Escrito por José Carlos RodríguezEuropa, el mundo entero, la misma civilización parecía hundirse bajo la barbarie del socialismo y el nacionalismo. Ludwig von Mises se había librado de milagro de las garras del nazismo y se dirigía, tras una breve travesía por España, hacia los Estados Unidos. Había sido uno de los economistas más influyentes en lengua alemana, y toda la corriente de pensamiento con que se identificaba parecía sumirse en el olvido, enterrada en estatismo y marxismo. Tuvo una acogida en Estados Unidos más fría de lo que merecía, aunque pudo desarrollar sin descanso su labor en defensa de la libertad y la civilización. Pero no quería cargar sobre sí esa ingente labor, para la que –él lo sabía más que nadie- ningún individuo puede bastarse solo. Quería dar con un nuevo Hayek; un discípulo de la altura intelectual de quien colaboró con él en la formación de las teorías austriacas del capital y del ciclo, así como en la de la imposibilidad del socialismo. Por fortuna, lo encontró. Era Murray Newton Rothbard.
Este judío del Bronx nació el 2 de marzo de 1926. Dotado de una inteligencia descollante, tuvo su primer choque con el Estado, de quien sería su mayor enemigo en el siglo XX, en la escuela pública, que, según propia confesión, marcó “el período más infeliz” de su vida. Su espíritu independiente, multiplicado por su clara inteligencia, le hicieron sentirse prisionero en un ambiente mediocre, en el cual se anulaba la personalidad del individuo. El paso a un colegio privado fue para él una auténtica liberación: le permitió canalizar sus intereses y su capacidad a un temprano interés por las cuestiones sociales. Su padre, David, era un judío poco común, ya que era francamente de derechas, una orientación política que inculcó a su hijo, junto con un interés polifacético por el saber. Las ciencias, la filosofía, la historia… Todo atraía al curioso Murray, que también adquirió de su padre un rechazo del totalitarismo, del fanatismo religioso y de cualquier dogmatismo.
Se licenció (en la universidad de Columbia) en estadística, paradójicamente. Paradójicamente, porque dedicaría parte de su extensa obra a exponer los límites del análisis matemático y estadístico en la economía y por el propio nombre de su disciplina, que deriva de la institución a la que combatió toda su vida: el Estado. Mientras se interesaba por ampliar sus conocimientos de economía, leyó un artículo escrito por dos futuros premios Nobel de la materia: George Stigler y Milton Friedman, que explicaba los perniciosos efectos del control de alquileres en la ciudad de Nueva York, un vestigio de la II Guerra Mundial que, como muchas otras intervenciones ideadas durante el conflicto, se resistiría a desaparecer. La desnuda e implacable lógica del análisis de los dos autores llamó la atención del joven Rothbard, que se puso en contacto con el editor del panfleto. Resultó ser la Fundation for Economic Education, un think tank que resistiría la avalancha keynesiana y estatista con no poco esfuerzo. En su sede, en un agradable pueblo a la orilla del río Hudson, conoció al hombre que marcó su carrera: Ludwig von Mises. Lo único que sabía de su futuro mentor es que había escrito Socialismo. Ni siquiera sabía si seguía vivo. Era la primavera de 1949, y se enteró de que Mises iba a publicar una obra que se llamaría La acción humana. Le preguntó a un compañero de qué trataba el libro. “Trata sobre todo”, fue la respuesta. “Ciertamente, así era”, diría él más tarde.
El texto de Mises destaca por su sólida construcción lógica, algo que Rothbard buscaba y cuidó con implacable esmero en su propia obra. “Cuando leí La acción humana, todo encajaba porque todo adquiría sentido”, llegaría a decir. A partir de la lectura de las casi mil páginas de la obra magna de Mises, Rothbard se convirtió en el más escrupuloso constructor y defensor del pensamiento del austriaco.
Eso no quiere decir que su espíritu independiente se adormeciera ante la figura intelectual de su mentor. No le siguió en todas sus ideas, ya que jamás aceptaba una opinión sin haberla sometido a severa crítica. Políticamente incluía a Mises en la izquierda política, mientras que él era un representante de la vieja derecha. Era ésta una tradición intelectual libertaria que hundía sus raíces en Thomas Jefferson y en el discurso de despedida de George Washington. Desconfiaba del Gobierno central, y era aislacionista y pacifista porque consideraba que, en feliz expresión de Randolph Bourne, “la guerra es la salud del Estado”.
Así que se nutrió de esa tradición, a la que pertenecían John T. Flynn, Albert Jay Nock o Frank Chodorov, e hizo una aportación misiana con el objetivo de adaptarla a la lucha contra el comunismo. Por un lado, advertía de que recurrir al Estado para librar tal batalla suponía caer en casa en aquello contra lo que se deseaba luchar fuera. En nombre de la lucha contra el comunismo se justificaba la adopción de inmensos poderes por parte del Estado, que acababan siendo utilizados contra las libertades del propio pueblo, además de en su defensa frente a la barbarie comunista. ¿Debemos entonces quedarnos de brazos cruzados mientras el totalitarismo extiende su poder por el mundo? ¿No estamos permitiendo que el estatismo se extienda fuera mientras lo combatimos en casa? Rothbard siempre creyó que la principal fuerza de los totalitarismos era también su mayor debilidad. Ese poder sin límites de los Estados era sólo aparente, porque, como había demostrado Mises con su teoría de la imposibilidad del cálculo económico socialista, la planificación a gran escala de una sociedad era imposible, lo cual acabaría arrastrando el imperio soviético al desastre. Ello desacreditaría y arruinaría al enemigo “sin que hayan tenido que pasar muchos años”.
De este modo, Rothbard y otros pensadores y activistas de la renacida Old right se “darían cuenta” de que el enemigo exterior no era importante. El verdadero enemigo era el interior, es decir, Washington. Es más, el exterior era producto del interior, lo que convertía a éste en el verdadero enemigo. De hecho, Rothbard afirmó en una ocasión que la Unión Soviética era más pacífica que el Gobierno de los Estados Unidos. Este pensamiento, aseguraba, era “liberador”.
No es de extrañar. Negar esa amenaza para la libertad mundial le liberaba del reto de dar solución a la autodefensa de una sociedad libre valiéndose de sus propias fuerzas, sin caer en la entrega de derechos al Estado para que éste se encargue de librar la batalla. Es más fácil negar la realidad. Ese fue el mayor pecado de Rothbard, y el de todos sus seguidores, los que han mantenido viva la llama del aislacionismo liberal de la vieja derecha. El problema de cómo se podría defender una sociedad libre de un enemigo que está dispuesto a utilizar todos los ingentes medios que puede concentrar un Estado, o varios, sigue abierto.
Esta posición tenía la virtud de la coherencia interna, si bien adolecía de cierta coherencia con la realidad de los enemigos de la civilización y del capitalismo. Y le enfrentaba a la otra rama del conservadurismo anticomunista, que podemos identificar con William Buckley, creador de la National Review, que logró articular el disperso y minoritario pensamiento conservador de comienzos de la Guerra Fría. Con todos sus logros, este conservadurismo realista estaba construido sobre un ideal negativo, el anticomunismo, más que sobre la articulación de los fundamentos de una sociedad libre, sobre los cuales pivotaba todo el movimiento libertario, del que Rothbard pronto se convertiría en principal representante. Esta falla del conservadurismo buckleyano le llevó a defender medidas netamente antiliberales con tal de dotar al Estado de los medios precisos para luchar contra el comunismo. Volcado sobre un fin más que sobre la probidad de los medios, el conservadurismo realista se iba separando cada vez más de los ideales de libertad y propiedad privada, que deberían haber sido el núcleo y el punto de partida de su pensamiento. Rothbard vio este desarrollo con total claridad y destinó gran parte de sus esfuerzos a criticarlo, aun a costa de aliarse puntualmente con la izquierda más radical.
Hablemos ahora de otra rama del pensamiento liberal estadounidense, a la que Rothbard estuvo muy unido. Se trata de la liderada por Ayn Rand. Esta poderosa filósofa y novelista se había convertido ya en todo un personaje cuando Rothbard la conoció. Había escrito El manantial (1943), que seis años después sería llevada al cine por King Vidor. El primer contacto fue algo frío, pero a partir de 1954 se fue haciendo más cercano, y Rothbard acudió a varias reuniones objetivistas de la mano de sus amigos Ralph Raico y George Reisman. Si por un lado se sentía espoleado por el pensamiento de Rand, por el otro sentía un profundo rechazo por su creciente intolerancia, su endiosamiento y el carácter sectario y de culto que estaba imprimiendo a su movimiento.
Pero, antes de que ese choque llegara a pequeña tragedia, Rothbard tendría mucho que ganar de la rusa nacionalizada estadounidense. Él reconocía la pobreza de la posición utilitarista, por muy necesaria y acertada que, en su ámbito, pudiera ser. Rand tenía un pensamiento antiutilitarista que centraba su filosofía, objetivista, en una demostración de los derechos del individuo, a partir de los cuales se fundamenta el capitalismo. Era un iusnaturalismo de base aristotélico-tomista, realista en lo epistemológico, que centraba la defensa de los derechos del individuo y del sistema económico que se derivaba de los mismos en la ética y no en las consecuencias utilitaristas.
Luego Rothbard basaría gran parte de su obra y de su fama en la articulación de una defensa basada en el derecho natural de la propiedad privada y del capitalismo, que sería el eje de su anarquismo capitalista. Pese a las diferencias personales, incluso dogmáticas, debe a Rand el descubrimiento de la importancia del derecho natural. Nuestro hombre tuvo la virtud de aprovecharse del pensamiento de Rand… y de darse cuenta de lo vacío que podía llegar a estar. Paradójicamente, el individualismo radical de Rand acababa siendo todo lo contrario. Él lo explicó así:
Téngase en cuenta que ella [Rand] intenta deducir la naturaleza del hombre, que es en gran parte una cuestión empírica, y como tal reconocida por Aristóteles, puramente de una especulación de salón. La especulación de salón es el método adecuado para la praxeología, pero obviamente no para una ciencia en gran parte empírica.Es más, en “la visión casi fanáticamente puritana de Ayn de que el único desarrollo de los poderes del hombre que tiene algún valor es el trabajo en el desarrollo de los poderes mentales”, valores como “el amor, la amistad, el gozo, etcétera, ¿no contaban para nada?”, se preguntaba Rothbard. Y agregaba que Rand, al negar cualquier componente instintivo, genético o meramente particular que no surgiera del puro intelecto, “¡de hecho niega todo individualismo por completo!”.
Posteriormente pasaría por el mal trago de que Rand enviase a su íntimo amigo George Reisman como mensajero de un mensaje que sólo es posible en una secta cerrada y fanatizada: no “se aprobaba” su matrimonio con su amada JoAnn porque ésta era una persona religiosa, en consecuencia irracional e inepta para el selecto círculo randiano. Previamente Murray había sido acusado de plagiar las ideas de Rand. Finalmente Rothbard rompió con el círculo y con Reisman.
Desembarazado del culto randiano, Rothbard se centraría en su activismo político y en sus libros. El primero de ellos fue un encargo del presidente de la Fundación Volker, Herbert C. Cornuelle: un libro de texto que contuviera las principales ideas de La acción humana. El proyecto se fraguó en el invierno de 1949, recién publicado el tratado de economía de Mises. A medida que trabajaba en su obra, Rothbard iba revisando su propio pensamiento, es decir, el de Mises; y lo que estaba concebido para ser un manual de extensión media cobró proporciones considerables. Al cabo (1962) vio la luz Man, economy and State, su poderoso tratado de economía. La Volker se negó a incluir una última parte, que estudiaba la intervención en el mercado, tanto por las enormes dimensiones del manuscrito (unas 1.400 páginas) como por las implicaciones políticas de la crítica al intervencionismo en plena Guerra Fría. Más tarde aparecería como texto independiente y con el título de Power and market (1970).
Como dar cuenta de la economía de Rothbard excede el espacio de este retrato, baste decir que es seguramente el intento más exitoso de construir un conjunto de leyes económicas en un tratado sistemático que parta de un conjunto de axiomas y leyes fundamentales sobre la acción humana. El servicio a la lógica de la acción, o praxeología, le llevó a discrepar de su mentor en algún punto importante, como en la teoría del monopolio y la competencia; en este caso, el propio Mises acabaría dándole la razón. También profundizó, aclaró y mejoró algún otro piso de la construcción teórica de Human action.
Asimismo, nuestro autor haría importantes contribuciones al pensamiento económico en varios artículos; por ejemplo, en ‘Toward a reconstruction of utility and welfare economics’, donde fundamentaría la economía del bienestar sobre la base de un principio implícito en la tradición austriaca, el de la preferencia demostrada, según la cual la voluntad coincide con la acción y ésta es indicio de aquélla. Así, si dos personas realizan un intercambio voluntario, la célula del libre mercado, es porque ambas consideran, ex ante, que resultará en una mejora de su situación. No ocurre así con los tres tipos de intervención estatal en el mercado:
1) Si el Gobierno prohíbe un intercambio entre A y B podemos decir que aquél gana, ya que cumple su objetivo, pero frustra las intenciones de los interfectos, encaminadas a mejorar su propia satisfacción.
2) Si el Gobierno fuerza a un intercambio entre A y B en los términos elegidos por el Estado, uno de ellos pierde, a costa del otro y del Gobierno. Por lo que hace a éste, de nuevo puede considerársele ganador, ya que cumple sus objetivos.
3) Finalmente, si el Estado roba a A, éste pierde, en beneficio del Gobierno.
En los tres casos posibles hay una parte que gana, el Gobierno; quizá también una parte de la sociedad, a la que favorece. Pero siempre hay una que pierde: todos aquellos que no han podido llevar a cabo sus planes por la intervención pública. Puesto que no se puede hacer una medición con valor científico de las utilidades respectivas de los individuos, no podemos decir que las ganancias de una parte sean mayores que las pérdidas de otra, y en consecuencia no se puede asegurar que una intervención gubernamental puede incrementar la utilidad en una sociedad.
Otra destacada área de la economía rothbardiana es la relacionada con el dinero. Nuestro economista defendió un sistema de libertad bancaria, con una reserva sobre los depósitos del 100%, sobre la base del oro. Profundizó en la teoría austriaca del ciclo económico, que habían expuesto antes que él Mises y Friedrich A. von Hayek. Esta teoría ve en los medios fiduciarios, a la vez, una violación de los derechos de propiedad y el origen del ciclo. El dinero de nueva creación, sin respaldo real, que permite la reserva fraccionaria, causa un engaño masivo a los actores, dado que provocan una rebaja del tipo de interés que indica falsamente un aumento del ahorro, y por tanto de los medios disponibles para la inversión. Se inician más planes de los que se pueden completar, y se produce una descoordinación que acaba en la liquidación de muchos de ellos. Rothbard llevó esta teoría a la crisis del 29 en America’s Great Depresión, de 1963.
No cabe duda de que 1969 fue un año convulso en Estados Unidos. Fue entonces cuando Rothbard creó la revista Libertarian Forum, con la que pretendía extender el ideario anarcocapitalista, del que él se había convertido en el defensor más conspicuo. Además de servir como vehículo de las ideas libertarias y punto de encuentro de quienes las compartían, Libertarian Forum quiso convertirse en el órgano de un nuevo movimiento político. Pero para ello necesitaba también de un programa, de un manifiesto; lo escribió él mismo, en 1973, y llevaba por título For a New Liberty. Allí hacía una defensa de la sociedad libre basada en la economía de raíz misiana, en el derecho natural –con referencia expresa a la defensa de la propiedad privada elaborada por John Locke– y en el análisis del Estado como un órgano de explotación basado en el uso de la fuerza.
Con su característico estilo conciso, brillante y agudo, Rothbard explica cómo el Estado ha ido extendiendo su poder sobre distintas áreas de la sociedad sin ningún título para ello, y con consecuencias muy negativas. Rothbard combina el conocimiento histórico con un uso extenso y preciso del análisis económico; el resultado, una crítica demoledora de la implicación del Estado en áreas como la educación, el dinero, la generación de rentas o la creación de bienes y servicios. Por otro lado, ofrece explicaciones convincentes de cómo una sociedad libre basada en el Estado de Derecho podría proveerse de servicios históricamente sustraídos por el Estado a la iniciativa privada, como las infraestructuras del transporte o la seguridad; y lo haría además de forma más productiva y eficiente. Incluso da el paso definitivo que separa a los anarquistas de los minarquistas y explica cómo el Estado de Derecho no tiene porqué ser provisto por un órgano basado en la coacción, sino que los propios agentes de la sociedad tienen a la vez el interés y la posibilidad de desarrollarlo, como ya lo hicieron en el pasado.
En 1982 publicaría un nuevo libro dedicado a la fundamentación de una sociedad completamente libre: The ethics of liberty. El vértice de su teoría es el concepto de autopropiedad, que él define así: “El axioma básico de la teoría política libertaria mantiene que todo hombre es dueño de sí mismo y tiene una jurisdicción absoluta sobre su propio cuerpo. En consecuencia, esto significa que nadie más puede invadir legítimamente o agredir a otra persona”. Se suma a la teoría de John Locke de que la propiedad se adquiere de forma originaria “mezclando la tierra con el trabajo”, en bella expresión del filósofo inglés. Rothbard generaliza dicho principio y mantiene que la proyección de la acción propia sobre los recursos que no pertenecen a nadie supone una adquisición originaria legítima. A partir de ahí se puede adquirir más propiedad por medio del intercambio o de la cesión voluntarios. Cualquier intento de violación del derecho de propiedad, ya sea sobre una persona o sobre sus bienes, es ilegítimo. The ethics… incluye una parte final en la que se hace una crítica sin concesiones a teorías alternativas de la libertad: deja el utilitarismo como criterio ético en la nada y revisa los postulados de Isaiah Berlin, Hayek y Robert Nozick.
Rothbard tenía un corazón débil, que terminó por fallarle el 7 de enero de 1995. Su temprana muerte ha hurtado a los espíritus más libres nuevas aportaciones de primer orden. Las había hecho en economía y teoría política, y seguía en ello. De hecho, dejó inconclusa su última gran obra.
Le habían pedido un manual que sirviera de contrapunto al popular The worldly philosophers, del autor socialista Robert L. Heilbroner. El resultado de su empeño es una obra excelsa, un monumento a la historia de la libertad llamado An Austrian perspective on the History of Economic Thought, del que sólo pudo completar dos de los tres volúmenes previstos.
Allí se ponen de manifiesto las características del Rothbard historiador. Tiene una independencia de criterio que no le permite aceptar sin más las ideas establecidas, lo que le convierte en un permanente “revisionista”. Y combina una erudición sorprendente, pero siempre al servicio del conocimiento, con un estilo ágil y vibrante que atrapa al lector.
An Austrian… comienza con la filosofía griega y concluye con Marx y Bastiat. Parte de una visión kuhniana de la historia de las ideas, por la que no se alcanza un conocimiento acumulado que lleva a una progresión constante. Anclado, al fin, en la rica naturaleza humana, el pensamiento económico se desarrolla por paradigmas que se van sustituyendo como corrientes dominantes, sin que necesariamente sean superiores a los anteriores y sin que desaparezcan cuando son sustituidos por otros. Por otro lado, Rothbard huye de la selectiva atención a las grandes figuras y desmenuza el pensamiento de autores luego olvidados por la historiografía al uso. De este modo se pega al verdadero curso de las ideas. No es éste el lugar para desmenuzar las contribuciones de una obra así. Baste destacar dos ideas.
El primero es Adam Smith. Para Rothbard no es un héroe, ya que despreció o no entendió la tradición que, lenta y penosamente, había elaborado una teoría subjetiva del valor. Desde Aristóteles, pasando por Santo Tomás de Aquino y en especial el escolasticismo tardío español, se había ido desarrollando la idea de que el valor depende del punto de vista del consumidor, y no es algo externo y objetivo. Smith restituyó la teoría del valor trabajo, que es la semilla del pensamiento de Marx, al que pasaría por medio de David Ricardo. Otro aspecto que podemos señalar es la merecida importancia que da a una escuela española, la de Salamanca. En ella está la semilla del pensamiento subjetivista, lógico-deductivo y liberal que caracterizaría a la Escuela Austriaca de Carl Menger, Mises, Hayek y el propio Rothbard. A él se debe en parte que esta escuela española, con representantes como Juan de Mariana, Domingo de Soto o el padre Azpilicueta, esté recibiendo merecida atención. An Austrian… también destaca por haber rescatado a autores y corrientes como Turgot, Cantillon o Bastiat, o por haber reconocido la importancia de la religión en la visión del hombre y de la sociedad, y por tanto de la economía.
Cuando se cumplen diez años de la muerte de Murray N. Rothbard, merece la pena resaltar su figura y sus contribuciones a la defensa de la libertad; tantas, que su apreciación no se podrá hacer más que con el paso del tiempo. Quizás con la alianza de éste nos podamos encontrar con una biografía a su altura. Por el momento tenemos sus escritos, que recomiendo vivamente al lector. Rothbard jamás decepciona en sus grandes obras, vivas y claras en estilo como el pensamiento de quien las escribe, poderosas por la profundidad de las ideas y por la lógica sin contemplaciones con que son defendidas