Wikipedia

Search results

Showing posts with label “empresario villano”. Show all posts
Showing posts with label “empresario villano”. Show all posts

Tuesday, August 23, 2016

Los barones ladrones: ni barones ni ladrones

David R. Henderson explica que los supuestos "barones ladrones" como John D. Rockefeller y Cornelius Vanderbilt no crearon monopolios, sino que más bien los destruyeron beneficiando a los consumidores estadounidenses con precios más bajos.
David R. Henderson es un académico de investigación de la Hoover Institution de Stanford University y un profesor asociado de economía en la Escuela de Posgrado de Negocios y Políticas Públicas de la Escuela Naval de Posgrado en Monterey, California.
Uno de los mitos más comunes acerca de la libertad económica es que, inevitablemente, conduce a monopolios. Pregunte a las personas por qué creen eso y la probabilidad de que apunten a los trusts de finales del siglo XIX que obtuvieron grandes cuotas de mercado en sus industrias será alta. Estos trusts son el principal ejemplo para la mayoría de las personas que sostienen este punto de vista. Pregunte por los nombres específicos de los villanos que dirigían estos trusts y es probable que apunten a personas tales como Cornelius Vanderbilt y John D. Rockefeller. Incluso tienen una etiqueta para Vanderbilt, Rockefeller y otros: barones ladrones.



Pero una lectura cuidadosa de la investigación económica sobre los “barones ladrones” conduce a una conclusión diametralmente opuesta: los llamados barones ladrones no eran ni ladrones ni barones. No robaron. Por el contrario, obtuvieron su dinero a la antigua: se lo ganaron. Tampoco eran barones. La palabra “barón” es un título nobiliario, típicamente otorgado por un rey o establecido por la fuerza. Pero Vanderbilt, Rockefeller y muchos otros a quienes se referían como barones ladrones, comenzaron sus negocios de cero y no se les garantizó ningún privilegio especial. Por otra parte, no solo ganaron su dinero y no se les garantizaron privilegios, sino que también ayudaron a los consumidores y, en un caso famoso, destruyeron un monopolio.
Considere el caso de Cornelius (“Comodoro”) Vanderbilt. Incluso el excelente y reciente libro Por qué fracasan los países, del profesor de economía de MIT Daron Acemoglu y del cientista político y económico James A. Robinson, concibe de manera equivocada la historia de Vanderbilt. Y no solo equivocada, sino espectacularmente equivocada. Afirman que Vanderbilt era “uno de los más notorios” barones ladrones que “apuntaban a consolidar monopolios y a prevenir que cualquier otro potencial competidor entre en el mercado o haga negocios en igualdad de condiciones”.
De hecho, fue el competidor de Vanderbilt, Aaron Ogden, quien persuadió a la legislatura del estado de Nueva York para garantizar a Ogden un monopolio legal sobre los viajes en ferry entre Nueva Jersey y Nueva York. Y Vanderbilt fue una de las principales personas que desafió aquel monopolio. A la edad de 23 años, Vanderbilt se había convertido en el administrador del negocio de un empresario de ferry llamado Thomas Gibbons. El objetivo de Gibbons era competir con Aaron Ogden cobrando tarifas bajas. De este modo, estaban violando deliberadamente la ley  –y ayudando a los pasajeros a ahorrar dinero. En el caso Gibbons contra Ogden, la Corte Suprema de EE.UU. dictaminó que, de hecho, el gobierno del estado de Nueva York no podía conceder legalmente un monopolio sobre el comercio interestatal.1 En resumen, Cornelius Vanderbilt no fue un hacedor de monopolios en este caso, sino un rompedor de monopolios.
¿Qué hay de John D. Rockefeller? Acemoglu y Robinson también están equivocados acerca de este. Escriben que por 1882, Rockefeller “había creado un monopolio masivo” y que para 1890 Standard Oil “controlaba el 88% del petróleo refinado en EE.UU.”  Echemos un vistazo a los hechos.
Desde el principio, Rockefeller sabía que se encontraba en desventaja frente a sus competidores. La sede de su compañía se encontraba en Cleveland, a 150 millas de las regiones productoras de petróleo de Pennsylvania y a 600 millas de Nueva York y otros mercados del este. Por lo tanto, Rockefeller se enfrentó a costos de transporte más altos que muchos de sus competidores. Para compensar esa desventaja, construyó un oleoducto para transportar su propio petróleo y lo utilizó para ejercer presión a la baja sobre las tarifas de los ferrocarriles. Consiguió las tarifas más bajas en la forma de descuentos en vez de recortes en las tasas absolutas. ¿Por qué? No creo que los historiadores económicos estén seguros de por qué, pero he aquí mi hipótesis: los ferrocarriles dieron descuentos porque es la manera común en que los miembros de un cártel “hacen trampa” en el precio. Ellos pueden decir, sin mentir, a los clientes que no obtienen los descuentos que están cobrando a todos la misma tarifa. En la medida en que esto estaba ocurriendo, el mismo Rockefeller estaba rompiendo con el cártel de los ferrocarriles. Y romper cárteles se supone que es algo bueno, no malo.
Pero, ¿por qué los ferrocarriles darían exclusivamente a Rockefeller estos descuentos? Como se ha señalado, esto se dio en parte por su amenaza fidedigna de usar su propio oleoducto. Además, como señalan Reksulak y Shughart, él construyó su primera refinería estratégicamente ubicada en un lugar que permitiría enviar el petróleo al Lago Erie y desde allí al mercado del Noroeste. Esto, indican Reksulak y Shughart, le permitió obtener menores tarifas de los ferrocarriles durante los meses de verano.2 Adicionalmente, Standard Oil proveyó instalaciones de carga y descarga y seguro contra incendios a su propio costo. Finalmente, Standard Oil proporcionó un alto volumen de tráfico ferroviario en periodos predicibles, una ventaja crucial para los ferrocarriles que tenían costos fijos altos y bajos costos variables.
Una duda que siempre he tenido es cómo Rockefeller obtuvo “drawbacks” de los ferrocarriles. “Drawbacks” eran los descuentos basados en los envíos que realizaban los competidores de Rockefeller. Reksulak y Shughart ofrecen una explicación plausible. Escriben:
“Ayudando a reducir el costo promedio del transporte ferroviario en las formas que hemos documentado, Rockefeller confirió una externalidad positiva sobre sus rivales, reduciendo el costo promedio de los ferrocarriles de administrar sus propios envíos. Los ‘drawbacks’ eran una forma de los ferrocarriles de compartir esas ganancias con la compañía responsable por ellas”.3
Otra ventaja que Rockefeller creó fue el mismo producto. Su producto principal en ese entonces era el kerosene. El kerosene, si no era producido con una estricta especificidad, tenía una desagradable tendencia a explotar y matar o herir a quienes lo utilizaban. Eso no es bueno, por decirlo suavemente, para una empresa que busca ganar cuotas de mercado. Rockefeller quería que los compradores supieran que su producto era seguro porque satisfacía un riguroso proceso estandarizado de producción. De allí el nombre de su empresa: Standard Oil.
La parte más especulativa del razonamiento anterior es el por qué Rockefeller consiguió descuentos en vez de rebajas directas en los precios. Pero lo que no es especulativo es cómo expandió su cuota de mercado. Hizo esto bajando los precios y casi cuadriplicando las ventas. El profesor de economía de la Universidad de Chicago, Lester Telser, en su libro de 1987, A Theory of Efficient Cooperation and Competition4, señala que entre 1880 y 1890 el la producción de productos petroleros aumentó 393%, mientras que el precio cayó 61%. Telser escribe: “El trust petrolero no cobraba precios altos porque tenía el 90% del mercado. Consiguió el 90% del mercado de petróleo refinado cobrando precios bajos”. ¡Qué monopolio!
Tampoco eran una casualidad los casos de Vanderbilt y Rockefeller. Si los trusts de finales del siglo XIX habían monopolizado las industrias donde se encontraban, como muchos creen, entonces en la medida en que esos trusts ganaban más cuotas de mercado, no deberían haber aumentado mucho la producción y deberían haber aumentado los precios. De hecho, ocurrió lo contrario. La producción incrementó marcadamente y los precios bajaron. En unas investigaciones pioneras en los años ochenta, el economista de la Universidad de Loyola, Thomas DiLorenzo, documentó estos hechos. En un artículo de 19855, DiLorenzo encontró que entre 1880 y 1890, mientras que el producto bruto interno real aumentó un 24%, la producción real en las industrias supuestamente monopolizadas (para las que había datos disponibles) incrementó en un 175%, más de siete veces por encima de la tasa de crecimiento de la economía. Mientras tanto, los precios en estas industrias disminuían. Aunque el índice de precios al consumidor cayó 7% en esa década, el precio del acero disminuyó 53%, el del azúcar refinado 22%, el del plomo 12% y el del zinc 20%. El único precio que cayó menos de 7% en las supuestas industrias monopolizadas fue el del carbón, que permaneció constante.
¿Por qué tenemos una visión tan distorsionada de la era de los llamados barones ladrones? Una razón es que la prensa popular de ese momento difundió esa visión. Curiosamente, Ida Tarbell, la famosa periodista de escándalos que dio a Rockefeller su mala prensa6, no era una observadora desinteresada. En su vida temprana, ella había visto a su padre, un productor y refinador de petróleo, perder en competencia con Rockefeller. Su padre había ido progresando, y su familia, como resultado de esto, disfrutaba de “lujos de los que nunca habíamos escuchado”7. Todo eso llegó a su fin y Tarbell nunca perdonó a Rockefeller.
De hecho, prácticamente nada del impulso por las leyes antimonopolio provino de los consumidores. Gran parte de este provino de pequeños productores que habían sido desplazados del mercado por la competencia. No querían más competencia; querían menos. DiLorenzo cita a uno de los “destructores de trusts”, el congresista William Mason, quien admitió que los trusts eran buenos para los consumidores. Lo que no le gustaba era que cuando los grandes trusts bajaban los precios, las empresas pequeñas se quedaban fuera del negocio. Mason dijo:
“Los trusts han hecho los productos más baratos, han reducido los precios; pero si el precio del petróleo, por ejemplo, se redujera a un centavo por barril, no corregiría el daño causado a las personas de este país por los trusts que destruyeron la competencia legítima y apartaron a hombres honestos de empresas legítimas de negocios”.8
En resumen, los barones ladrones, al menos aquellos cuyas acciones tienden a ser destacadas, no eran ni ladrones ni barones.
Pero, ¿por qué es así? ¿Por qué es que los trusts de finales del siglo XIX prosperaron, no monopolizando sino compitiendo ferozmente? Allí yace la lección de economía. Como el difunto economista de la Universidad de Chicago, George Stigler, quien ganó el premio nobel en 1982, señaló, “Los monopolios y y casi monopolios perdurables más importantes en EE.UU. dependen políticas del estado”9. Esto es así porque si el estado no impide la entrada, las ganancias altas de las firmas con poder de mercado atraen a nuevos entrantes y nueva competencia, de la misma forma que la miel atrae a las hormigas. Como lo expresé en el décimo punto de mi artículo “Ten Pillars of Economic Wisdom”10, parafraseando a Stigler, “La competencia es una melaza resistente, no una flor delicada”.
Stigler se centró en la competencia de precios, pero el difunto economista austriaco Joseph Schumpeter enfatizó lo que vio, correctamente, como una fuente aun más importante de la competencia. Schumpeter escribió:
“En la realidad capitalista, diferente a su imagen en los libros de texto, no es ese tipo de competencia la que cuenta, sino la competencia que surge de la nueva mercancía, la nueva tecnología, la nueva fuente de suministros, el nuevo tipo de organización (la unidad de control a mayor escala por ejemplo) —competencia que posee un costo decisivo o una ventaja en calidad, y que ataca, no los márgenes de las ganancias y las producciones de las firmas existentes, sino sus cimientos y sus vidas mismas”.11
El término memorable de Schumpeter para este tipo de competencia fue “destrucción creativa” –“creativa” porque la nueva mercancía, tecnología, etc., creaba un nuevo producto o servicio y “destrucción” porque destruía al viejo. Piense de nuevo en Rockefeller. Creó un kerosene más seguro y un oleoducto para transportar su petróleo. Haciendo esto, destruyó a muchos competidores pequeños –y benefició a los consumidores estadounidenses. Nos convendría tener más “barones ladrones” como estos.

Los barones ladrones: ni barones ni ladrones

David R. Henderson explica que los supuestos "barones ladrones" como John D. Rockefeller y Cornelius Vanderbilt no crearon monopolios, sino que más bien los destruyeron beneficiando a los consumidores estadounidenses con precios más bajos.
David R. Henderson es un académico de investigación de la Hoover Institution de Stanford University y un profesor asociado de economía en la Escuela de Posgrado de Negocios y Políticas Públicas de la Escuela Naval de Posgrado en Monterey, California.
Uno de los mitos más comunes acerca de la libertad económica es que, inevitablemente, conduce a monopolios. Pregunte a las personas por qué creen eso y la probabilidad de que apunten a los trusts de finales del siglo XIX que obtuvieron grandes cuotas de mercado en sus industrias será alta. Estos trusts son el principal ejemplo para la mayoría de las personas que sostienen este punto de vista. Pregunte por los nombres específicos de los villanos que dirigían estos trusts y es probable que apunten a personas tales como Cornelius Vanderbilt y John D. Rockefeller. Incluso tienen una etiqueta para Vanderbilt, Rockefeller y otros: barones ladrones.


Monday, June 27, 2016

Mentira y engaño en Latinoamérica

Ángel Soto recuerda a sus 40 años un libro poco usual, Del buen salvaje al buen revolucionario y la vida de su autor venezolano, Carlos Rangel.

Ángel Soto es Profesor dela Facultad de Comunicación de la Universidad de los Andes (Chile).
Hace cuarenta años, en 1976, se publicó la primera edición de un libro distinto, poco usual —dice el editor— en el panorama ensayístico latinoamericano en el que se hace una descripción de los mitos y realidades de nuestros continente, que más bien parece seguir empantanado en las “venas abiertas”. Me refiero al trabajo del venezolano Carlos Rangel, cuyo título es Del buen salvaje al buen revolucionario (Caracas, 1976).



Su autor, nacido en 1929 fue periodista, diplomático y escritor. Un intelectual latinoamericano del siglo XX, es decir, un hombre que vivió el corto siglo XX y la lucha ideológica, educado en EE.UU. y Francia. A lo largo de su carrera escribió innumerables artículos y entre sus libros también destaca El tercermundismo (1982) y Marx y los socialismos reales y otros ensayos, escrito el mismo año de su muerte en 1988.
No pasa desapercibido que el texto que comentamos se inicia con una cita de Ortega y Gasset: “Todo el que en política y en historia se rija por lo que se dice, errará lamentablemente”. Frase que mantiene plena vigencia y que da cuenta de los mitos permanentes de nuestra discusión política. Desde seguir culpando a los españoles de nuestra pobreza hasta el abuso norteamericano, pasando por la redistribución de la riqueza y la educación gratuita para todos, etc. Discurso que —como bien se cita a Octavio Paz— nos recuerda que “la mentira se instaló en nuestros pueblos casi constitucionalmente… Nos movemos en la mentira con naturalidad… De ahí que la lucha contra la mentira oficial y constitucional sea el primer paso de toda tentativa seria de reforma” (p. 9). El propio Paz —citado por Rangel— en El laberinto de la soledad dice que mentimos por placer y que ésta posee “una importancia decisiva” en la vida cotidiana del latinoamericano: en el amor, la amistad, la política (Gota a Gota: Madrid, 2007, p. 122).
¡Que gran verdad!. Latinoamérica es presa de esa otra consigna, menos ideológica, pero tan dañina que es: “miente, miente que algo queda”.
En la 11ª edición Del Buen salvaje al buen revolucionario, publicada en 1992, el intelectual Jean-Francois Revel escribe en el prólogo, que ha sido la propia Europa la que ayudó a construir ese mito del estado de naturaleza abusado a partir de sus propias necesidades de aventuras, sueños y exotismo, y que esas imágenes las hemos proyectado cristalizándolas en la idea de la Latinoamérica revolucionaria del siglo XX (Monte Ávila: Caracas, 1992, p. 12), nunca mejor representadas en el mítico barbudo cubano de comienzos de los 60 con Fidel Castro y Ernesto “Che” Guevara y que podemos proyectar hasta el mexicano Sub comandante Marcos en Chiapas, mientras que por otro lado podría hacerse extensiva al fundamentalismo ecológico. Siempre me he preguntado cuánto de convencimiento real hay en esto último y cuánto hay de impulso (y financiamiento) desde el mismo mundo desarrollado que no quiere ver amenazado su dominio del mercado.
Si Latinoamérica es occidente o no, es un tema que discutiremos en otra columna de estos Fragmentos, pero lo que sí es importante afirmar aquí —siguiendo a Revel— es que el subdesarrollo de la región es ante todo político más que económico (p.17). Ahí esta la cuestión fundamental del asunto. Yo me permitió agregar, cultural.
¿Quién creería que el desarrollo llegará al momento de alcanzar los U$25.000 per cápita? Sí, alguien aludirá a la desigualdad del ingreso, mientras unos ganan U$60.000 otros quizás ganan U$3.000, pero eso nos dejaría empantanados en la planilla excel que hemos criticado en otros lugares.
En octubre del 2007, se publicó en España una nueva edición de este libro, que incluyó un prólogo del colombiano Plinio Apuleyo Mendoza donde enfatizó que estamos dirigidos por la mentira, calificando a Rangel como un “aguafiestas, un provocador y desde luego para los marxistas de todo pelaje un reaccionario” (Gota a Gota: Madrid, 2007, pp. 14-16). Y como no, si el venezolano fue uno de esos hombres que se anticipan a su tiempo en ideas, son políticamente incorrectos, van de frente y dicen las cosas cara a cara —algo difícil de encontrar en nuestra región donde el apuñalamiento por la espalda es el deporte de cada día— pero inevitablemente, al final de los días, tienen razón —y como bien dice Apuleyo— lo consiguen “porque se apoyan en la realidad y no en los mitos”.
Uno de ellos: ¿Quién podría identificar un solo caso de progreso económico en la historia del mundo a causa del socialismo? ¿Quién podría señalar un caso de éxito que no sea fruto de haber optado por el camino de la libertad política y económica, es decir, de la democracia y el mercado?
Sin embargo seguimos creyéndole a los populistas y a los vendedores de milagros. A parlanchines que buscan refundar de manera permanente nuestros países dictando nuevas constituciones como si ese fuera el problema, cuando la verdadera razón del atraso esta en que “buscamos culpables distintos a nosotros mismos”, y en ese camino “hemos adobado mentiras redentoras” (Gota a Gota: Madrid, 2007, p. 21).
Que paradójico resulta que en 1976 fue escrito en una Venezuela radicalmente distinta a la actual, ¿es que quizás se observaron señales que no se quisieron ver?
Son muchos los temas que se abordan —e invito al lector a leer el libro completo, no se arrepentirá— pero no puedo dejar de mencionar el capítulo “Héroes y traidores”.
¿Qué nos paso en el origen de nuestros procesos de independencia? Escasas libertades, precariedad jurídico-institucional, caudillismo y —sobre todo— traición, envidia y mentira. El “tirar hacia abajo a quien le va bien”, idea que con distintas expresiones esta presente en todo el continente y sin embargo ¿no hay acaso mayor dolor que el causado por la traición? El puñal por la espalda en esos proyectos en los que nos ilusionamos en conjunto, ponemos el alma, pero que sin embargo la soberbia, el egoísmo, la envidia y el oportunismo del mediocre terminan por destruir. Eso, en parte, es la historia de Latinoamérica.
Hace diez años, cuando se cumplieron los 30 de la publicación del libro de Rangel, el escritor Carlos Alberto Montaner se preguntaba por qué los venezolanos, y especialmente su clase dirigente, que tuvo la oportunidad de leer este libro, cayó igualmente en el chavismo, la “quintaesencia del tercermundismo denunciado en este libro”. La respuesta fue, porque como suele suceder, se le percibió “como una argumentación ideológica sin conexión con la realidad”, aunque tal vez, por sobre todo, fue una “advertencia contra el aventurismo político de la izquierda colectivista” (p. 435), que un sector de la clase dirigente no quiso ver, obnubilados por la riqueza, por la confianza en que el futuro estaba asegurado y por sobre todo ninguneando las ideas, a la intelectualidad.
Hoy, diez años más tarde, y a 40 años de su publicación, debiera volver a servir, no sólo a los venezolanos, sino que a todos los latinoamericanos, a repensar que no podemos seguir siendo víctimas del engaño, la mentira y de la traición.

Mentira y engaño en Latinoamérica

Ángel Soto recuerda a sus 40 años un libro poco usual, Del buen salvaje al buen revolucionario y la vida de su autor venezolano, Carlos Rangel.

Ángel Soto es Profesor dela Facultad de Comunicación de la Universidad de los Andes (Chile).
Hace cuarenta años, en 1976, se publicó la primera edición de un libro distinto, poco usual —dice el editor— en el panorama ensayístico latinoamericano en el que se hace una descripción de los mitos y realidades de nuestros continente, que más bien parece seguir empantanado en las “venas abiertas”. Me refiero al trabajo del venezolano Carlos Rangel, cuyo título es Del buen salvaje al buen revolucionario (Caracas, 1976).


La hora de Venezuela

La hora de Venezuela

Por Álvaro Vargas Llosa
Algo cambió -un poco, pero cuánto es ese poco- en el hemisferio sur en relación con Venezuela el 23 de junio. Ese día, a regañadientes, forzados por un secretario general que había invocado la Carta Democrática Interamericana en un informe presentado al Consejo Permanente el 30 de mayo, los países miembros de la Organización de Estados Americanos se reunieron para discutir el caso de Venezuela. Doce países aliados de Caracas trataron de impedirlo (y dos se abstuvieron), pero una amplia mayoría -un total de 20 países- aprobó el pedido de que se ventilara el informe de Luis Almagro.


En la larga lucha por incrustar el caso venezolano en la conciencia mundial, esto, a pesar de que no se llegó a conclusiones rotundas, representa un hito. El que la reunión no haya derivado en una suspensión de Venezuela, como según políticos y periodistas mal informados se pretendía, no tiene nada que ver con un fracaso de Almagro o quienes lo apoyan. Tiene que ver con el hecho de que ese no era, ni podía en caso alguno ser, el propósito de la reunión. El que no hubiese conclusiones concretas obedece a que la propia América Latina atraviesa por una transición lenta hacia algo mejor, pero todavía no se lo cree demasiado.
La Carta Interamericana prevé una serie de mecanismos para enfrentar una alteración del orden constitucional en un país que es miembro de la OEA. Están comprendidos entre los artículos 17 y 22. El proceso previsto es gradual, muy cuidadoso de las formas y de la soberanía del país afectado. Si, como ha ocurrido en este caso, el secretario general pide una reunión del Consejo Permanente invocando la Carta, hay muchas posibilidades. La de mayores consecuencias es el uso de lo “buenos oficios” de la OEA para que el país donde se ha producido la alteración restablezca la democracia bajo el estado de derecho. Si la misión fracasa, el Consejo puede pedir una reunión de la Asamblea General, que a su vez debe decidir qué hacer, incluyendo la posibilidad de nuevas gestiones diplomáticas. Si también esto fracasa, entonces la Asamblea General, y sólo ella, puede proceder a suspender al país afectado.
Nunca estuvo, pues, en el tapete la suspensión de Venezuela en esa reunión. La votación importante era la que ganó Almagro por 20 votos contra 12 (más dos abstenciones) para que un Consejo Permanente reacio a meterle el diente al amargo bocado venezolano debatiera su informe. Una vez logrado este triunfo, estaba salvada la jornada.
Que el secretario general haya ofrecido en su presentación un catastro verdaderamente terrorífico del daño que el régimen dictatorial ha infligido a las instituciones y al pueblo del país llanero supone un salto cualitativo. Estos no eran los adversarios del chavismo, ni el imperialismo yanqui, ni un pelele de la CIA: más bien, un ex canciller uruguayo perteneciente a la izquierda moderada que desde la importante tribuna que ahora ocupa le decía al mundo: basta de complicidad con un régimen que avergüenza a América. Citó, para más deshonra de quienes se habían negado hasta ahora a permitir que Venezuela fuera objeto de debate en el contexto de la invocación de la Carta Democrática, al arzobispo Desmond Tutu, héroe de la lucha contra el apartheid en Sudáfrica: “Si eres neutral en situaciones de injusticia, has elegido el lado del opresor”.
Ni el informe del secretario general del 30 de mayo, ni su presentación ante el Consejo Permanente el 23 de junio, fueron un acto de injerencia indebida. Ni Almagro pidió ni hubiera podido pedir la ocupación de Venezuela o el derrocamiento violento del régimen, pues la Carta Democrática ciñe muy cuidadosamente el estrecho perímetro de las medidas que está permitido adoptar. Sólo pidió, con escrupuloso apego a los mecanismos del derecho internacional, en este caso el interamericano, que los gobiernos asuman el caso venezolano, hagan gestiones, denuncien los atropellos y, por supuesto, apoyen una salida constitucional. Constitucional: acorde con la ley de leyes del propio régimen chavista. Me refiero, por supuesto, al referéndum revocatorio que  la oposición venezolana ha solicitado que se lleve a cabo según lo prevé la Constitución de ese país.
No hay, pues, reproche alguno que hacer a Almagro o al Consejo Permanente en cuanto a la presentación del informe y la decisión de debatirlo.
La Carta, suscrita el 11 de septiembre de 2001, se creó precisamente para casos como el venezolano, puesto que su inmediata fuente de inspiración fue el Perú, que acababa de transitar de un régimen autoritario producto de un golpe dado por el propio gobierno a una democracia bajo estado de derecho. Si uno se toma el trabajo de echar un vistazo al texto de la Carta, verá la larga sucesión de documentos que cita para justificarse a sí misma, es decir para invocar la necesidad de que la OEA actúe frente a un caso de alteración del orden democrático.
Desde la Carta fundacional de la organización hasta las cláusulas democráticas de todos los mecanismos de integración regionales y subregionales, y desde la Convención Americana sobre los Derechos Humanos hasta la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, el armazón jurídico de que dispone la OEA para no ser cómplice o neutral frente a una dictadura es poderoso. De él se agarró con uñas y dientes la OEA, como se lee en el propio texto, a la hora de redactar su Carta Democrática Interamericana. Por tanto, las acusaciones que vienen de Caracas, La Paz, Quito o Managua contra lo que hizo Almagro y lo que se vio obligado a hacer finalmente el Consejo Permanente al discutir su informe carecen de todo fundamento.
Es de por sí un logro haber llegado hasta aquí aun cuando la reunión acabara sin una decisión firme de tomar medidas inmediatas. La conducta de América Latina, no lo olvidemos, ha sido triste en el caso de Venezuela. Incluso las democracias más avanzadas del hemisferio, como Estados Unidos y Canadá, se han visto en años recientes sumamente limitadas en su capacidad de acción precisamente porque no querían ser más papistas que el Papa: si ellas se descolgaban del resto del hemisferio en este asunto, todo el esfuerzo de la administración Obama para dejar atrás la época de la injerencia indebida en los asuntos internos de los países vecinos iba a caer en saco roto. Incluso esta semana hemos visto cómo Tom Shannon, quizá el diplomático estadounidense mejor informado sobre la región y uno de los más críticos con Venezuela, ha tenido que ir a Caracas a tratar de hacer migas con Nicolás Maduro por encargo de Washington. El ecosistema político en el que se mueve Estados Unidos hoy en la región -además del legado de Obama- exige evitar una confrontación que los latinoamericanos no llevan en el pecho.
Hay hoy en América Latina una mayoría no sólo de gobiernos democráticos sino también de mandatarios que han expresado con claridad, en diversos momentos, su malestar -a veces indignación- por la barbarie que el   chavismo inflige al pueblo de ese país. Ello, gracias a los cambios de tendencia que las últimas elecciones han marcado, especialmente en Argentina, y los cambios de gobierno, incluido el de Brasil. Pero esta suma matemática no ha tenido ni tendrá en lo inmediato una traducción en el sistema interamericano como tal, ni en ninguno de los otros mecanismos -Mercosur, Unasur, etc.- existentes. En parte se debe a que algunas de esas instancias todavía no reflejan del todo el cambio regional por su composición limitada, y en parte a que hay una diferencia entre la retórica y la acción. Los gobiernos democráticos ya no le tienen tanto miedo a decir que en Venezuela hay atropellos o que Leopoldo López es un preso político, pero persiste el miedo a tomar decisiones en instancias internacionales.
Las razones varían según el caso. Ya se ha dicho mucho, por ejemplo, que Argentina, a pesar de la posición pública del Presidente Macri ante lo que sucede en Venezuela, está limitada por el deseo de que su canciller ocupe la Secretaría General de la ONU tras el fin del mandato de Ban Ki-moon. O se da el hecho de que algunos países de la izquierda democrática creen que en política exterior deben efectuar gestos ideológicos que ya en casa no pueden permitirse. O se teme que Venezuela, en coordinación con la izquierda local, desestabilice al gobierno que se atreva. Y así sucesivamente.
Por todo esto hay que medir lo ocurrido en la OEA esta semana no en función de si se suspendió o no a Venezuela, algo que era imposible en cualquier caso a esas alturas, sino en función de lo que se ha avanzado respecto del pasado. El Consejo Permanente debatió un informe de su máxima instancia individual (la Asamblea General lo es como órgano institucional, pero el secretario general lo es como persona) en el que se dice que la culpa de la brutal pauperización de la sociedad venezolana no la tiene nadie que no sean las propias autoridades del país; que allí se tortura, se encarcela y se exilia a los opositores; que los medios de comunicación son víctimas de abusos y violencias múltiples; que la Asamblea Nacional ha sido reducida a la nada por un Tribunal Supremo instrumentalizado por el gobierno, y que las autoridades electorales han incumplido la ley tratando de impedir el referéndum revocatorio.
Todo esto se ha debatido en el contexto de una Carta Democrática que la OEA se había negado hasta ahora, sistemáticamente, a invocar. ¿Cómo no va a ser esto un triunfo importante de quienes llevan años clamando por un poco de atención y compasión?
Falta mucho para que esto lleve la democracia a Venezuela. Por lo pronto, se está optando por el diálogo y las gestiones diplomáticas de ex mandatarios cercanos a Caracas a fin de encontrar una vía negociada hacia algo mejor. ¿Pero qué? Para muchos países, como quedó claro en el debate, sólo el referéndum revocatorio es la vía. Para otros, que fueron más ambiguos, lo es cualquier cosa que se pacte en una mesa. Y para un grupo minoritario pero bullanguero, el único diálogo que interesa es el que controlen Maduro y sus secuaces. Es evidente que Maduro no dialogará en serio y que la oposición, que lleva casi dos décadas oyendo hablar de diálogo cada vez que se perpetra una barbaridad contra el estado de derecho, no dará su aval a nada que no sea un referéndum revocatorio.
Por tanto, Venezuela está muy lejos de una solución. Pero Almagro y compañía seguirán reuniendo armas para volver a la carga en el futuro cercano, pues un agravamiento de todo lo que hay en su informe difícilmente podrá ser, después del precedente que se ha establecido esta semana, ignorado. La Carta seguirá gravitando sobre Caracas ominosamente aun si los mecanismos que conducen a la suspensión no están en marcha.
Mientras tanto, continuarán las muertes, los saqueos, el hambre, los abusos. Hasta que un buen día ese régimen oprobioso desaparezca y no será América Latina, ciertamente, la que podrá jactarse de haber facilitado la transición hacia algo mejor.  A pesar de Almagro y sus buenos oficios.

La hora de Venezuela

La hora de Venezuela

Por Álvaro Vargas Llosa
Algo cambió -un poco, pero cuánto es ese poco- en el hemisferio sur en relación con Venezuela el 23 de junio. Ese día, a regañadientes, forzados por un secretario general que había invocado la Carta Democrática Interamericana en un informe presentado al Consejo Permanente el 30 de mayo, los países miembros de la Organización de Estados Americanos se reunieron para discutir el caso de Venezuela. Doce países aliados de Caracas trataron de impedirlo (y dos se abstuvieron), pero una amplia mayoría -un total de 20 países- aprobó el pedido de que se ventilara el informe de Luis Almagro.

Saturday, June 18, 2016

América Latina debe descartar el “empresario villano” para progresar

Crear una cultura de emprendimiento resultará la mejor forma de hacer algo por nuestros países latinoamericanos

(Pixabay) empresario
La idea que mucha gente tiene sobre el empresario, en general, es la de una persona avara, injusta y corrupta. Sin embargo esto no es así. (Pixabay)
En América Latina, ser empresario se ha vuelto una tarea difícil. Además de la terrible burocracia, una increíble cantidad de trámites gubernamentales y el altísimo nivel de impuestos que los gobiernos exigen para poder operar, los empresarios tienen que lidiar diariamente con la opinión pública.
La idea que mucha gente tiene de un empresario es la de una persona avara, injusta, corrupta y que consigue lo que quiere a través de la explotación de recursos y personas, sin importar las consecuencias que esto traiga al bien común.



La realidad es que las empresas son la única fuente de riqueza de las sociedades. Las empresas generan la riqueza y las condiciones para que sus clientes obtengan beneficios, para que sus empleados tengan un modo honesto y productivo de vivir, e incluso para que los estados, a través de la recaudación de impuestos y diversas tarifas, obtengan recursos para llevar a cabo los programas gubernamentales y para pagar los salarios de los funcionarios públicos.
Sin empresas no tendríamos los productos de consumo ni las cadenas de suministro, no habría empleos y no habría a quién cobrarle impuestos. De ese tamaño es el rol que juegan las empresas en las sociedades de hoy.
Es verdad que existen casos de empresarios que son inaceptables. Algunos ejemplos de situaciones indeseables que involucran a empresarios son:
  • LOBBYING: es una práctica muy común en la que un empresario o grupo de empresarios con cierta cantidad de poder buscan influir en la administración pública para obtener favores o leyes que los beneficien, sin importar en realidad si el resultado es nocivo para el resto de la ciudadanía. Un ejemplo muy reciente a nivel mundial es el lobbying que los taxistas están tratando de aplicar sobre los creadores de leyes para prohibir la presencia de UBER.
  • CORRUPCIÓN: comprar licitaciones o pagar por obtener licencias o servicios especiales de la Administración Pública es una práctica muy común entre ciertos grupos de empresarios. Basta con recordar el caso de la “casa blanca” en México, en el cual la empresa HIGA y el presidente Enrique Peña Nieto ejemplificaron claramente cómo pueden asignarse contratos multimillonarios con base en favores o acuerdos por debajo de la mesa.
  • FRAUDE: es un engaño económico con la intención de conseguir un beneficio y en el cual invariablemente habrá algún tercero perjudicado, normalmente, el cliente. Suele venir de la mano de la corrupción, ya que para poder engañar a la gente muchas veces se cuenta con documentos gubernamentales que supuestamente avalan la fiabilidad de las empresas, pero que en realidad fueron conseguidas de manera desleal a través de procesos corruptos.
  • CARTELIZACIÓN: ocurre cuando varias empresas que, en teoría, deberían competir entre sí, se unen y fijan precios y otros criterios que terminan por afectar la calidad de los productos y servicios, con consecuencias negativas para los bolsillos de sus consumidores.
Estos son sólo algunos ejemplos de situaciones de las que son normalmente acusados los empresarios en América Latina. Si nos detenemos a analizar un poco, encontraremos que todas estas situaciones son un hilo con dos puntas donde una es representada por los empresarios y la otra, generalmente, por los gobiernos.
En un estudio reciente del IMCO (Instituto Mexicano para la Competitividad) se reveló que cerca del 46% de empresarios han recibido ofertas de negocios con el gobierno a cambio de sobornos o tajadas de los contratos que se obtendrían.
Una solución en la que tenemos que trabajar como sociedad es fortalecer el estado de derecho. Mientras no existan mecanismos que garanticen la transparencia y la legalidad de los procesos gubernamentales, los incentivos para actuar correcta y legalmente serán nulos. Es decir, mientras siga siendo más rentable ser cercanos o ganarse la voluntad de funcionarios públicos, que ser una empresa eficiente y productiva, seguiremos generando justo el tipo de empresarios que dañan a la sociedad.
Un sector importante tiende a culpar al mercado de todos los males que nos acosan como sociedad, como si el mercado fuera un ente o un grupo de personas malvadas planeando cómo perjudicar nuestras vidas. El mercado no es otra cosa más que la suma de decisiones que como individuos tomamos en nuestro día a día. Si la marca “X” tiene mucha más presencia en el mercado que la marca “Y”, es porque los consumidores la prefieren dado que su producto es mejor, más barato y sus procesos de marketing han sido más exitosos.
Tendemos a pensar que a mayor regulación mejores serán los servicios y productos que las empresas nos ofrecen. Lo que no consideramos es que los primeros afectados por una regulación excesiva son aquellos pequeños nuevos competidores que, para comenzar a operar, tendrán que conseguir permisos y cumplir una serie de incontables requisitos que en teoría mejorarán la calidad de los servicios, pero que en realidad sólo encarecerán sus procesos de arranque como nuevos empresarios.
Por último, el tema de la educación y el ideario cultural que tenemos es otro asunto de vital importancia. Mientras sigamos demonizando la imagen del empresario estaremos robando a nuestras sociedades una cantidad incontable de posibilidades de creación de riqueza y desarrollo.
Tenemos que fomentar el emprendedurismo entre los más jóvenes. Tenemos que facilitarles la vida, pedir menos regulaciones, menos impuestos, y dejar de fomentar la idea de que ser empresario tiene fines desleales.
Tenemos que crear la cultura de que un emprendedor es alguien que ve posibilidades cuando otros ven imposibilidades, toma riesgos, se mantiene centrado sabiendo que nada o casi nada es imposible, posee una gran pasión por lo que hace y sabe que está contribuyendo a algo mucho más grande que él mismo.
Sólo entonces entenderemos que la mejor manera de hacer algo por nuestro país es emprender. En México necesitamos menos burócratas, menos gente dependiente del gobierno, menos “luchadores sociales” y muchos más emprendedores que se atrevan a crear, a ser productivos y a seguir sus sueños.

América Latina debe descartar el “empresario villano” para progresar

Crear una cultura de emprendimiento resultará la mejor forma de hacer algo por nuestros países latinoamericanos

(Pixabay) empresario
La idea que mucha gente tiene sobre el empresario, en general, es la de una persona avara, injusta y corrupta. Sin embargo esto no es así. (Pixabay)
En América Latina, ser empresario se ha vuelto una tarea difícil. Además de la terrible burocracia, una increíble cantidad de trámites gubernamentales y el altísimo nivel de impuestos que los gobiernos exigen para poder operar, los empresarios tienen que lidiar diariamente con la opinión pública.
La idea que mucha gente tiene de un empresario es la de una persona avara, injusta, corrupta y que consigue lo que quiere a través de la explotación de recursos y personas, sin importar las consecuencias que esto traiga al bien común.