Albert Esplugas Boter
No hay que confundir democracia con libertad. La democracia es una forma de decidir sobre los asuntos de todos, la libertad es el derecho a decidir sobre lo que es tuyo. Aunque hoy la gente asocia ambos términos y a menudo, como dijera Ortega y Gasset, gritan lo uno queriendo lo otro, lo cierto es que la edad dorada del liberalismo tuvo lugar en un contexto dominado por monarquías constitucionales y democracias restrictivas.
Erik von Kuehnelt-Leddihn, en su obra magna Leftism Revisited, explica que ni José II ni Jorge III tenían el poder efectivo que detenta un parlamento moderno. Hasta mitades del siglo XIX el gasto público se mantuvo por debajo del 5% de la riqueza nacional, y el empleo público estaba por debajo del 3% (hoy el gasto alcanza el 50% del PIB en muchas economías occidentales, y el empleo público se sitúa entre el 10 y el 20% de la población activa). El servicio militar obligatorio, la Ley Seca o el impuesto sobre la renta fueron introducidos por "representantes del pueblo".
En democracia el parlamento es el pueblo, y esta identificación tan falaz como arraigada permite al legislador violentar la libertad sin que el pueblo pueda acusarle de tiranía. No en vano las primeras "guerras totales" se sucedieron en el siglo XX, cuando se difuminó la distinción entre Estado y sociedad civil, y la población pasó a ser un objetivo militar aceptable. Numerosos liberales clásicos ya habían alertado sobre los peligros de la democracia (Locke, De Tocqueville, Constant, Lord Acton, von Humboldt), e incluso entre los fundadores de la democracia americana había escepticismo (Hamilton, Washington, Adams, Madison, Jefferson).
Hans-Hermann Hoppe, quizás el mayor referente antidemócrata y promonárquico del liberalismo contemporáneo, argumenta que el gobierno electo es como el arrendador de una casa (por cuatro años), y el monarca absoluto como su propietario (pudiendo dejarla en herencia). ¿Quién tiene más incentivos para procurar su mantenimiento y recapitalización a largo plazo? El gobierno democrático despilfarra a costa de gobiernos y generaciones futuras: burbujas que estallarán en otra legislatura, gasto con cargo a deuda, derechos sociales sobre esquemas Ponzi. Además, prosigue Hoppe, en democracia siempre gobiernan los más demagogos, la competencia electoral ensalza a los que más prometen (o sea, a los que mejor engañan). El monarca absoluto, en cambio, no compite con nadie, no ha tenido que corromperse para llegar al poder. Puede ser un déspota o una persona decente, pero al menos está en manos del azar, porque si está en manos de las urnas es improbable que sea muy decente.
Con todo, algo falla en la argumentación de Hoppe, porque muchas dictaduras actuales son como dinastías, y en general no se correlacionan con un mayor grado de libertad, antes al contrario. Hay excepciones, como los emiratos del Golfo Pérsico, la democracia controlada de Singapur, o la ex colonia de Hong Kong, gestionados con una visión largoplacista bastante hoppeana que ha priorizado la libertad económica y el desarrollo. Pero tampoco aquí está clara la causalidad. El tamaño de la unidad puede haber sido más determinante que su sistema político (Nassim Taleb dixit). Por otro lado, quizás en democracia los demagogos y corruptibles jueguen con ventaja, pero al menos puedes expulsarlos cada cuatro años, no hay que esperar a que abdiquen.
Pablo Carabias también nos propone viajar en el tiempo, en este caso para instituir el sufragio censitario. Que voten solo los que más impuestos pagan (o que emitan más votos los que quieran y puedan comprarlos). Según Pablo, la democracia es un mecanismo para decidir cómo se gestiona lo que aportamos, y en este sentido los que más aportan deberían tener más poder de decisión. Este planteamiento presenta muchos problemas, aunque suscita también interesantes reflexiones.
Primero, la democracia no es un mecanismo para decidir sobre la aportación de cada uno. La democracia es un mecanismo para tomar decisiones que afectan a todos, incluyendo los que no quieren participar de ellas. El rico no tiene más derecho a imponerme sus caprichos que el ciudadano medio, o que el 99% de la población, da igual cuánto aporte al erario común. El Ministerio de Educación no sería menos autocrático si fueran los más pudientes los que impusieran su currículum nacional. Dicho de otra manera, una cosa es que los más adinerados puedan "votar" más sobre lo suyo (sería el resultado de bajarles los impuestos), otra muy distinta, y ajena al liberalismo, es que puedan votar más sobre los asuntos de todos. En tiempos del laissez faire, cuando los ministerios se contaban con una mano, quién votaba era trivial, pues apenas podía decidir sobre nada. Pero hoy el votante puede entrar en tu dormitorio, decir cómo tienes que llevar tu negocio y meterte la mano en el bolsillo una y otra vez. Es verdad que Pablo introduce un matiz que pocos comentaristas han advertido: que el Estado se financie solo con aportaciones de los que deseen votar, una suerte de cláusula "opt out" para el que no quiera participar en el sistema ni como votante ni como contribuyente. Esta idea es más sugerente, ¿pero hasta qué punto estamos "saliéndonos" del sistema si las políticas de los votantes siguen afectándonos?
Segundo, se podría argüir que el sufragio censitario en función de la renta serviría para contener la represión fiscal y mitigar la redistribución. Quizás fue así en el pasado, y sin duda sería una consecuencia deseable desde el punto de vista liberal, pero si ése es el objetivo, ¿por qué elegir la farragosa vía del sufragio censitario y no directamente abogar por una enmienda constitucional que proscriba determinados niveles de fiscalidad? Es poco probable que un parlamento vote una enmienda semejante, pero es menos probable todavía que vaya a excluir del censo a la mayoría de sus electores.
Tercero, en cierto sentido ya vivimos en una "democracia censitaria" y los resultados dejan mucho que desear. Quizás todos los votos valen lo mismo en las urnas, pero en los despachos ministeriales unos tienen más peso que otros: la banca, la gran industria, los sindicatos... La influencia de los lobbies es indicativa de un fenómeno que cuestiona las tesis de Pablo sobre el sufragio censitario: las rentas altas no solo quieren pagar menos impuestos (algo perfectamente liberal), también quieren proteger su nivel de renta petrificando el statu quo (algo perfectamente anti-liberal). Del mismo modo que tienen incentivos para demandar menos impuestos, también tienen incentivos para demandar regulaciones y privilegios que les protejan de los vaivenes del mercado y de la competencia. Bancos y grandes corporaciones piden rescates públicos para no quebrar y tipos de interés artificialmente bajos para inflar burbujas, empresas establecidas piden regulaciones para obstaculizar la entrada de nuevos competidores, los sindicatos blindan los puestos de trabajo de sus afiliados a costa de encarecer la contratación de los desempleados, intelectuales y artistas piden subvenciones para no tener que depender de los consumidores...
Cuarto, enlazando con el punto anterior, la defensa del sufragio censitario parece sustentarse sobre la premisa de que el Estado del Bienestar redistribuye renta de ricos a pobres (y conceder el voto solo a las víctimas del expolio fiscal pondría coto a este trasvase). Pero dejando a un lado el marketing socialdemócrata, no está claro que la redistribución sea netamente vertical. En los servicios básicos (sanidad, educación, pensiones) la progresividad es baja. Para el grueso de la clase media, es como este ejemplo: Pedro paga la sanidad de Juan, mientras Juan paga a Pedro la educación de sus hijos. Redistribución horizontal. En muchos otros ámbitos las políticas son regresivas (hay redistribución de rentas más bajas a rentas más altas, o los pobres salen más perjudicados): universidad, cultura, energía, agricultura, política monetaria, mercado laboral...
Quinto, quienes se rasgan las vestiduras con la propuesta de sufragio censitario no parecen percatarse de que virtualmente todas las democracias occidentales restringen el voto de una fracción de los ciudadanos con menos recursos: los inmigrantes, más de un 10% la población en España (sin contar los que no tienen papeles). Da igual que trabajes en España legalmente y pagues tus impuestos, si vienes de fuera no puedes votar el gobierno del país. Naturalmente a los inmigrantes (ya se trate del comerciante paquistaní en Barcelona o el expat europeo en Dubai) les importa bien poco la falta de "derechos políticos", no han cruzado la frontera para votar sino para ganarse mejor la vida. En este sentido no hay política más solidaria que la apertura de fronteras y la consiguiente extensión del sufragio censitario, y somos muchos los liberales que defendemos la libertad de inmigración como el mayor programa anti-pobreza (¡al menos en países que crean empleo en lugar de destruirlo!).
En definitiva, que el voto censitario (como las monarquías constitucionales y los gobiernos mixtos) conviviera con el laissez faire antes del advenimiento de la democracia absoluta no significa que sea un modelo deseable e importable al siglo XXI. Los sistemas políticos son a menudo fruto de sus circunstancias, y divorciados de su contexto pueden perder su razón de ser.
¿Hay entonces alternativa a la democracia? Para contestar a esta pregunta primero hay que saber para qué sirve y para qué no sirve la democracia.
La democracia no sirve para producir buenas políticas. Bryan Caplan, en su libro The Myth of the Rational Voter, explica que el votante medio es peor que ignorante: es irracional, esto es, defiende políticas en base a creencias erróneas que tiene sobre economía, y estas políticas se contradicen con el fin de promover un mayor bienestar, que también valora. Caplan estudia empíricamente los sesgos de los votantes y concluye que la mayoría de gente no entiende los procesos de mercado, subestima los beneficios de comerciar con extranjeros, equipara la prosperidad con el empleo y no con la producción, y tiende a ser más pesimista de lo que la realidad exige. Obviamente los sesgos no empiezan y acaban a las puertas del colegio electoral, pero el mercado desincetiva la irracionalidad con precios, pérdidas y quiebras, la democracia no. Equivocarse en las urnas casi nos sale gratis, porque la relevancia de nuestro voto tiende a cero. El precio de satisfacer nuestras erróneas creencias es la reducción del bienestar que produce una determinada política descontada por la probabilidad de que nuestro voto sea decisivo. Si una medida proteccionista va a reducir nuestro bienestar en 1000€ y el electorado es de 1000 personas, satisfacer nuestras ansias nacionalistas solo nos cuesta 1€. Decir que los elevados costes de una política nos empujarán a ser más sabios es análogo a afirmar que los perjuicios de la polución nos llevan a conducir menos. Que los niveles de polución sean altos o bajos no depende de nosotros, de modo que conducimos igualmente. Como dice Caplan, nadie se enfrenta a la elección "conduce menos o padece un cáncer de pulmón" o "reconsidera tus ideas sobre economía o malvive en la pobreza".
Con todo, la democracia y el sufragio universal sí sirven para producir un valioso bien en el contexto actual: la ilusión de "juego limpio", de que todos tenemos el mismo derecho a participar en el sistema, y esta ilusión genera paz social. En un contexto en el que se valora la igualdad, la ausencia de discriminación hace que las distintas facciones no sientan agravios ni puedan alegarlos, y dediquen sus esfuerzos a ganar votos en lugar de organizar revueltas. Si dejas jugar a la gente y pierde, se resigna. Si no les dejas jugar, se resienten y se sublevan. La democracia, además, está vinculada a un elevado grado de libertad de expresión y de asociación, así como a otras libertades civiles, como el derecho a un proceso justo, sin las cuales sería difícil crear las condiciones que hacen posible unas elecciones pacíficas.
¿Significa esta reflexión que tenemos que aceptar la democracia para lo bueno y para lo malo?¿Que el precio de la paz social y las libertades civiles son políticas económicas que nos empobrecen? Habría una forma de evadir este odioso "trade-off": reducir el ámbito de decisión de la democracia tanto como sea posible. La mayoría de decisiones importantes en nuestra vida no las sometemos a votación democrática de nuestra comunidad, ni siquiera de nuestros más allegados: qué queremos estudiar, en qué queremos trabajar o qué negocio queremos montar, dónde queremos vivir, con quién nos relacionamos y tenemos amistad, con quién nos emparejamos, a qué clubs y organizaciones nos asociamos, en qué invertimos, cuánto ahorramos, qué casa compramos... Cuantas menos decisiones se tomen "democráticamente" y más decisiones se tomen en el marco del mercado y la sociedad civil, menos necesaria será la ilusión de "juego limpio" para capturar el poder, pues no habrá ningún poder que capturar, y mayor será el bienestar social fruto de una política económica laissez faire.
Porque la alternativa a la democracia no es la dictadura, ni la monarquía, ni el sufragio censitario, ni cualquier otra forma de gobierno. La alternativa a la democracia es el mercado.
Erik von Kuehnelt-Leddihn, en su obra magna Leftism Revisited, explica que ni José II ni Jorge III tenían el poder efectivo que detenta un parlamento moderno. Hasta mitades del siglo XIX el gasto público se mantuvo por debajo del 5% de la riqueza nacional, y el empleo público estaba por debajo del 3% (hoy el gasto alcanza el 50% del PIB en muchas economías occidentales, y el empleo público se sitúa entre el 10 y el 20% de la población activa). El servicio militar obligatorio, la Ley Seca o el impuesto sobre la renta fueron introducidos por "representantes del pueblo".
En democracia el parlamento es el pueblo, y esta identificación tan falaz como arraigada permite al legislador violentar la libertad sin que el pueblo pueda acusarle de tiranía. No en vano las primeras "guerras totales" se sucedieron en el siglo XX, cuando se difuminó la distinción entre Estado y sociedad civil, y la población pasó a ser un objetivo militar aceptable. Numerosos liberales clásicos ya habían alertado sobre los peligros de la democracia (Locke, De Tocqueville, Constant, Lord Acton, von Humboldt), e incluso entre los fundadores de la democracia americana había escepticismo (Hamilton, Washington, Adams, Madison, Jefferson).
Hans-Hermann Hoppe, quizás el mayor referente antidemócrata y promonárquico del liberalismo contemporáneo, argumenta que el gobierno electo es como el arrendador de una casa (por cuatro años), y el monarca absoluto como su propietario (pudiendo dejarla en herencia). ¿Quién tiene más incentivos para procurar su mantenimiento y recapitalización a largo plazo? El gobierno democrático despilfarra a costa de gobiernos y generaciones futuras: burbujas que estallarán en otra legislatura, gasto con cargo a deuda, derechos sociales sobre esquemas Ponzi. Además, prosigue Hoppe, en democracia siempre gobiernan los más demagogos, la competencia electoral ensalza a los que más prometen (o sea, a los que mejor engañan). El monarca absoluto, en cambio, no compite con nadie, no ha tenido que corromperse para llegar al poder. Puede ser un déspota o una persona decente, pero al menos está en manos del azar, porque si está en manos de las urnas es improbable que sea muy decente.
Con todo, algo falla en la argumentación de Hoppe, porque muchas dictaduras actuales son como dinastías, y en general no se correlacionan con un mayor grado de libertad, antes al contrario. Hay excepciones, como los emiratos del Golfo Pérsico, la democracia controlada de Singapur, o la ex colonia de Hong Kong, gestionados con una visión largoplacista bastante hoppeana que ha priorizado la libertad económica y el desarrollo. Pero tampoco aquí está clara la causalidad. El tamaño de la unidad puede haber sido más determinante que su sistema político (Nassim Taleb dixit). Por otro lado, quizás en democracia los demagogos y corruptibles jueguen con ventaja, pero al menos puedes expulsarlos cada cuatro años, no hay que esperar a que abdiquen.
Pablo Carabias también nos propone viajar en el tiempo, en este caso para instituir el sufragio censitario. Que voten solo los que más impuestos pagan (o que emitan más votos los que quieran y puedan comprarlos). Según Pablo, la democracia es un mecanismo para decidir cómo se gestiona lo que aportamos, y en este sentido los que más aportan deberían tener más poder de decisión. Este planteamiento presenta muchos problemas, aunque suscita también interesantes reflexiones.
Primero, la democracia no es un mecanismo para decidir sobre la aportación de cada uno. La democracia es un mecanismo para tomar decisiones que afectan a todos, incluyendo los que no quieren participar de ellas. El rico no tiene más derecho a imponerme sus caprichos que el ciudadano medio, o que el 99% de la población, da igual cuánto aporte al erario común. El Ministerio de Educación no sería menos autocrático si fueran los más pudientes los que impusieran su currículum nacional. Dicho de otra manera, una cosa es que los más adinerados puedan "votar" más sobre lo suyo (sería el resultado de bajarles los impuestos), otra muy distinta, y ajena al liberalismo, es que puedan votar más sobre los asuntos de todos. En tiempos del laissez faire, cuando los ministerios se contaban con una mano, quién votaba era trivial, pues apenas podía decidir sobre nada. Pero hoy el votante puede entrar en tu dormitorio, decir cómo tienes que llevar tu negocio y meterte la mano en el bolsillo una y otra vez. Es verdad que Pablo introduce un matiz que pocos comentaristas han advertido: que el Estado se financie solo con aportaciones de los que deseen votar, una suerte de cláusula "opt out" para el que no quiera participar en el sistema ni como votante ni como contribuyente. Esta idea es más sugerente, ¿pero hasta qué punto estamos "saliéndonos" del sistema si las políticas de los votantes siguen afectándonos?
Segundo, se podría argüir que el sufragio censitario en función de la renta serviría para contener la represión fiscal y mitigar la redistribución. Quizás fue así en el pasado, y sin duda sería una consecuencia deseable desde el punto de vista liberal, pero si ése es el objetivo, ¿por qué elegir la farragosa vía del sufragio censitario y no directamente abogar por una enmienda constitucional que proscriba determinados niveles de fiscalidad? Es poco probable que un parlamento vote una enmienda semejante, pero es menos probable todavía que vaya a excluir del censo a la mayoría de sus electores.
Tercero, en cierto sentido ya vivimos en una "democracia censitaria" y los resultados dejan mucho que desear. Quizás todos los votos valen lo mismo en las urnas, pero en los despachos ministeriales unos tienen más peso que otros: la banca, la gran industria, los sindicatos... La influencia de los lobbies es indicativa de un fenómeno que cuestiona las tesis de Pablo sobre el sufragio censitario: las rentas altas no solo quieren pagar menos impuestos (algo perfectamente liberal), también quieren proteger su nivel de renta petrificando el statu quo (algo perfectamente anti-liberal). Del mismo modo que tienen incentivos para demandar menos impuestos, también tienen incentivos para demandar regulaciones y privilegios que les protejan de los vaivenes del mercado y de la competencia. Bancos y grandes corporaciones piden rescates públicos para no quebrar y tipos de interés artificialmente bajos para inflar burbujas, empresas establecidas piden regulaciones para obstaculizar la entrada de nuevos competidores, los sindicatos blindan los puestos de trabajo de sus afiliados a costa de encarecer la contratación de los desempleados, intelectuales y artistas piden subvenciones para no tener que depender de los consumidores...
Cuarto, enlazando con el punto anterior, la defensa del sufragio censitario parece sustentarse sobre la premisa de que el Estado del Bienestar redistribuye renta de ricos a pobres (y conceder el voto solo a las víctimas del expolio fiscal pondría coto a este trasvase). Pero dejando a un lado el marketing socialdemócrata, no está claro que la redistribución sea netamente vertical. En los servicios básicos (sanidad, educación, pensiones) la progresividad es baja. Para el grueso de la clase media, es como este ejemplo: Pedro paga la sanidad de Juan, mientras Juan paga a Pedro la educación de sus hijos. Redistribución horizontal. En muchos otros ámbitos las políticas son regresivas (hay redistribución de rentas más bajas a rentas más altas, o los pobres salen más perjudicados): universidad, cultura, energía, agricultura, política monetaria, mercado laboral...
Quinto, quienes se rasgan las vestiduras con la propuesta de sufragio censitario no parecen percatarse de que virtualmente todas las democracias occidentales restringen el voto de una fracción de los ciudadanos con menos recursos: los inmigrantes, más de un 10% la población en España (sin contar los que no tienen papeles). Da igual que trabajes en España legalmente y pagues tus impuestos, si vienes de fuera no puedes votar el gobierno del país. Naturalmente a los inmigrantes (ya se trate del comerciante paquistaní en Barcelona o el expat europeo en Dubai) les importa bien poco la falta de "derechos políticos", no han cruzado la frontera para votar sino para ganarse mejor la vida. En este sentido no hay política más solidaria que la apertura de fronteras y la consiguiente extensión del sufragio censitario, y somos muchos los liberales que defendemos la libertad de inmigración como el mayor programa anti-pobreza (¡al menos en países que crean empleo en lugar de destruirlo!).
En definitiva, que el voto censitario (como las monarquías constitucionales y los gobiernos mixtos) conviviera con el laissez faire antes del advenimiento de la democracia absoluta no significa que sea un modelo deseable e importable al siglo XXI. Los sistemas políticos son a menudo fruto de sus circunstancias, y divorciados de su contexto pueden perder su razón de ser.
¿Hay entonces alternativa a la democracia? Para contestar a esta pregunta primero hay que saber para qué sirve y para qué no sirve la democracia.
La democracia no sirve para producir buenas políticas. Bryan Caplan, en su libro The Myth of the Rational Voter, explica que el votante medio es peor que ignorante: es irracional, esto es, defiende políticas en base a creencias erróneas que tiene sobre economía, y estas políticas se contradicen con el fin de promover un mayor bienestar, que también valora. Caplan estudia empíricamente los sesgos de los votantes y concluye que la mayoría de gente no entiende los procesos de mercado, subestima los beneficios de comerciar con extranjeros, equipara la prosperidad con el empleo y no con la producción, y tiende a ser más pesimista de lo que la realidad exige. Obviamente los sesgos no empiezan y acaban a las puertas del colegio electoral, pero el mercado desincetiva la irracionalidad con precios, pérdidas y quiebras, la democracia no. Equivocarse en las urnas casi nos sale gratis, porque la relevancia de nuestro voto tiende a cero. El precio de satisfacer nuestras erróneas creencias es la reducción del bienestar que produce una determinada política descontada por la probabilidad de que nuestro voto sea decisivo. Si una medida proteccionista va a reducir nuestro bienestar en 1000€ y el electorado es de 1000 personas, satisfacer nuestras ansias nacionalistas solo nos cuesta 1€. Decir que los elevados costes de una política nos empujarán a ser más sabios es análogo a afirmar que los perjuicios de la polución nos llevan a conducir menos. Que los niveles de polución sean altos o bajos no depende de nosotros, de modo que conducimos igualmente. Como dice Caplan, nadie se enfrenta a la elección "conduce menos o padece un cáncer de pulmón" o "reconsidera tus ideas sobre economía o malvive en la pobreza".
Con todo, la democracia y el sufragio universal sí sirven para producir un valioso bien en el contexto actual: la ilusión de "juego limpio", de que todos tenemos el mismo derecho a participar en el sistema, y esta ilusión genera paz social. En un contexto en el que se valora la igualdad, la ausencia de discriminación hace que las distintas facciones no sientan agravios ni puedan alegarlos, y dediquen sus esfuerzos a ganar votos en lugar de organizar revueltas. Si dejas jugar a la gente y pierde, se resigna. Si no les dejas jugar, se resienten y se sublevan. La democracia, además, está vinculada a un elevado grado de libertad de expresión y de asociación, así como a otras libertades civiles, como el derecho a un proceso justo, sin las cuales sería difícil crear las condiciones que hacen posible unas elecciones pacíficas.
¿Significa esta reflexión que tenemos que aceptar la democracia para lo bueno y para lo malo?¿Que el precio de la paz social y las libertades civiles son políticas económicas que nos empobrecen? Habría una forma de evadir este odioso "trade-off": reducir el ámbito de decisión de la democracia tanto como sea posible. La mayoría de decisiones importantes en nuestra vida no las sometemos a votación democrática de nuestra comunidad, ni siquiera de nuestros más allegados: qué queremos estudiar, en qué queremos trabajar o qué negocio queremos montar, dónde queremos vivir, con quién nos relacionamos y tenemos amistad, con quién nos emparejamos, a qué clubs y organizaciones nos asociamos, en qué invertimos, cuánto ahorramos, qué casa compramos... Cuantas menos decisiones se tomen "democráticamente" y más decisiones se tomen en el marco del mercado y la sociedad civil, menos necesaria será la ilusión de "juego limpio" para capturar el poder, pues no habrá ningún poder que capturar, y mayor será el bienestar social fruto de una política económica laissez faire.
Porque la alternativa a la democracia no es la dictadura, ni la monarquía, ni el sufragio censitario, ni cualquier otra forma de gobierno. La alternativa a la democracia es el mercado.