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Thursday, July 14, 2016

El corrupto progresismo

Roberto Cachanosky explica que el problema no es el gobierno de turno, sino un Estado progresista es un caldo de cultivo para la corrupción.

Roberto Cachanosky es Profesor titular de Economía Aplicada en el Master de Economía y Administración de ESEADE, profesor titular de Teoría Macroeconómica en el Master de Economía y Administración de CEYCE, y Columnista de temas económicos en el diario La Nación (Argentina).
Seguramente los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández pasarán a la historia como uno de los más corruptos de la historia argentina. Es puro verso eso de que con Néstor hubiese sido diferente. Néstor Kirchner fue el que armó toda la arquitectura para transformar el aparato estatal en un sistema de represión y persecución de quienes pensaban diferentes, y también construyó un sistema de corrupción como nunca se había visto, al menos en la Argentina contemporánea.
Si algo tenemos que aprender los argentinos de estos 12 oprobiosos años de kirchnerismo, es a desconfiar de todos aquellos que prometan utilizar el estado para implementar planes “sociales”, y regular la economía en beneficio de la sociedad.



Tampoco es casualidad que el gasto público haya llegado a niveles récord. El gasto público fue la fuente de corrupción que permitió implementar el latrocinio más grande que pueda recordarse de la historia económica para que unos pocos jerarcas "k" engrosaran guarangamente sus bolsillos al tiempo que hundían a la población en uno de los períodos de pobreza más profundos.
Con el argumento de la solidaridad social se lograron varios objetivos simultáneamente: (1) Manejar un monumental presupuesto “social” que dio lugar a los más variados actos de corrupción (sueños compartidos, Milagro Sala, etc.). (2) Crear una gran base de clientelismo político para asegurarse un piso de votos. O me votás o perdés el subsidio. Como la democracia se transformó en una carrera populista, el reparto de subsidios sociales se transformó en una base electoral importante. (3) Crear millones de puestos de “trabajo” a nivel nacional, provincial y municipal para tener otra base de votos cautivos. O me votas o perdés el trabajo. Finalmente, (4) una economía hiper regulada por la cual para poder realizar cualquier actividad el estado exige infinidad de formularios y aprobaciones de diferentes departamentos estatales. Estas regulaciones no tienen como función defender al consumidor como suele decirse, sino que el objetivo es poner barreras burocráticas a los que producen para forzarlos a pagar coimas para poder seguir avanzando produciendo. Un ejercicio al respecto lo hizo hace años Hernando de Soto, en Perú y se plasmó en el libro El otro sendero. La idea era ver cómo la burocracia peruana iba frenando toda iniciativa privada con el fin de coimear.
Manejar miles de millones de dólares en gasto público, encima manejarlos bajo la ley de emergencia económica que permite reasignar partidas presupuestarias por Decreto de Necesidad y Urgencia (DNU) sin que se discuta en el Congreso el uso de los fondos públicos, es el camino perfecto para disponer de abundantes fondos para el enriquecimiento ilícito.
La clave de todo el proceso de corrupción pasa, por un lado, por denostar la libre iniciativa privada y enaltecer a los “iluminados” políticos y burócratas que dicen saber elegir mejor que la misma gente qué le conviene a cada uno de nosotros. Ellos son seres superiores que tienen que decidir por nosotros.
Establecida esa supuesta superioridad del burócrata y del político en términos de qué, cuánto y a qué precios hay que producir y establecida la “superioridad” moral de los políticos sobre el resto de los humanos auto otorgándose el monopolio de la benevolencia, se arma el combo perfecto para regular la economía y coimear, llevar el gasto público con sentido progresista hasta niveles insospechados para construir el clientelismo político y la correspondiente caja y corrupción.
Quienes de buena fe dicen aplicar política progresistas no advierten que ese supuesto progresismo es el uso indiscriminado de fondos públicos que dan lugar a todo tipo de actos de corrupción. En el fondo es como si dijeran: no es malo el modelo kirchnerista, el problema no son las políticas sociales que aplicaron, que son buenas, sino que ellos son corruptos. Esto limita el debate a simplemente decir: el país no funciona porque los kirchneristas son corruptos y nosotros somos honestos.
Mi punto es que el debate no pasa por decir, ellos son malos y nosotros somos buenos, por lo tanto, haciendo lo mismo, nosotros vamos a tener éxito y ellos no porque nosotros somos honestos. El debate pasa por mostrar que el progresismo no solo es ineficiente como manera de administrar y construir un país, sino que además crea todas las condiciones necesarias para construir grandes bolsones de corrupción. El progresismo es el caldo de cultivo para la corrupción.
Por eso no me convence el argumento que el cambio viene con una mejor administración. Eso podría ocurrir si tuviésemos un estado que utiliza el monopolio de la fuerza solo para defender el derecho a la vida, la libertad y la propiedad. En ese caso, solo habría que administrar unos pocos recursos para cumplir con las funciones básicas del estado.
Ahora si el estado va usar el monopolio de la fuerza para redistribuir compulsivamente los ingresos, para declarar arbitrariamente ganadores y perdedores en la economía y para manejar monumentales presupuestos, entonces caemos en el error de creer que alguien puede administrar eficientemente un sistema corrupto e ineficiente.
En síntesis, el verdadero cambio no consiste en administrar mejor un sistema ineficiente y corrupto. El verdadero cambio pasa por terminar con ese “progresismo” con sentido “social” que es corrupto por definición y ensayar con la libertad, que al limitar el poder del estado, limita el campo de corrupción en el que pueden incurrir los políticos. Además de ser superior en términos de crecimiento económico, distribución el ingreso y calidad de vida de la población.

El corrupto progresismo

Roberto Cachanosky explica que el problema no es el gobierno de turno, sino un Estado progresista es un caldo de cultivo para la corrupción.

Roberto Cachanosky es Profesor titular de Economía Aplicada en el Master de Economía y Administración de ESEADE, profesor titular de Teoría Macroeconómica en el Master de Economía y Administración de CEYCE, y Columnista de temas económicos en el diario La Nación (Argentina).
Seguramente los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández pasarán a la historia como uno de los más corruptos de la historia argentina. Es puro verso eso de que con Néstor hubiese sido diferente. Néstor Kirchner fue el que armó toda la arquitectura para transformar el aparato estatal en un sistema de represión y persecución de quienes pensaban diferentes, y también construyó un sistema de corrupción como nunca se había visto, al menos en la Argentina contemporánea.
Si algo tenemos que aprender los argentinos de estos 12 oprobiosos años de kirchnerismo, es a desconfiar de todos aquellos que prometan utilizar el estado para implementar planes “sociales”, y regular la economía en beneficio de la sociedad.


El PP vuelve a mentir y a subir impuestos

Juan Ramón Rallo señala que, una vez más, el Partido Popular ha hecho campaña prometiendo reducir impuestos y ha roto esa promesa.

Juan Ramón Rallo es Director del Instituto Juan de Mariana (España) y columnista de ElCato.org. Juan Ramón obtuvo el tercer lugar en nuestro primer concurso de ensayos, Voces de Libertad 2008.
Rajoy lo ha vuelto a hacer: a los pocos días de ganar unas elecciones generales en cuya campaña se comprometió a bajar los impuestos —incluido el Impuesto de Sociedades—, ha anunciado un nuevo sablazo tributario, en este caso para las empresas. Por boca de su ministro de Economía, Luis de Guindos, hemos sabido que el Gobierno del PP pretende incrementar los pagos a cuenta de las sociedades mercantiles en 2017 para así recaudar 6.000 millones de euros adicionales con los que maquillar el déficit de ese ejercicio.



El movimiento rememora la puñalada por la espalda con la que el propio Rajoy castigó a todos los españoles a finales de 2011: tras obtener una amplísima mayoría absoluta al grito electoralista de que no incrementaría los impuestos, el recién estrenado gobierno del PP aprobó uno de más sangrantes sablazos en el Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas (IRPF) de toda nuestra historia. Al parecer, ni los españoles aprendieron la lección, ni Rajoy ha abandonado sus típicas prácticas marrulleras.
Sin embargo, y a decir verdad, el apretón de tuercas a las empresas que anunció ayer Luis de Guindos no es exactamente equiparable a la mordida del IRPF de 2011: y no porque el primero recaiga sobre personas jurídicas y el segundo sobre personas físicas (ambos son nefastos), sino porque lo que se ha prometido es aumentar los pagos a cuenta del Impuesto de Sociedades, esto es, el equivalente a las retenciones en el IRPF.
Como es sabido, una retención es un pago adelantado del impuesto por la obligación tributaria que se espera que devengaremos a lo largo de un ejercicio. La cuestión, claro, es que al no saber cuál será esa obligación tributaria futura, las retenciones son meramente estimativas: si la totalidad de las retenciones abonadas supera la obligación tributaria final, el Estado deberá devolvernos el exceso; si, en cambio, la obligación tributaria final supera la totalidad de las retenciones, deberemos saldar nuestra deuda pendiente.
En este sentido, si el Gobierno pretende recaudar 6.000 millones de euros más en 2017 mediante mayores pagos a cuenta en Sociedades, deberá incrementar muy sustancialmente el tipo de retención que aplica a las empresas: esto es, deberá obligarlas a que adelanten un porcentaje muy superior de la incierta suma que deberán abonar por todo el ejercicio fiscal.
Pero, como es obvio, si el tipo efectivo que soportan las empresas durante 2017 no se incrementa con respecto a 2016, es muy dudoso que las obligaciones tributarias se incrementen en 6.000 millones de euros. O dicho de otra manera, si no hay una subida impositiva real, las empresas adelantarán 6.000 millones de euros al Gobierno (para así maquillar el déficit de 2017) que luego el Gobierno tendrá que devolverles a lo largo de los siguientes ejercicios fiscales. Una mera maniobra de distracción para ocultar la gravedad del déficit a costa de machacar la posición de tesorería de las empresas (pues muchas de ellas tendrán que endeudarse para poder adelantar el pago de impuestos por unos beneficios que no han logrado todavía e incluso puede que ni siquiera logren). Mera contabilidad creativa para engañar a Bruselas mientras continúan endeudando insosteniblemente a los españoles.
Claro que acaso el ministro De Guindos no haya dicho toda la verdad y, junto al incremento de los pagos a cuenta, nos encontremos con un aumento del tipo efectivo del Impuesto de Sociedades: en tal caso sí que reeditaríamos plenamente el confiscador engaño colectivo que sufrimos en 2011 y se demostraría, nuevamente, que el PP prefiere castigarnos con impuestos antes que recortar enérgicamente el gasto público.
En definitiva, las opciones quedan reducidas a dos y ninguna es buena: o el Ejecutivo incrementa en términos efectivos los impuestos a las empresas (sablazo) o sólo está dándole un patadón hacia adelante al agujero del déficit (mascarada). Cualquiera de las dos, eso sí, serían actitudes típicamente rajoyanas.

El PP vuelve a mentir y a subir impuestos

Juan Ramón Rallo señala que, una vez más, el Partido Popular ha hecho campaña prometiendo reducir impuestos y ha roto esa promesa.

Juan Ramón Rallo es Director del Instituto Juan de Mariana (España) y columnista de ElCato.org. Juan Ramón obtuvo el tercer lugar en nuestro primer concurso de ensayos, Voces de Libertad 2008.
Rajoy lo ha vuelto a hacer: a los pocos días de ganar unas elecciones generales en cuya campaña se comprometió a bajar los impuestos —incluido el Impuesto de Sociedades—, ha anunciado un nuevo sablazo tributario, en este caso para las empresas. Por boca de su ministro de Economía, Luis de Guindos, hemos sabido que el Gobierno del PP pretende incrementar los pagos a cuenta de las sociedades mercantiles en 2017 para así recaudar 6.000 millones de euros adicionales con los que maquillar el déficit de ese ejercicio.


Friday, June 24, 2016

Delito fiscal: La nueva guerra fría


Tal vez fue una casualidad, pero coincidieron en el tiempo. En abril de 1990, durante el gobierno de George Bush (padre), pocos meses después del derribo del Muro de Berlín, cuando era evidente que la URSS y el comunismo se hundían, Washington comenzó a planear su próxima batalla en nombre de la seguridad nacional.
Fue entonces cuando se creó el Financial Crimes Enforcement Network (FinCen), una dependencia del Departamento del Tesoro que habitualmente contrasta y complementa sus informaciones y actividades con el FBI, la DEA, la CIA, la NSA y otras agencias de inteligencia.



Originalmente, el nuevo enemigo era mucho más difuso, extendido y, al mismo tiempo, limitado: los traficantes de drogas. La estrategia era seguirle la pista al dinero por los vericuetos financieros hasta descubrir y asfixiar a los grandes capos. Al fin y al cabo, una masa de plata de ese volumen no se podía esconder en el colchón. Había que invertirla.
La vieja y sabia expresión de los investigadores anglo-norteamericanos se convertía en el plan de batalla: Follow the money (Siganle la pista al dinero). Mientras los franceses aseguraban que, tras el delito, siempre había una mujer (Cherchez la femme), para los estadounidenses la clave estaba en la plata. Acertaban.
Inmediatamente comparecieron en el radar los “lavadores” o “blanqueadores” que esta actividad generaba. Sólo que nada de esto podía ser posible sin cierta complicidad pasiva de los bancos, así que se dictaron medidas obligando a las instituciones financieras a “conocer” a sus clientes, a rechazarlos, y a comunicar cualquier depósito sospechoso.
El secreto bancario, en consecuencia, dejó de ser efectivo y la lupa policiaca norteamericana se colocó sobre los trusts suizos, las cuentas de Andorra o las compañías de Uruguay en donde los argentinos protegían sus ahorros en dólares, razonablemente aterrorizados por los corralitos con los que el Estado les robaba impunemente su patrimonio.
Como los “criminales” no solían actuar con sus nombres, sino escudados en empresas deliberadamente confusas, legalmente constituidas por bufetes de abogados fuera de las fronteras norteamericanas o, incluso, en los espacios opacos de Estados Unidos (Delaware, Nevada, Wyoming, South Dakota), era importante revelar los nombres de las compañías non sanctas y prohibirles hacer negocios en Estados Unidos. Así surgieron, primero, la Lista Clinton en 1995 y ahora, presumiblemente, los misteriosos Papeles de Panamá, en los que se mezclan indistintamente justos y pecadores.
Como suele ocurrir con los organismos burocráticos, las responsabilidades, el alcance, los presupuestos y el tamaño de FinCen fue extendiéndose inevitablemente. En el 2001 se produjo el ataque islamista a las Torres Gemelas y al año siguiente fue aprobada la llamada “Ley Patriota” que puso fin a numerosos mecanismos de protección de los derechos individuales.
El terrorismo pasó a ocupar la preocupación central de las autoridades norteamericanas, desplazando al narcotráfico, y se autorizó la investigación casi ilimitada en busca de enemigos encubiertos, lo que explica, aunque no justifica, el espionaje de la National Security Agency (NSA) a personas como la alemana Ángela Merkel o al francés François Hollande.
Pero en las redes tendidas para capturar terroristas y narcotraficantes, caían, además, los violadores del fisco, los funcionarios y políticos corruptos que vendían favores y cobraban coimas, las personas que escondían su patrimonio en medio de pleitos familiares, y un sinfín de individuos o entidades que trataban de proteger sus propiedades o su dinero (fueran éstos bien o mal ganados), de Estados voraces, de socios implacables o de familiares codiciosos.
Este volumen de información le abrió el apetito a Washington y dio inicio a una cruzada internacional en defensa de la moralidad pública que ha tenido su expresión más vistosa en la persecución de los directivos de la FIFA, coadyuvando la previa labor de otras manifestaciones similares, como la del fiscal Antonio di Pietro en Italia (Operación Manos Limpias), que liquidó por corruptas a casi todas las estructuras políticas del país.
Esta nueva Guerra Fría es más difícil que la que Estados Unidos libró y ganó contra la URSS. Al fin y al cabo, los comunistas pertenecían a una pintoresca secta surgida en el siglo XIX que sostenía ciertas supersticiones que llevaron a la ruina a las sociedades que las sufrieron, previa la cruel eliminación de decenas de millones de personas.
Para oponerse a Moscú, Washington podía reclutar a medio planeta tras la consigna de defender la libertad amenazada, pero ahora sus gobernantes están empeñados en imponer en el mundo the rule of law (El Estado de Derecho), algo realmente admirable, pero que contradice una antiquísima y muy extendida tradición planetaria que acompaña a la civilización desde sus inicios. Ojalá tengan éxito, pero será una batalla tremenda de muy difícil pronóstico.

Delito fiscal: La nueva guerra fría


Tal vez fue una casualidad, pero coincidieron en el tiempo. En abril de 1990, durante el gobierno de George Bush (padre), pocos meses después del derribo del Muro de Berlín, cuando era evidente que la URSS y el comunismo se hundían, Washington comenzó a planear su próxima batalla en nombre de la seguridad nacional.
Fue entonces cuando se creó el Financial Crimes Enforcement Network (FinCen), una dependencia del Departamento del Tesoro que habitualmente contrasta y complementa sus informaciones y actividades con el FBI, la DEA, la CIA, la NSA y otras agencias de inteligencia.