con escasas o nulas alternativas.
Según esta línea de argumentación falaz y tramposa, a los liberales no nos preocupa la libertad del trabajador, sólo la del capitalista (quizás porque nosotros mismos somos ricos egoístas o trabajamos como mercenarios a su sueldo): somos indiferentes e insensibles a su dolor. Estamos obsesionados contra la coacción estatal pero ignoramos completamente la coacción privada que se produce en las relaciones laborales.



Uno de los atributos esenciales de la ética de la libertad, quizás mal comprendido y difícil de asumir, es su recursividad, reflexividad o autoreferencia: cada individuo es soberano para renunciar a su propia libertad; uno es libre para dejar de ser libre. Es posible aceptar de forma voluntaria restricciones o limitaciones al ejercicio de la voluntad. Es perfectamente legítimo para un agente limitar su propia autonomía, eliminando posibilidades de decisión o cediendo el control a otros. Defender la libertad implica aceptar que las personas pueden decidir renunciar a su autonomía (normalmente de forma parcial) porque con ello obtienen algo que valoran más.
Igual que el propietario puede vender, alquilar o regalar su propiedad, la persona puede ceder sus derechos a otros: que algunos de mis derechos fundamentales sean inalienables significa que los demás no pueden quitármelos, no que yo no pueda renunciar a ellos. Las restricciones pueden ser más o menos fuertes (parciales o totales), duraderas (temporales o definitivas), y reversibles o irreversibles (uno puede vender sus órganos, suicidarse, entregar su vida por otros o venderse como esclavo).
Las restricciones pueden ser exclusivamente físicas, como cuando uno se encierra en una habitación con candado y tira la llave o se la entrega a otra persona; pero normalmente se expresan mediante acuerdos contractuales en los cuales cada parte gana derechos a cambio de aceptar deberes que son derechos para la otra parte. Los propios contratos pueden contener cláusulas acerca de cómo modificarlos o terminarlos (de forma unilateral, por satisfacción de alguna condición), y qué hacer en caso de incumplimiento de lo pactado o por problemas de interpretación. Los contratos por su propia naturaleza normalmente son exigibles por la fuerza, no son meras declaraciones de intenciones cuyo incumplimiento no puede ser sancionado.
Un contrato especialmente importante en la vida de casi todos es el que regula una relación laboral entre empleador y empleado, entre empresario y trabajador, entre jefe y subordinado. La coacción estatal es muy diferente de la subordinación del empleado a sus superiores. El Estado no te pregunta como súbdito ciudadano si quieres participar o no en alguno de sus proyectos (sanidad, enseñanza, pensiones públicas) o someterte a su regulación sino que se impone de forma unilateral sobre ti con su monopolio de la fuerza y la ley. Votar con los pies y abandonar el territorio de un Estado es algo relativamente muy difícil y costoso (a veces incluso prohibido en las dictaduras más totalitarias) en comparación con un mero cambio de empleo. El mercado libre es muy diferente de la coacción estatal, ya que nadie está obligado a comprar lo que otros venden o a asociarse con ellos.
En una economía compleja con especialización, división de trabajo e intercambios, uno entrega un bien o servicio y recibe otra cosa a cambio, normalmente dinero. Unos venden lo que otros compran y viceversa; los vendedores compiten entre sí para intercambiar con los compradores, y los compradores compiten entre sí para intercambiar con los vendedores. Se ofrecen y se demandan muy diversos bienes y servicios en diferentes cantidades, calidades y precios. Los participantes en el mercado pueden ser muy diferentes en sus capacidades y deseos, en lo que pueden dar y en lo que quieren recibir. Algunos son más eficientes al producir, o aciertan al llevar al mercado lo que los compradores más desean, o se sacrifican y venden más barato. Uno de los servicios más importantes es la capacidad laboral, el trabajo, que puede requerir muy diversas habilidades y que tiene cierto componente de capital intelectual individual porque no es mera fuerza bruta o simple gasto de energía.
El liberalismo se basa en la igualdad ante la ley, no en la igualdad de resultados, poder o riqueza conseguidos por unos a costa de otros. Las reglas del mercado libre sobre no agredir, no robar, no estafar y cumplir los contratos, son las mismas para quienes alquilan su capacidad laboral que para quienes venden cosas. El trabajo es un servicio económico peculiar frente a otros factores de producción y bienes finales, pero esto no implica que merezca una especial protección legal.
En una sociedad libre los ricos lo son por haber servido eficientemente a los demás, por desarrollar habilidades muy demandadas por el mercado de trabajo, por ser muy productivos, por vender bienes de calidad suficiente a precios atractivos, por organizar empresas exitosas, por acertar con sus predicciones y apuestas financieras o quizás por haber recibido regalos como herencias. En el mundo actual muchos ricos lo son por privilegios ilegítimos, protecciones injustas o crímenes consentidos o no castigados, pero eso no se debe a la libertad sino a su falta.
Las empresas suelen estar organizadas como jerarquías de mando: los accionistas o capitalistas son los dueños últimos que nombran directivos y ejecutivos y estos a su vez contratan trabajadores con distintos niveles de responsabilidad; todo el mundo tiene algún jefe, y los mandos además tienen subordinados. Los directivos de más alto nivel suelen cobrar salarios más elevados porque su importancia en la organización y su productividad son mayores y porque los talentos requeridos son relativamente más escasos: es muy fácil criticar y denigrar a los jefes, pero no todo el mundo vale para dirigir y coordinar a otras personas. Mandar significa poder obligar a otro a hacer algo: el jefe no sólo informa sobre lo que hay que hacer sino que además exige resultados. Normalmente los jefes no pueden exigir cualquier cosa: las relaciones laborales están reguladas por lo pactado en cada contrato, posiblemente especificando cómo, cuándo y cuánto se debe trabajar.
Las relaciones entre receptores y proveedores de bienes y servicios pueden ser de varios tipos según cómo y cuándo se producen e intercambian las cosas y cómo se comprueba y controla su calidad. Un productor puede primero fabricar bienes y luego ofrecerlos a potenciales compradores, quienes ven el objeto ya existente y pueden hasta cierto punto comprobar su calidad y decidir si les interesa o no al precio pedido; el trabajador se organiza como quiere y asume el riesgo de no encontrar compradores u obtener pérdidas. Un comprador puede encargar a un productor que haga algo a un precio cerrado de antemano: puede haber problemas si el objeto producido o el servicio prestado no se corresponden con lo pactado o lo deseado por el receptor.
Las relaciones de intercambio entre agentes económicos pueden ser puntuales o extendidas en el tiempo. Los contratos pueden ser puntuales, por obra o servicio, sin derecho ni obligación de continuar la relación; o pueden implicar una cierta extensión temporal con deberes y derechos por ambas partes (opciones de continuar o finalizar la relación). Las relaciones de intercambio tienen costes económicos y legales de generación, mantenimiento y terminación: requieren buscar a la otra parte, seleccionar entre alternativas, negociar condiciones y vigilar el cumplimiento de lo pactado y las calidades y cantidades de bienes y servicios intercambiados. Una ventaja de los contratos puntuales es que son más flexibles y en caso de insatisfacción simplemente no se repite la interacción; las relaciones duraderas tienen la ventaja de que reducen costes de transacción y negociación, pero son más rígidas y suelen implicar costes de mantenimiento y terminación.
Las relaciones laborales típicas son más o menos extendidas en el tiempo, exigen obediencia a algún jefe e implican la prestación de algún servicio para el empleador. Son necesarios mecanismos de medición e incentivación del rendimiento más o menos problemáticos en los diferentes ámbitos laborables: algunas tareas son difíciles de supervisar, cuantificar o valorar; si el trabajo es en equipo es complicado separar la aportación de cada elemento. Si se paga al trabajador por cantidades producidas entonces conviene vigilar la calidad de lo producido, porque es posible hacer mucho pero mal; si se le paga por tiempo de trabajo entonces conviene controlar que ese tiempo sea aprovechado de forma eficiente, porque es posible tomárselo con mucha calma y trabajar despacio y con poca intensidad. Algunos malos trabajadores pueden recriminar a otros que cumplan bien o mejor con su cometido porque así demuestran que es posible y dejan en evidencia a los vagos o incompetentes.
Todas las interacciones económicas pueden resultar insatisfactorias para alguna de las partes de forma accidental o intencional (fraude): impagos, equivocaciones, productos o servicios de mala calidad o cantidad insuficiente, averías, exigencias no pactadas previamente. Igual que es posible vender bienes defectuosos, los trabajadores pueden hacer chapuzas, practicar la picaresca, vaguear, escaquearse, o incluso robar mercancías o sabotear el sistema productivo (destrucción física, huelgas).
Las condiciones laborales (horarios rígidos o flexibles, tiempos de descanso, ámbito físico de trabajo, relaciones personales, seguridad, calidad de las herramientas empleadas) pueden repercutir sobre la productividad: mejorarlas puede ser un acierto empresarial, pero todo tiene sus costes e inconvenientes; no hay garantías de que cualquier mejora en las condiciones de trabajo sea beneficiosa para todos, incluidos los dueños de la empresa; además el trabajador puede preferir un salario monetario mayor en peores condiciones (más incomodidades o peligros).
El mercado libre tiende a pagar al trabajador según su productividad marginal: si le paga más que el valor que produce le genera pérdidas, y si le paga menos puede ser contratado por la competencia. En algunas circunstancias (países pobres, escasez de capital, trabajadores sin cualificación adecuada, crisis económica con descoordinación productiva y altas tasas de paro, pocas alternativas laborales por falta de competencia empresarial, quizás debida a restricciones legales) las condiciones laborales pueden ser muy duras y los salarios muy bajos: los problemas suelen deberse a falta de libertad y no se solucionan restringiéndola; el odiado capital es el mejor aliado del auténtico trabajador.
Los agentes económicos no tienen ningún rol preasignado: nadie está predeterminado o condenado a ser trabajador. Si  un individuo cree que los empleadores se aprovechan de los trabajadores y abusan de ellos, puede intentar convertirse en empresario empleador y equilibrar el poder al disminuir la oferta de trabajo e incrementar su demanda. Si consiguen los recursos económicos complementarios suficientes (capital financiero, herramientas) los trabajadores pueden intentar organizarse en régimen de cooperativa: esta forma de organización empresarial puede resultar atractiva e interesante, pero no está exenta de problemas que pueden hacerla relativamente ineficiente (y por eso no abundan en los mercados reales).
Es frecuente que se comparen las condiciones laborales muy duras con la esclavitud o semiesclavitud. Sin embargo un esclavo es algo muy diferente de un trabajador libre: el trabajador acepta voluntariamente limitar su autonomía y esforzarse en beneficio de otro a cambio de un salario, mientras que el esclavo no suele elegir serlo, no recibe nada a cambio (salvo quizás el mínimo mantenimiento vital), y el esclavista no está obligado a nada; el trabajador puede cambiar libremente de trabajo y buscar mejores opciones (salvo haber pactado lo contrario con algún requisito de permanencia o cláusula de rescisión o no competencia), mientras que el esclavo es duramente castigado por intentar escapar. Las típicas menciones sindicales a la esclavitud son una ofensa a los auténticos esclavos y suelen ser intentos desvergonzados y tramposos de colectivos privilegiados de presentarse como víctimas para ganar el argumento moral y obtener la simpatía popular.
Si un empleador te ofrece condiciones insatisfactorias o que te parecen indignas (término del que es fácil abusar), puedes simplemente ignorarlas: las ofertas de intercambio no empeoran tu situación por muy mala que esta sea, como mucho te dejan igual. Si eres muy pobre y necesitas trabajar para sobrevivir, busca la mejor opción posible, ignora las que te parezcan muy malas y agradece las mejores; normalmente quienes te ofrecen oportunidades laborales no son responsables de tu situación de necesidad. Si crees conveniente denunciar moralmente a empleadores abusivos, hazlo libremente, pero recuerda que los demás no tienen por qué hacerte caso y que la libertad de expresión puede volverse en tu contra si te critican a ti: si tú puedes hablar mal de otros, otros pueden hablar mal de ti.
El empleador no te contrata para solucionar tus problemas y que consigas tu realización personal (eso es responsabilidad tuya) sino para estar a su servicio. En algunos empleos puedes tener que renunciar a cosas que consideras muy valiosas (como la libre expresión de tus opiniones): es decisión tuya qué costes asumir, y recuerda que la otra parte también está renunciando al dinero que te paga. Si eres un intervencionista liberticida tal vez creas que ciertas pérdidas de autonomía son injustificadas y no pueden tolerarse: sin embargo el trabajador que acepta esas condiciones lo ve de otra manera y él es el principal interesado y quien mejor conoce su situación.
Un caso especialmente delicado es cuando se mezcla el sexo con el trabajo no sexual, normalmente de jefes hombres que exigen sexo a empleadas para acceder a un empleo o conservarlo. Los intercambios de sexo por dinero (prostitución) u otros bienes son perfectamente legítimos aunque para muchos sean inmorales. Normalmente el mercado libre diferencia los servicios sexuales de los trabajos no sexuales, aunque en algunos casos pueden estar parcialmente mezclados, quizás de forma encubierta porque ambas partes prefieren que no se sepa (hombre poderoso que promete lanzar la carrera de una actriz o modelo a cambio de sexo). La naturaleza de las relaciones laborales puede cambiar según lo negocien las partes: el empleador puede pasar de querer sólo trabajo a querer también sexo; la empleada puede negarse o aceptar. Una posible defensa de una mujer que se sienta acosada es hacer públicos los hechos (aunque pueden ser difíciles de probar y también es posible mentir al respecto para atacar al jefe): seguramente los superiores o familiares del acosador no consientan su conducta (especialmente su esposa si está casado), y muchas personas pueden querer participar en boicoteos o actos de repudio.

Libertad y coacción laboral


Una crítica común contra el liberalismo es que defiende a los ricos, a los empresarios, a los empleadores, y no a los pobres, a los trabajadores, a los empleados: estos últimos deben renunciar a su autonomía al someterse a la voluntad de quienes pagan su salario para poder sobrevivir; los débiles son coaccionados por los poderosos, sufren violencia económica estructural; el capitalista explota al trabajador y se apropia de la plusvalía; no es aceptable que las partes de un contrato tengan muy diferente poder de negociación, siendo unos muy fuertes y con muchas opciones y otros muy débiles y con escasas o nulas alternativas.
Según esta línea de argumentación falaz y tramposa, a los liberales no nos preocupa la libertad del trabajador, sólo la del capitalista (quizás porque nosotros mismos somos ricos egoístas o trabajamos como mercenarios a su sueldo): somos indiferentes e insensibles a su dolor. Estamos obsesionados contra la coacción estatal pero ignoramos completamente la coacción privada que se produce en las relaciones laborales.