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Wednesday, November 30, 2016

Los cuatro aforismos de Adam Smith sobre la política tributaria

Paul Mueller describe los cuatro principios que Adam Smith consideraba que debían guiar una buena política tributaria.

Paul Mueller es un profesor asistente de economía en King's College. Completó su maestría y Ph.D. en George Mason University. También tiene un título de economía y filosofía política de Hillsdale College. Ha publicado varios artículos en publicaciones académicas incluyendo al Adam Smith Review y el Review of Austrian Economics.
Adam Smith dedicó una porción significativa de La riqueza de las naciones al asunto de la tributación. ¿A quién se le deberían cobrar impuestos, cuánto, con qué propósito y de qué manera? Las primeras páginas de la segunda parte del Libro V delinean los principios de Smith, o sus aforismos, acerca de la tributación. El resto de esa sección examina políticas tributarias históricas a lo largo de Europa y cómo estas frecuentemente fracasaban en cumplir con estos aforismos.



Smith argumentaba que los impuestos deberían ser proporcionales al beneficio que una persona recibe de vivir en sociedad. Debería haber proporcionalidad a lo largo de los niveles de ingreso y de las fuentes de ingreso como la renta, las ganancias y los salarios. En un punto Smith si menciona que hacer que algunos impuestos recaigan desproporcionadamente sobre los ricos, tales como los impuestos sobre los bienes de lujo, no es algo tan malo. Pero enfatiza la proporcionalidad como el principio general: “Los súbditos de cualquier estado deben contribuir al sostenimiento del gobierno en la medida de lo posible en proporción a sus respectivas capacidades; es decir, en proporción al ingreso del que respectivamente disfrutan bajo la protección del estado”.
Smith utiliza la analogía de una empresa conjunta para comparar la tributación a “el gasto de la administración de una gran finca para los copropietarios, que están obligados a contribuir en proporción a sus intereses respectivos en dicha finca”. Los contribuyentes son como accionistas. Accionistas más importantes en una empresa contribuyen más mientras que los accionistas menos importantes contribuyen menos. Esto suena similar a la teoría de Nozick de un estado privado o a otras propuestas de libertarios de hacer de las municipalidades algo más parecido a los hoteles. Como indiqué en mi discusión inicial de Smith y el libertarismo, sin embargo, Smith concede que los estados deberían hacer muchas cosas que minimalistas como Nozick o anarquistas como Rothbard rechazarían.
El segundo aforismo de Smith es que “El impuesto que cada individuo debe pagar debe ser cierto y no arbitrario. El momento del pago, la forma del mismo, la cantidad a pagar, todos deben resultar meridianamente claros para el contribuyente y para cualquier otra persona”. Tener impuestos conocidos y predecibles permite que la gente calcule y planifique mejor. Las reglas claras del juego fomentan más inversión, productividad e innovación. El tema de la predictibilidad lo trata ampliamente Hayek en varios trabajos, pero más claramente en su discusión acerca del Estado de Derecho en la Constitución de la libertad.
Sin leyes tributarias claras y predecibles, el riesgo de abuso por parte de los recaudadores de impuestos aumenta rápidamente. El código tributario laberíntico y los recientes abusos por parte del IRS (Servicio de Rentas Internas, por sus siglas en inglés) muestra la verdad y premonición de los aforismos de Smith. Con leyes tributarias complejas y arbitrarias: “cada persona sujeta al impuesto se halla en cierta medida en manos del recaudador, que puede aumentar el impuesto sobre algún contribuyente molesto o arrancarle, por su terror ante tal incremento, alguna propina o regalo”.
En cambio, el tercer aforismo de Smith es que los impuestos deberían ser fáciles y convenientes para el contribuyente. Esto significa que “Todos los impuestos deben ser recaudados en el momento y la forma que probablemente resulten más convenientes para el contribuyente”. En este sentido, al menos, considero que Smith aplaudiría las retenciones automáticas —aunque quizás las rechazaría por cómo permite que los gobiernos cobren impuestos a la gente más allá de lo que ellos se dan cuenta.
El cuarto aforismo de Smith acerca de la buena política tributaria es limitar las pérdidas de “peso muerto” o eficiencia: “Todos los impuestos deben estar diseñados para extraer de los bolsillos de los contribuyentes o para impedir que entre en ellos la menor suma posible más allá de lo que ingresan en el tesoro público del estado". Él utiliza la palabra “extraer” para referirse al dinero tomado de la gente e “impedir” para referirse al ingreso no realizado debido a las cargas tributarias, las distorsiones y los desincentivos. Él describe cuatro formas en las que los impuestos pueden crear pérdidas de eficiencia. Primero, está el costo de contratar recaudadores de impuestos para recaudar y procesar los impuestos. Mientras más gasta un país pagándole a gente para recaude sus impuestos, menos recaudación adicional tendrá para gastar en otras áreas. Segundo, los impuestos pueden desalentar la industria. Los impuestos altos o los impuestos sobre las industrias con una demanda altamente elástica resultarán en una producción menor y quizás incluso una menor recaudación a lo largo del tiempo. Tercero, las tasas impositivas ruinosas fomentarán la evasión tributaria y la actividad en el mercado negro. Cuarto, pagar impuestos es simplemente molestoso y oneroso. Esta cuarta categoría puede ser la pérdida de eficiencia más grande en EE.UU. hoy, conforme decenas de miles de personas son empleadas como contadores tributarios y abogados tributarios. Además, contribuyentes individuales gastan millones de horas cada año en declarar impuestos. Estos costos claramente son costos de eficiencia y reducen la eficiencia económica.
Los aforismos de Smith acerca de la buena tributación no son tan novedosos hoy como lo eran cuando los escribió. Muchos economistas están de acuerdo de que impuestos más sencillos y justos promoverán el crecimiento económico. Pero dada la complejidad, obscuridad, y arbitrariedad de nuestro actual código tributario, nunca hace mal recordarle a la gente que hemos sabido acerca de los buenos principios de la tributación por cientos de años. Todo estaba allí en lo que escribió Adam Smith.

Los cuatro aforismos de Adam Smith sobre la política tributaria

Paul Mueller describe los cuatro principios que Adam Smith consideraba que debían guiar una buena política tributaria.

Paul Mueller es un profesor asistente de economía en King's College. Completó su maestría y Ph.D. en George Mason University. También tiene un título de economía y filosofía política de Hillsdale College. Ha publicado varios artículos en publicaciones académicas incluyendo al Adam Smith Review y el Review of Austrian Economics.
Adam Smith dedicó una porción significativa de La riqueza de las naciones al asunto de la tributación. ¿A quién se le deberían cobrar impuestos, cuánto, con qué propósito y de qué manera? Las primeras páginas de la segunda parte del Libro V delinean los principios de Smith, o sus aforismos, acerca de la tributación. El resto de esa sección examina políticas tributarias históricas a lo largo de Europa y cómo estas frecuentemente fracasaban en cumplir con estos aforismos.


Friday, October 21, 2016

Google es un producto del capitalismo

Juan Ramón Rallo explica que Google no es un producto de la política industrial de EE.UU., sino de un marco institucional que fomenta la competencia, el capitalismo.
Juan Ramón Rallo es Director del Instituto Juan de Mariana (España) y columnista de ElCato.org. Juan Ramón obtuvo el tercer lugar en nuestro primer concurso de ensayos, Voces de Libertad 2008.
La popular economista italiana Mariana Mazzucato publicó en 2013 su conocidísimo libro El Estado emprendedor, donde argumenta que el notable progreso técnico que ha experimentado Occidente a lo largo de las últimas décadas es esencialmente un subproducto de la gerencia estatal de la innovación. Por ello, Mazzucato apuesta por un papel directo y activista del Estado a la hora de dirigir, como si de un empresario cuasi-monopolista se tratara, el progreso científico dentro de nuestras sociedades: la historia nos demuestra que sólo en aquellos países donde el Estado se encarga de capitanear la investigación se producen avances tecnológicos verdaderamente disruptivos y notables.



Probablemente, uno de los ejemplos de innovación estatal que más llaman la atención dentro de su polémico libro sea el de Google. De acuerdo con Mazzucato, sin la política industrial de EE.UU., Google jamás habría llegado a nacer. Según expresa en su obrra: “El propio algoritmo que está en la base del motor de búsqueda de Google fue descubierto a través de un proyecto financiado por un organismo estatal como la US National Science Foundation”. Dicho de otra forma, para Mazzucato, Google no es un producto del capitalismo, sino del intervencionismo estatal.
Tales conclusiones no pasan, sin embargo, de la categoría de tergiversación estatólatra. Por fortuna, el Instituto Juan de Mariana dedica su último y pormenorizado informe a refutar, desde todas las perspectivas posibles, el muy extendido argumentario de Mazzucato. Y, evidentemente, también procede a tumbar la falacia de que Google fue engendrado gracias a la política industrial del Estado.
Así, en el informe “Mitos y Realidades del Estado emprendedor: ¿realmente es el Estado el impulsor de la investigación básica y la innovación?” (disponible gratuitamente en internet), el Instituto Juan de Mariana explica que, en realidad, la financiación estatal que recibieron Larry Page y Sergey Brin durante su etapa como doctorandos no jugó ningún papel relevante a la hora de contribuir a crear Google. Primero porque durante los 90 se desarrollaron, sin ningún tipo de financiación estatal, multitud de motores de búsqueda alternativos para internet, algunos con algoritmos muy similares al PageRank de Google (por ejemplo, el Rankdex): por tanto, si Google no hubiera triunfado, es obvio que alguno de sus muchos otros competidores lo habría terminado logrando. En suma: aun cuando el Estado hubiese dado un impulso decisivo a la compañía de Mountain View, lo único que habría logrado es privilegiarla injusta e innecesariamente a costa de sus rivales.
Pero es que, en segundo lugar, ni siquiera cabe pensar en que tales ayudas desempeñaran un rol mínimamente determinante. A la postre, el programa estatal mediante el cual se canalizó la financiación pública en 1994 a los creadores de Google —la Digital Libraries Initiative—no tenía como propósito desarrollar motores de búsqueda para internet, sino explorar la creación de catálogos virtuales de bibliotecas: y ni siquiera cabe pensar que, al menos, esa idea estimulara a Brin y Page a explorar métodos de clasificación de contenidos que acabaran cristalizando en el PageRank, pues el propio Page ya había orientado previamente sus tesis doctoral al estudio de las propiedades matemáticas de la web, lo que sí terminaría desembocando en el algoritmo de Google.
En otras palabras, la ayuda que ambos emprendedores recibieron del Estado fue completamente redundante e innecesaria para el desarrollo de Google. No así el capital privado que a modo de inversión fueron captando a partir de 1998 y que les permitió convertir una buena idea —el PageRank— en un negocio escalable y extremadamente útil para los usuarios de internet: inversores que van desde Andy Bechtolsheim y Ram Shriram, quienes comenzaron arriesgando los primeros 100.000 dólares en la empresa, hasta los fondos de capital riesgo Sequoia Capital y Kleiner Perkins Caufield & Byers que ya en 1999 se lanzaron a invertir 25 millones de dólares. Sin olvidar, claro está, la importantísima inyección de ahorro minorista que recibió la compañía con su salida a bolsa en 2004 a 85 dólares la acción (hoy supera los 800). Sin ellos —o sin otros inversores como ellos— Google no existiría en la actualidad.
Así pues, resulta absurdo, descabellado y manipulador sugerir que Google surge de la taimada política industrial de un iluminado planificador central. No, Google es el resultado de un proceso de competencia fuertemente descentralizado que empuja a cada unidad empresarial a mejorar continuamente: centenares de planes de negocio diversos que rivalizan por encontrar la mejor solución a problemas emergentes de los consumidores. Google es el resultado de la canalización de capital procedente de ahorradores (pequeños, medianos y grandes) con perfiles muy distintos de riesgos hacia un proyecto con niveles muy variados de incertidumbre en cada una de sus fases de desarrollo.
Competencia abierta, libre y descentralizada tanto a la hora de desarrollar proyectos empresariales como de capitalizarlos mediante las ingentes disponibilidades de ahorro de la sociedad: ese es el marco institucional en el que nace y que explica la esencia de la génesis de Google. Por mucho que le pese a Mariana Mazzucato, Google es un hijo del capitalismo, no del estatismo.

Google es un producto del capitalismo

Juan Ramón Rallo explica que Google no es un producto de la política industrial de EE.UU., sino de un marco institucional que fomenta la competencia, el capitalismo.
Juan Ramón Rallo es Director del Instituto Juan de Mariana (España) y columnista de ElCato.org. Juan Ramón obtuvo el tercer lugar en nuestro primer concurso de ensayos, Voces de Libertad 2008.
La popular economista italiana Mariana Mazzucato publicó en 2013 su conocidísimo libro El Estado emprendedor, donde argumenta que el notable progreso técnico que ha experimentado Occidente a lo largo de las últimas décadas es esencialmente un subproducto de la gerencia estatal de la innovación. Por ello, Mazzucato apuesta por un papel directo y activista del Estado a la hora de dirigir, como si de un empresario cuasi-monopolista se tratara, el progreso científico dentro de nuestras sociedades: la historia nos demuestra que sólo en aquellos países donde el Estado se encarga de capitanear la investigación se producen avances tecnológicos verdaderamente disruptivos y notables.


Monday, October 3, 2016

Adam Smith, hoy

Adam Smith, hoy

Por Alberto Benegas Lynch (h)
Hay autores que escriben para el  momento en  que viven por lo que leídos al tiempo sus trabajos carecen de interés, es lo que también pasa con los que circunscriben sus escritos a la coyuntura, artículos, ensayos y libros que vistos a la distancia no resultan atractivos como no sea para algún eventual registro historiográfico. Con Adam Smith, especialmente en su primer libro de 1795 sobre sentimientos morales y en su obra de 1776 sobre economía, sucede que casi todo lo consignado es aplicable a la actualidad.
Al cumplirse doscientos años de la muerte de Adam Smith escribí un largo ensayo que hace poco se reprodujo en un libro de mi autoría publicado en Venezuela por CEDICE (Centro de Divulgación del Conocimiento Económico, Caracas, 2013) bajo el título de El liberal es paciente. En aquél ensayo que se incluyó como un post-scriptum del referido libro, pretendí abarcar lo más relevante de este destacado pensador escocés, incluso aspectos de su vida que estimé importantes en conexión a su escarceo intelectual. En esta ocasión, en cambio, me circunscribo a comentar muy brevemente algunos pasajes de sus dos obras mencionadas (para facilitar información al lector indico con las siglas SM su primera obra y con RN la segunda).


“Lo que más rápidamente aprende un gobierno de otro es el                                                                                                       de sacar dinero de la gente” (RN). Así es, por eso hay que tener cuidado, por ejemplo, de sugerir un nuevo impuesto para reemplazar a los vigentes porque los aparatos estatales agregarán el gravamen a los existentes (esto es lo que ocurrió, por caso, cuando originalmente se propuso el tributo al valor agregado).
“El hombre del sistema […] está generalmente tan enamorado de la belleza de su propio plan de gobierno que considera que no puede sufrir ni las más mínima desviación del él. Apunta a lograr sus objetivos en todas sus partes sin prestar la menor atención a los intereses generales o a las oposiciones que puedan surgir; se imagina que puede arreglar las diferentes partes de la gran sociedad del mismo modo que se arreglan las diferentes piezas en un tablero de ajedrez. No considera para nada que las piezas de ajedrez puedan tener otro principio motor que la mano que las mueve, pero el gran tablero de ajedrez de la sociedad humana tiene su propio motor totalmente diferente de los que el legislativo ha elegido imponer” (SM).
Nada más ajustado a la realidad, la soberbia de los gobernantes no toma en cuenta las diversas necesidades sino sus caprichos y deja de lado el hecho del conocimiento disperso y fraccionado en la sociedad para, en cambio, concentrar ignorancia al centralizar decisiones en oficinas burocráticas con todos los consecuentes desajustes que se suceden. El “hombre del sistema” constituye una caracterización muy ajustada a la arrogancia de los planificadores que ni siquiera se percatan de que al distorsionar precios relativos con sus irrupciones dificultan la evaluación de proyectos y la misma contabilidad al registrar precios que no corresponden  a las respectivas estructuras valorativas en el mercado para sustituirlas por simples números que no permiten conocer el grado en que se desperdicia capital debido a la mencionada desfiguración.
“Por tanto, resulta altamente impertinente y presuntuoso que reyes y ministros pretendan vigilar la economía de la gente […] Dejemos que aquellos se ocupen de lo que les corresponde, y podemos estar seguros de que éstos se ocuparán de lo suyo” (RN). Efectivamente, sobre todo presuntuoso por las razones apuntadas. Por otra parte, el monopolio de la fuerza que denominamos gobierno, en un sistema republicano,  debe ocuparse principalmente de la seguridad y la justicia,  que naturalmente descuida no solo por una cuestión de recursos sino especialmente porque si interviene afectando la propiedad privada, no puede, al mismo tiempo, sostener la justicia, es decir, el “dar a cada uno lo suyo”.
“El productor o comerciante[…] solamente busca su propio beneficio, y, en esto como en muchos otros casos, está dirigido por una mano invisible que promueve un fin que no era parte de su intención atender”(RN). Con este conocido pasaje Smith pone de relieve dos asuntos de la mayor importancia. En primer lugar, pone de relieve la naturaleza humana (al contrario de los que la pretenden torcer con la pretensión de fabricar “el hombre nuevo” y otras gansadas petulantes), esto es que todas las acciones humanas se deben al interés personal, en verdad una perogrullada porque ni no está en interés de quien actúa no se sabe en interés que quien pueda estar. En segundo lugar, esa afirmación que desarrolla en el libro en cuestión apunta a poner de manifiesto el complejo entramado social que no estaba en la intención de cada cual al perseguir su interés (siempre legítimo si no se lesiona derechos de terceros).
En esta misma dirección del interés personal, el autor explica que “Prácticamente en forma constante al hombre se le presentan ocasiones para ser ayudado por su prójimo pero en vano deberá esperarlo solamente de su benevolencia. Tendrá más posibilidades de éxito si logra motivar el interés personal de su prójimo y mostrarle que en su propia ventaja debe hacer aquello que se requiere de él. Cualquiera que propone un convenio de cualquier naturaleza está de hecho proponiendo esto. Dame aquello que deseo y usted tendrá esto que necesita. Este es el sentido de un convenio, y es la manera por la cual obtenemos de otros los bienes que necesitamos. No debemos esperar nuestra comida de la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero, sino que se debe a sus propios intereses. No nos dirigimos a su humanidad sino a su interés personal, y nunca conversaremos con ellos de nuestras necesidades sino de sus ventajas” (RN).
Todo lo cual para nada excluye la benevolencia a que Smith precisamente alude en las primeras líneas con que abre su primer libro que venimos mencionando: “Por muy egoísta que se supone que es una persona, hay evidentemente algunos principios en su naturaleza que lo hace interesarse en la suerte de otros y vincula su felicidad con la propia aunque no le reditúe nada excepto el placer de comprobarla” (recordemos que su colega Adam Ferguson también escribió que “el término benevolencia no es empleado para caracterizar a las personas que no tienen deseos propios, apunta a aquellos cuyos deseos las mueven a procurar el bienestar de otros”). Como hemos dicho en otras oportunidades, la caridad es por definición realizada con recursos propios,  de modo voluntario y si fuera posible de manera anónima. Arrancar recursos del fruto del trabajo ajeno no es caridad, es un atraco. En este contexto es indispensable el uso de la primera persona del singular y no recurrir a un micrófono para declamar en  la tercera persona del plural (“put your money where your mouth is” resulta una aforismo muy ilustrativo).
De más está decir que toda la lucha de Smith contra las falacias de la autarquía mercantilista basadas en el interés de las partes se aplican de modo especial al comercio exterior, por lo que afirma que “El interés de una nación en sus relaciones comerciales con otras es igual al de un comerciante respecto de las diversas personas con quienes trata: comprar barato y vender caro. Las posibilidades de comprar barato serán mayores si se permite que la libertad de comercio estimule a las naciones a comprar los bienes que pueden comprar, y por la misma razón venderán caro en la medida en que los mercados tengan la mayor cantidad de comparadores posible” (RN).
En otro orden de cosas, el filósofo-economista escosés ofrece un buen mojón o punto de referencia para sopesar la conveniencia o inconveniencia de una acción basado en un personaje imaginario que denomina “el observador imparcial” por lo que escribe que “Cuando nos ponemos en la posición de espectadores de nuestro propio comportamiento nos imaginamos qué efectos producirá sobre nosotros. Este es el único espejo en el que podemos en alguna medida mirarnos como nos miran los ojos de otras personas y así evaluar nuestra conducta […] Hay dos ocasiones diferentes en donde examinamos nuestra propia conducta y la vemos a la luz con que un espectador imparcial podría verla: primero, cuando estamos por actuar, y segundo, después de haber actuado” (SM).
Respecto a la presión tributaria, este pensador fue pionero en tres siglos de lo que hoy se conoce como la Curva Laffer al señalar que “Los impuestos altos, unas veces debido a la disminución en los bienes sujetos al gravamen y otras como consecuencia del estímulo que se produce al contrabando, se traducen en menores ingresos para el gobierno respecto de aquella situación en donde los impuestos son más moderados” (RN).
Por último para no cansar con citas por más jugosas que sean, reproduzco el párrafo que hace referencia a la conveniencia de las desigualdades de rentas y patrimonio (que son consecuencia de las prioridades y preferencias que revela la gente con sus compras y abstenciones de comprar en el mercado): “Cuando hay propiedad hay desigualdad. Por cada hombre rico habrá por lo menos quinientos pobres y la riqueza de unos pocos supone la indigencia de muchos. La opulencia de los ricos excita la indignación de los pobres, quienes están empujados a invadir aquellas propiedades debido a la necesidad y a la envidia. Solamente bajo el escudo protector del magistrado civil puede dormir tranquilo el propietario quien ha adquirido su propiedad a través del trabajo de muchos años, tal vez, a través de muchas generaciones” (RN).
Debe tenerse en cuenta la influencia que han tenido los trabajos de Adam Smith. Como destaqué en mi ensayo mencionado al comienzo,  Milton Fridman concluye que “The Wealth of Nations se considera en forma unánime y con justicia, como la piedra fundamental de la economía científica moderna. Su fuerza normativa y su influencia en el mundo intelectual revisten gran importancia para nuestro objetivo actual”.
Schumpeter subraya este éxito afirmando que “Antes de que terminara el siglo The Wealth of Nations había conseguido nueve ediciones inglesas sin contar las que parecieron en Irlanda y los Estados Unidos y se había traducido (que yo sepa), al danés, al holandés, alfrancés, alalemán, al italiano y al español”.
Recientemente fueron recopilados en dos volúmenes algunos de los estudios de Adam Smith sobre jurisprudencia, crítica literaria, música y otras misceláneas. Lamentablemente, muchos de sus papeles privados fueron destruidos después de su muerte, documentos que seguramente hubieran agregado información valiosa. El estilo, la elocuencia y la vivacidad presentes en la mayor parte de los trabajos de Smith hizo que Edmund Burke dijera que su primer libro publicado “constituye, posiblemente, una de las más bellas expresiones de la teoría moral que hayan aparecido”.

Adam Smith, hoy

Adam Smith, hoy

Por Alberto Benegas Lynch (h)
Hay autores que escriben para el  momento en  que viven por lo que leídos al tiempo sus trabajos carecen de interés, es lo que también pasa con los que circunscriben sus escritos a la coyuntura, artículos, ensayos y libros que vistos a la distancia no resultan atractivos como no sea para algún eventual registro historiográfico. Con Adam Smith, especialmente en su primer libro de 1795 sobre sentimientos morales y en su obra de 1776 sobre economía, sucede que casi todo lo consignado es aplicable a la actualidad.
Al cumplirse doscientos años de la muerte de Adam Smith escribí un largo ensayo que hace poco se reprodujo en un libro de mi autoría publicado en Venezuela por CEDICE (Centro de Divulgación del Conocimiento Económico, Caracas, 2013) bajo el título de El liberal es paciente. En aquél ensayo que se incluyó como un post-scriptum del referido libro, pretendí abarcar lo más relevante de este destacado pensador escocés, incluso aspectos de su vida que estimé importantes en conexión a su escarceo intelectual. En esta ocasión, en cambio, me circunscribo a comentar muy brevemente algunos pasajes de sus dos obras mencionadas (para facilitar información al lector indico con las siglas SM su primera obra y con RN la segunda).

Monday, August 29, 2016

De la subsistencia al intercambio

por Peter T. Bauer Image result for intercambio

Peter Bauer fue profesor emérito de economía en la London School of Economics and Political Science y académico de la British Academy y del Gonville and Caius College, Cambridge. Este ensayo es una versión expandida y revisada de la conferencia presentada por al autor en el Cato Institute el 14 de Octubre de 1992 como parte de la Serie de Conferencistas Distinguidos del instituto. Este documento también ha sido expandido para la publicación del libro From Subsistence toPeter T. Bauer (1915-2002) fue profesor emérito de economía en la London School of Economics and Political Science y académico de la British Academy y del Gonville and Caius College, Cambridge.

Este ensayo es una versión expandida y revisada de la conferencia presentada por al autor en el Cato Institute el 14 de Octubre de 1992 como parte de la Serie de Conferencistas Distinguidos del instituto. Este documento también ha sido expandido para la publicación del libro From Subsistence to Exchange and Other Essays (Princeton, 2000). También puede leer este documento en formato PDF aquí.


Cuando los economistas discuten el crecimiento contemporáneo en los países Occidentales avanzados, no piensan en el comercio interno (es decir, las ventas al por mayor y al por menor) como uno de los motores del crecimiento, y con razón. No sería correcto asociar al crecimiento económico actual de Occidente específicamente con el sector distributivo. En lugar de esto, cuando los economistas discuten este tipo de intercambio en las economías avanzadas de Occidente, se enfocan en temas como la organización de estas actividades, la naturaleza y la cantidad de la competencia, concentración, economías de escala, integración vertical, y prácticas restrictivas. El énfasis se pone sobre la provisión de servicios distributivos: en términos amplios, en la eficiencia del vínculo entre la producción y el consumo.


Es poco común examinar la posibilidad de cualquier relación entre las actividades de los comerciantes y el crecimiento de la economía, excepto hasta el punto en que la eficiencia en la provisión de sus servicios libera recursos para otros propósitos. En resumen, el énfasis está sobre la asignación de recursos dados. En este respecto, la actividad del comercio es tratada de manera muy similar a cualquier otra rama de la actividad económica.
Esta orientación está justificada. Se enfoca en los asuntos de mayor interés tanto para los economistas como para los formadores de política pública. Pero a pesar de que esta orientación es apropiada ahora, llevaría a conclusiones incorrectas si se aplicase a las economías Occidentales en el estado en que se encontraban hace dos o más siglos; e incluso en ese período estas economías se encontraban en un estado de avance superior al de la mayor parte de los países menos desarrollados de hoy. Especialmente porque ya eran en gran parte economías de intercambio en las que la producción de subsistencia o casi-subsistencia carecía relativamente de importancia.

El Comercio Interno Como Motor del Crecimiento
Los historiadores han reconocido que las repercusiones de las actividades comerciales en, por ejemplo, la Inglaterra de los siglos XVII y XVIII fueron mucho más allá de la eficiencia en el uso de recursos en las actividades comerciales. Por ejemplo, en su libro acerca del funcionamiento de los almacenes en el siglo XVIII en Inglaterra, Hoh-cheung Mui y Lorna Mui (1989, 291-92) concluyen que:
Si el propósito principal de todas estas actividades por parte de los dueños de los almacenes era acaparar clientes, al hacerlo facilitaron el flujo de bienes y a la vez ayudaron a estimular y satisfacer una demanda creciente, una demanda que promovió la expansión de la industria y del comercio internacional. Su contribución al desarrollo generalizado de la economía no fue de poca importancia—la industria, el comercio internacional y la distribución se movieron en cadena, cada rama haciendo que la otra fuera más fructífera.
Jacob Price (1989, 283) ha observado que en Gran Bretaña, durante los siglos XVII y XVIII, las actividades de los mercaderes "dejaron" mucho más que los "mercados específicos para productos específicos." Sus actividades ayudaron a crear instituciones y prácticas comerciales y a elevar el nivel del capital humano, lo cual resultó ser "de gran utilidad para la economía entera en la subsiguiente era de rápida industrialización y crecimiento de las exportaciones" (p. 283). Richard Grassby (1970, 106) escribió que fue "el capital mercantil el que creó mercados, financió fábricas, hizo flotar a las economías coloniales norteamericanas, y lanzó a la banca y a las aseguradoras."
En economías emergentes, las actividades de los comerciantes no sólo promueven la mejor asignación de los recursos disponibles, sino también el crecimiento de éstos. Las actividades del comercio son productivas tanto en un sentido estático como en un sentido dinámico.[1]

La Desatención de la Actividad Comercial
En consecuencia, uno esperaría que las actividades comerciales fueran una parte prominente de la teoría moderna de desarrollo económico. En cambio, a pesar de la historia económica del mundo desarrollado de hoy, la cual debió ser familiar para los economistas de desarrollo, las actividades comerciales casi no se mencionan en la literatura convencional. Es casi como que si la ciencia económica de desarrollo de la post-guerra hubiese tenido que empezar de la nada, con sus expertos ante una tabula rasa.
Una interpretación caritativa es que los exponentes de la nueva economía de desarrollo pensaban que la experiencia temprana de Occidente no podía aplicarse al llamado Tercer Mundo. Esta actitud hubiese sido errónea, puesto que es evidente que todos los países desarrollados en algún momento tuvieron las características y los niveles de ingreso y capital del Tercer Mundo de la post-guerra.
Sin embargo, aún si fuese correcto ignorar la historia económica de Occidente, la desatención en la economía de desarrollo del rol de la actividad comercial en el Tercer Mundo es tanto injustificable como sorprendente. La observación de primera mano de la actividad económica en muchas regiones menos desarrolladas hubiese demostrado que la actividad comercial era ubicua y que grandes cantidades de personas estaban involucradas en ella de una u otra manera.[2] Más aún, incluso una lectura superficial de la historia de algunas de estas regiones en los últimos cien años hubiese dirigido la atención al papel de los comerciantes en la transformación de las mismas de economías de subsistencia a economías de intercambio. Por ejemplo, el historiador Sir Keith Hancock (1977), luego de analizar los principales cambios en esa región, se refirió a África Occidental como la "frontera de los comerciantes." Otro historiador, Allan McPheee, tituló a su libro, publicado en Londres en 1926, La Revolución Económica en el África Occidental Británica. El libro deja claro que África Occidental se transformó en un período de aproximadamente dos generaciones y que los comerciantes jugaron un gran papel en dicha transformación.
La desatención de la actividad comercial interna persiste en el estudio de la economía de desarrollo convencional. Esto se puede observar en el libro de Gerald M. Meier Emergiendo de la Pobreza, publicado en 1984. El Profesor Meier es un distinguido exponente de la teoría del desarrollo económico. Su libro sienta las principales preocupaciones en este campo de estudio. La actividad comercial (distinta del comercio internacional) no es mencionada.
Si la actividad comercial y sus efectos hubiesen sido apreciados de la manera apropiada, la economía de desarrollo convencional sería radicalmente distinta. Por ejemplo, la influyente proposición en la economía de desarrollo conocida como el efecto de demostración internacional, presenta a la disponibilidad de bienes Occidentales como la promoción del consumo a expensas del ahorro y de la inversión, inhibiendo consecuentemente el crecimiento económico. Sin embargo, en la realidad, la actividad comercial y la disponibilidad de los bienes importados sirvieron para iniciar y sostener un proceso en el que los incrementos en el consumo y en la inversión (por ejemplo al establecer y mejorar la capacidad agrícola) fueron capaces de ir mano a mano. No es un accidente que a lo largo y ancho del Tercer Mundo las regiones más avanzadas sean las que gozan de mayores contactos comerciales con Occidente; e, inversamente, las más pobres y retrógradas son las que tienen pocos contactos de ese tipo. Es interesante el hecho de que Karl Marx fue enfático en el Manifiesto Comunista acerca del rol positivo de los bienes de consumo baratos en el avance de la agricultura primitiva a actividades económicas más sofisticadas y productivas. El concepto de bienes incentivos, y el mismo término, han sido desechados de la literatura de desarrollo.
Similarmente, hasta hace poco la noción central de esta literatura ha sido el círculo vicioso de la pobreza. De acuerdo con esta postura, los países pobres no pueden escapar de su pobreza porque los ingresos son demasiado bajos como para que se produzca el ahorro y la inversión necesaria para incrementar el ingreso. Es difícil imaginarse cómo economistas de desarrollo hubiesen podido pensar esto si hubieran reconocido que millones de productores pobres en el Tercer Mundo hicieron, en conjunto, inversiones masivas en la agricultura. Estas inversiones se hicieron en el contexto de sus decisiones, motivadas por las actividades de comerciantes, con el fin de reemplazar la producción de subsistencia con producción para el mercado. Si había un circulo vicioso de pobreza, esta pobre gente no se percató de él. Millones hectáreas de tierra cultivada con cosechas rentables como hule, cacao o café, así como productos comestibles para el mercado doméstico, dan fe no sólo de la disponibilidad económica y la capacidad de respuesta de los pueblos del Tercer Mundo, sino de lo vacío de la idea del círculo vicioso de la pobreza.
La noción del círculo vicioso de la pobreza promovida en la literatura convencional de desarrollo desde los cuarenta hasta al menos los setenta evidentemente carece de subsistencia. La posesión de dinero es el resultado de los logros económicos, no su precondición. La certeza de esto es visible en el propio hecho de que existan países desarrollados, y que éstos algún día tuvieron que ser subdesarrollados y tuvieron que progresar sin donaciones externas. El mundo no fue creado en dos partes, una con infraestructura incorporada y otra sin ella. Más aún, muchos países pobres progresaron rápidamente durante alrededor de cien años antes de la introducción de las teorías modernas de la economía de desarrollo y del diseño del círculo vicioso de pobreza. La verdad es que si la noción del círculo vicioso de la pobreza fuera válida, la humanidad aún estaría viviendo en la Edad de Piedra.
La idea del círculo vicioso de la pobreza ha sido un gran desliz en la teoría económica moderna de desarrollo. Ha influenciado las decisiones políticas considerablemente. Fue uno de los elementos principales en el apoyo de los subsidios de gobierno a gobierno conocidos como ayuda externa.
Los deslices en el pensamiento económico no se limitan, claro está, a la teoría moderna de desarrollo. Uno podría recordar el aclamado casi-consenso de los economistas de los cincuenta que decían que la escasez persistente de dólares estadounidenses sería un problema que continuamente acecharía a la economía mundial. Esta conclusión fue posible únicamente gracias a una desatención, hoy inexplicable, del tipo de cambio (es decir el precio del dólar). Este desliz en particular fue de corta vida, pues la escasez de dólares pronto fue reemplazada por una sobre-abundancia internacional de dólares. Los deslices en la economía moderna de desarrollo han probado ser mucho más resistentes a la evidencia que no les conviene. De esta manera, la noción del círculo vicioso de la pobreza y el desprecio de los precios en las cantidades ofrecidas y demandadas (oferta y demanda, en resumen), que acapararon la teoría convencional desde los cuarenta, persistieron durante más de dos décadas; y como señalé anteriormente, el comercio ha sido ignorado por mucho más tiempo.
Entonces uno tal vez debiera decir que la teoría moderna de desarrollo no ha ignorado completamente a los comerciantes y a la actividad comercial. Al muy limitado punto al que estos temas han sido considerados, el énfasis ha sido sobre las llamadas imperfecciones del mercado. Cuando no ha sido ignorado, el comercio usualmente ha sido deplorado. De manera que elementos monopolísticos, ya sea reales o presuntos, del comercio han atraído cierta atención. Por ejemplo, el comerciante que ha penetrado una área marginal está propenso a ser objeto de escrutinio como un individuo con poder de mercado, ya que es, después de todo, el único comerciante en ese lugar. El hecho de que su presencia agrega a las oportunidades disponibles para la gente local tiende a ser ignorado.
Winston Churchill, quien afirmaba no tener conocimientos de economía, comprendió este punto. Escribiendo acerca de África Oriental, dijo lo siguiente:
Es el comerciante indio quien al penetrar y mantenerse en toda clase de lugares a los que el hombre blanco no iría, o en los que ningún blanco podría ganarse la vida, ha desarrollado más que cualquier otro los inicios del comercio y ha abierto los primeros medios de comunicación.[3]
De Mala Suerte a Desastre
Economistas de mercado y promotores del control económico extensivo están de acuerdo en un tema: Pasar de una producción de subsistencia a un intercambio más amplio es indispensable para que una sociedad escape de la pobreza extrema. En la ausencia de oportunidades para el intercambio, hay poco espacio para la división del trabajo y para el desarrollo de diferentes destrezas u oficios. La falta de enlaces comerciales con una sociedad más amplia obstruye o previene el flujo o el surgimiento de nuevas ideas, métodos, cosechas y deseos. En realidad, es un hecho que la aceptación ciega de las condiciones prevalecientes y el vaivén del hábito y la costumbre son comunes en este tipo de economías.
El bajo nivel de logros es acompañado por grandes peligros. La ausencia de vínculos comerciales con el exterior y la carencia de reservas de bienes hacen que infortunios como el mal clima se conviertan en desastres; la gente pasa de apretarse el cinturón a morir de hambre. No es por accidente que las hambrunas de gran escala en países menos desarrollados ocurren en economías de subsistencia, o de un nivel cercano a éste, y no en economías que ya están razonablemente bien integradas a regiones más amplias a través de relaciones comerciales. El avance de una economía a un intercambio más amplio no implica una mayor inseguridad como parte del costo del progreso material; en otras palabras, no existe aquí un conflicto entre progreso y seguridad.
La miseria en Etiopía, Sudán, y otros lugares de África no es simplemente el resultado de un clima desfavorable, causas externas, o presión poblacional. Es el resultado de una regresión forzada a niveles de subsistencia bajo el impacto del colapso de la seguridad pública, la supresión del comercio privado, o la colectivización forzada. El cruel dicho de que el clima suele ser malo en las economías controladas contiene una verdad fundamental. Pero a pesar de que los peligros de una economía de subsistencia son mucho mayores que los de una economía de intercambio, tienden a ser más aceptables política y psicológicamente, al ser vistos como parte de la naturaleza de las circunstancias y no atribuibles a acciones humanas. Sin embargo, la mayor aceptabilidad de los peligros y dificultades de una economía de subsistencia no disminuye su realidad.
Avanzar de una producción de subsistencia requiere de actividad comercial. Esto es obvio a un nivel simple; no puede haber producción para la venta sin un mercado y un conducto accesible hacia éste. Los productores también necesitan comprar insumos, tales como herramientas simples y otro equipo; y no van a producir para la venta a menos que puedan utilizar los ingresos resultantes en la compra de bienes y servicios que ellos desean. La compra de insumos y de bienes incentivos, y la producción para la venta están, en consecuencia, relacionados de manera muy cercana al crédito. El crédito es necesario para la compra de insumos usados en la producción de cosechas, sin importar el tiempo de maduración de éstas, y también en muchos casos para sustentar al productor mientras que su siembra puede ser cosechada. Los comerciantes son una fuente y canal efectivos y convenientes de este tipo de financiamiento. Bajo estas circunstancias, la producción de cosechas rentables, el comercio y el crédito están entretejidos.
Pero la importancia del comercio se extiende mucho más allá de estos servicios fundamentales. Los contactos a través de comerciantes y del comercio son los principales agentes en la diseminación de nuevas ideas, modos de conducta, y métodos de producción. Los contactos comerciales externos a menudo son los primeros en sugerir la posibilidad misma del cambio, incluyendo la mejoría económica.

Operaciones de Pequeña Escala
Las condiciones en el Tercer Mundo tienden a asegurar la necesidad de un volumen substancial de comercio y otras actividades cercanamente relacionadas. Estas actividades son laboralmente más intensivas que en Occidente porque el capital es más escaso en relación con la mano de obra en países pobres que en países ricos.
Una gran proporción de productores y consumidores operan en una pequeña escala y lejos de los puntos comerciales más importantes, incluidos los puertos. Las transacciones individuales son pequeñas. Los agricultores individuales producen en pequeña escala y venden en cantidades aún menores, a intervalos frecuentes, puesto que carecen de facilidades de almacenamiento y de reservas de efectivo substanciales. Por otra parte, los bajos ingresos de los consumidores hacen que éstos prefieran, por conveniencia o necesidad, comprar cantidades pequeñas—a veces muy pequeñas—y también a intervalos frecuentes. Bajo estas condiciones, la combinación de la producción y la distribución física de los bienes de consumo con los insumos agrícolas se vuelve necesariamente cara en términos reales. Almacenar, armar, agrupar, transportar, desagrupar, y distribuir los productos también absorbe una proporción substancial de los recursos disponibles.
En Nigeria, por ejemplo, los productores de nueces pueden vender unas cuantas libras de nueces a la vez, y operar a una distancia de 500 a 700 millas de los puertos donde las nueces son posteriormente embarcadas en consignaciones de miles de toneladas. Los productos de consumo importados llegan en grandes consignaciones y luego son comprados en cantidades diminutas. Los fósforos llegan a Nigeria en consignaciones de varios cientos de cajas, cada caja con cientos o miles de paquetes, mientras que el consumidor final a veces termina comprando sólo parte de un paquete. La venta de un paquete es en ocasiones una transacción de mayoreo, y el comprador vende los fósforos de diez en diez, junto con un pedazo de la cinta para encenderlos que está pegada al paquete original. Perfumes baratos importados llegan en grandes consignaciones, pero el consumidor último no compra ni siquiera una pequeña botella sino un par de gotas—a lo mejor un toque para cada hombro. En algunos países africanos los fumadores compran cigarrillos sueltos o incluso un solo jalón de un cigarrillo.
A un público Occidental le puede parecer que las ventas de productos y compras de bienes de consumo en cantidades tan pequeñas es onerosa, pero no lo es. Si los consumidores no pudieran llevar a cabo este tipo de transacciones, tendrían que amarrar su escaso capital a compras más grandes, o lo que es más probable, no podrían comprar del todo estos productos.[4] Lo mismo aplica al campesino que tiene que vender su producto a un intermediario.

Es evidente que en estas condiciones la tarea de recolectar y agrupar grandes cantidades de productos, y luego dividir y distribuir la mercadería involucra mucho trabajo. Lo que puede resultar sorprendente es que gran parte de esta mano de obra es independiente, debido a lo fácil que es entrar al comercio de pequeña escala. En la ausencia de barreras oficiales como licencias restrictivas o monopsonios oficiales, hay pocas, si es que algunas, barreras institucionales, se requieren pocos conocimientos administrativos y se necesita poco capital inicial. El precio de oferta de la mano de obra independiente es bajo en la ausencia de oportunidades más rentables. Debido a estas razones, las operaciones de pequeña escala son económicas en varias partes del sistema de distribución: las grandes empresas están en desventaja porque sus operaciones requieren de más personal administrativo y supervisor, y éste tiende a ser caro o ineficiente en muchos países pobres. Una multiplicidad de comerciantes de pequeña escala representa en parte la substitución de mano de obra cara con mano de obra más barata.[5]
Una ilustración clara del comercio intensivo en mano de obra es la da el caso del negocio extensivo de envases usados. Pequeños comerciantes compran, recolectan, almacenan, limpian, reparan y revenden envases tales como latas, cajas, botellas y sacos. De esta manera extienden la vida efectiva y el uso de estos productos; la mano de obra es utilizada y el capital conservado.
El comerciante de pequeña escala a menudo no sólo ofrece servicios de mercadeo a sus clientes; en muchos casos también les provee de crédito en sumas modestas. Este crédito es utilizado para la compra de semillas, fertilizantes, pesticidas, materiales de construcción, implementos y bienes de consumo. El avance de este crédito es generalmente la última etapa en un flujo de fondos que emana de instituciones financieras y de grandes empresas comerciales que tienen acceso a mercados financieros internacionales. Estas empresas dan crédito a los comerciantes domésticos más grandes, éstos a los intermedios, y así sucesivamente hasta que el campesino obtiene su préstamo. En resumen, hay un largo proceso de división en el mercado financiero; y el campesino en la región más remota tiene de este modo acceso indirecto al mercado mundial de capitales.
Un público Occidental puede encontrar sorprendente el número relativamente grande de intermediarios independientes sucesivos en el proceso de transportar la producción de un campesino a la embarcación final en un puerto. De nuevo, esta sucesión de intermediarios puede parecer onerosa y puede parecer que sería más económico que el flujo de bienes pasara por menos manos. Pero esta observación hace caso omiso de dos consideraciones que ya fueron señaladas: primero, el precio de oferta de los servicios de los comerciantes pequeños es muy bajo, y segundo, una empresa grande requeriría de personal supervisor caro para cubrir verticalmente las diversas etapas. Bajo las circunstancias dadas, resulta económico que las actividades comerciales sean subdivididas entre intermediarios sucesivos. Esto lo confirma la opción de obviar a un intermediario redundante. Ningún productor, consumidor o intermediario está forzado a hacer uso de los servicios de un tercero si le sale más barato hacerlo él mismo. Lo mismo ocurre con otras actividades comerciales como la oferta de crédito.
Puede ser de ayuda en este momento anticiparme a una duda que tendrán algunos lectores. Es común que se afirme que los campesinos en países pobres no son libres de elegir entre intermediarios al vender sus productos porque le deben dinero a comerciantes particulares, a quienes deben vender a precios artificialmente bajos. Sin embargo, donde un productor puede escoger entre varios prestamistas potenciales y comerciantes-prestamistas, va a elegir al que le ofrezca términos más ventajosos. Las condiciones de los préstamos otorgados por los comerciantes son una combinación de pagos de interés con obligaciones de venderle el producto al prestamista, y lo que desde lejos puede parecer una venta forzosa a un precio bajo puede ser en realidad simplemente un pago indirecto del interés del préstamo. Y, claro está, no todos los productores están endeudados.
En gran parte del mundo menos desarrollado, especialmente en África, no hay una distinción clara entre campesinos y comerciantes o prestamistas. El comerciante pequeño es usualmente el campesino más empresarial que compra los productos de sus vecinos o parientes y los lleva al mercado; después de un tiempo puede ser que empiece a dedicarse al comercio a tiempo completo. Incluso sin esta evolución, el comerciante o prestamista en las áreas rurales de países menos desarrollados se encuentra usualmente anclado en la comunidad rural con parientes que se dedican a la agricultura; esto es aún más evidente en África.
Del mismo modo en que muchos campesinos tercermundistas se han convertido en comerciantes de medio tiempo o de tiempo completo, muchos comerciantes se han vuelto fabricantes. Los comerciantes con éxito acumulan el capital y los conocimientos empresariales necesarios para llevar a cabo operaciones industriales. En palabras de Adam Smith, "Los hábitos aparte del orden, la economía, y la atención que un mercader obtiene naturalmente de los negocios mercantiles lo capacitan para ejecutar, con ganancia y éxito, cualquier proyecto de mejoría." (Riqueza de las Naciones, Libro III, cap. 4). A lo largo y ancho del Tercer Mundo, muchas industrias viables han sido emprendidas y desarrolladas por comerciantes.

Inversiones no Monetarias
Los agricultores de países pobres que producen para un intercambio mayor tienen que hacer diversos tipos de inversiones. Estas inversiones incluyen la limpieza y mejora de la tierra y la adquisición de ganado y equipo, inversiones que constituyen la formación de capital. Parte de ésta es financiada con ahorros personales y préstamos de comerciantes y otros, pero una gran parte no es monetizada. Por ejemplo, la limpieza o la mejora de la tierra es el resultado de esfuerzos adicionales por parte del campesino y su familia. Muy poco expendio monetario es involucrado.
Estas clases de inversiones, cuando son llevadas a cabo por comerciantes pequeños, son generalmente omitidas de las estadísticas oficiales e ignoradas tanto por la literatura de desarrollo académica como por la oficial.
En muchos países pobres estas categorías pasadas por alto son, en el agregado, muy importantes tanto cuantitativa como cualitativamente. Son significativas cuantitativamente porque la agricultura y las actividades relacionadas a ella conforman gran parte de la actividad económica; son significativas cualitativamente porque estas categorías de inversión son críticas para pasar de la subsistencia al intercambio. Más aún, estas inversiones son especialmente propensas a ser productivas puesto que son hechas por personas que tienen un interés directo en los resultados.
Además de presentar una imagen engañosa de la actividad económica en el Tercer Mundo, la desatención hacia este tipo de formación de capital ha tenido consecuencias prácticas adversas. Impuestos y otras políticas han retrasado la expansión del sector comercial en varias ocasiones, al reducir las ganancias del agricultor o incrementar sus costos. Yo considero que estas políticas no habrían sido seguidas tan extensiva e intensivamente si se hubiese reconocido la escala y la importancia de la formación de capital en pequeñas granjas.
Las razones para este desdén están necesariamente basadas en conjeturas, pero sus consecuencias son claras. Esta desatención emite una imagen de gran parte de la actividad económica, y de las actitudes de los habitantes del Tercer Mundo, que puede llevar a conclusiones falsas. Por ejemplo, en las discusiones sobre la industria del caucho, la atención se había dirigido casi enteramente al lado de los latifundios, ignorando las plantaciones pequeñas. Pero en el agregado, las últimas eran, tanto en área como en producción, al menos iguales que las grandes fincas. Las propiedades agrícolas cultivadas son activos que generan ingreso, cuya productividad excede la de la tierra ociosa como resultado del esfuerzo y la actividad. El proceso de establecer, extender y mejorar la tierra es una inversión. Menospreciarla implica ignorar toda la inversión agrícola en el sector no monetario de la economía, al igual que mucho de la inversión hecha en el sector monetario, sobre todo cuando se trata de plantaciones que producen efectivo. El menosprecio de estas categorías de inversión ha motivado la noción de que la gente del Tercer Mundo sufre de miopía económica y no piensa en el mañana. También le ha prestado plausibilidad a las profecías fatalistas del crecimiento poblacional. La desatención hacia la inversión agrícola directa también influye la toma de decisiones diseñada para maximizar el ahorro y la inversión.
Esta desatención también se asemeja al desdén hacia la extensión y el rol de la actividad comercial. En ambos casos la extensión y la importancia de la actividad ignorada debió ser obvia al observar directamente la actividad económica en países pobres. De hecho, el solo reflejo de la formación de capital y de la actividad comercial en las estadísticas disponibles habría indicado su importancia: estadísticas como las que conciernen exportaciones e importaciones, o las del volumen de los fletes manejados en ferrocarriles, al igual que cambios en dichas estadísticas en el tiempo, las cuales son relevantes e informativas en este contexto.

El Alcance y la Efectividad de la Economía
He estado criticando características de la teoría convencional del desarrollo económico. Permítanme recapitular brevemente. En décadas recientes, esta sub-disciplina de la economía fue desfigurada por grandes errores. Estos han incluido el desdén hacia la actividad económica, la desatención de determinantes del desempeño económico de gran importancia (tales como los factores culturales y políticos), la noción del círculo vicioso de la pobreza, y la práctica de economía sin precios, es decir, prestar poca importancia a la relación entre el precio y las cantidades ofrecidas y demandadas.
Estos son fracasos en la observación, o fracasos en la aplicación de razonamientos económicos básicos. Estos defectos han tenido serias consecuencias prácticas, a algunas de las cuales he aludido con anterioridad en esta conferencia. La desatención de factores culturales y políticos necesariamente implica ignorar la interacción recíproca entre las variables familiares de análisis económico y estos determinantes de desempeño económico y progreso.
Ustedes apreciarán el hecho de que no estoy diciendo acá que los economistas tienen poco o nada que contribuir al explicar fenómenos y procesos económicos en el Tercer Mundo, y consecuentemente ayudar en la formación de política pública. Al contrario, tienen mucho que ofrecer. El análisis económico es generalmente aplicable como un paso principal para entender los efectos potenciales de un cambio en cualquiera de las variables económicas familiares. Sin embargo, economistas trabajando en escenarios desconocidos son más efectivos cuando reconocen, además, que los factores culturales y políticos usualmente dados por sentado pueden ser influenciados por cambios en una u otra de estas variables. Por ejemplo, un cambio en el régimen de comercio externo, y la consecuente disponibilidad de bienes importados, es probable que afecte la diseminación de nueva información e ideas, alterando de este modo el comportamiento de la gente.
Las potencialidades de la economía tanto para la explicación de fenómenos como para la formación de política en países pobres se ha visto enriquecida con los avances recientes en otros campos de estudio económico, como la teoría económica de política y burocracia, la economía de los derechos de propiedad, el análisis de la dicotomía entre "los de adentro" y "los de afuera" en el mercado laboral, la economía de los costos de transacción, y la teoría de protección efectiva.
La evaluación crítica de la economía de desarrollo contemporánea, por lo tanto, no debe servir para obscurecer la relevancia de la economía para el entendimiento de actividades y secuencias económicas en el mundo menos desarrollado. Muchos años de trabajo en este campo han reforzado mi confianza en el alcance y la efectividad del estudio de la economía en los escenarios institucionales más diversos.

De la subsistencia al intercambio

por Peter T. Bauer Image result for intercambio

Peter Bauer fue profesor emérito de economía en la London School of Economics and Political Science y académico de la British Academy y del Gonville and Caius College, Cambridge. Este ensayo es una versión expandida y revisada de la conferencia presentada por al autor en el Cato Institute el 14 de Octubre de 1992 como parte de la Serie de Conferencistas Distinguidos del instituto. Este documento también ha sido expandido para la publicación del libro From Subsistence toPeter T. Bauer (1915-2002) fue profesor emérito de economía en la London School of Economics and Political Science y académico de la British Academy y del Gonville and Caius College, Cambridge.

Este ensayo es una versión expandida y revisada de la conferencia presentada por al autor en el Cato Institute el 14 de Octubre de 1992 como parte de la Serie de Conferencistas Distinguidos del instituto. Este documento también ha sido expandido para la publicación del libro From Subsistence to Exchange and Other Essays (Princeton, 2000). También puede leer este documento en formato PDF aquí.


Cuando los economistas discuten el crecimiento contemporáneo en los países Occidentales avanzados, no piensan en el comercio interno (es decir, las ventas al por mayor y al por menor) como uno de los motores del crecimiento, y con razón. No sería correcto asociar al crecimiento económico actual de Occidente específicamente con el sector distributivo. En lugar de esto, cuando los economistas discuten este tipo de intercambio en las economías avanzadas de Occidente, se enfocan en temas como la organización de estas actividades, la naturaleza y la cantidad de la competencia, concentración, economías de escala, integración vertical, y prácticas restrictivas. El énfasis se pone sobre la provisión de servicios distributivos: en términos amplios, en la eficiencia del vínculo entre la producción y el consumo.

Tuesday, August 23, 2016

Los barones ladrones: ni barones ni ladrones

David R. Henderson explica que los supuestos "barones ladrones" como John D. Rockefeller y Cornelius Vanderbilt no crearon monopolios, sino que más bien los destruyeron beneficiando a los consumidores estadounidenses con precios más bajos.
David R. Henderson es un académico de investigación de la Hoover Institution de Stanford University y un profesor asociado de economía en la Escuela de Posgrado de Negocios y Políticas Públicas de la Escuela Naval de Posgrado en Monterey, California.
Uno de los mitos más comunes acerca de la libertad económica es que, inevitablemente, conduce a monopolios. Pregunte a las personas por qué creen eso y la probabilidad de que apunten a los trusts de finales del siglo XIX que obtuvieron grandes cuotas de mercado en sus industrias será alta. Estos trusts son el principal ejemplo para la mayoría de las personas que sostienen este punto de vista. Pregunte por los nombres específicos de los villanos que dirigían estos trusts y es probable que apunten a personas tales como Cornelius Vanderbilt y John D. Rockefeller. Incluso tienen una etiqueta para Vanderbilt, Rockefeller y otros: barones ladrones.



Pero una lectura cuidadosa de la investigación económica sobre los “barones ladrones” conduce a una conclusión diametralmente opuesta: los llamados barones ladrones no eran ni ladrones ni barones. No robaron. Por el contrario, obtuvieron su dinero a la antigua: se lo ganaron. Tampoco eran barones. La palabra “barón” es un título nobiliario, típicamente otorgado por un rey o establecido por la fuerza. Pero Vanderbilt, Rockefeller y muchos otros a quienes se referían como barones ladrones, comenzaron sus negocios de cero y no se les garantizó ningún privilegio especial. Por otra parte, no solo ganaron su dinero y no se les garantizaron privilegios, sino que también ayudaron a los consumidores y, en un caso famoso, destruyeron un monopolio.
Considere el caso de Cornelius (“Comodoro”) Vanderbilt. Incluso el excelente y reciente libro Por qué fracasan los países, del profesor de economía de MIT Daron Acemoglu y del cientista político y económico James A. Robinson, concibe de manera equivocada la historia de Vanderbilt. Y no solo equivocada, sino espectacularmente equivocada. Afirman que Vanderbilt era “uno de los más notorios” barones ladrones que “apuntaban a consolidar monopolios y a prevenir que cualquier otro potencial competidor entre en el mercado o haga negocios en igualdad de condiciones”.
De hecho, fue el competidor de Vanderbilt, Aaron Ogden, quien persuadió a la legislatura del estado de Nueva York para garantizar a Ogden un monopolio legal sobre los viajes en ferry entre Nueva Jersey y Nueva York. Y Vanderbilt fue una de las principales personas que desafió aquel monopolio. A la edad de 23 años, Vanderbilt se había convertido en el administrador del negocio de un empresario de ferry llamado Thomas Gibbons. El objetivo de Gibbons era competir con Aaron Ogden cobrando tarifas bajas. De este modo, estaban violando deliberadamente la ley  –y ayudando a los pasajeros a ahorrar dinero. En el caso Gibbons contra Ogden, la Corte Suprema de EE.UU. dictaminó que, de hecho, el gobierno del estado de Nueva York no podía conceder legalmente un monopolio sobre el comercio interestatal.1 En resumen, Cornelius Vanderbilt no fue un hacedor de monopolios en este caso, sino un rompedor de monopolios.
¿Qué hay de John D. Rockefeller? Acemoglu y Robinson también están equivocados acerca de este. Escriben que por 1882, Rockefeller “había creado un monopolio masivo” y que para 1890 Standard Oil “controlaba el 88% del petróleo refinado en EE.UU.”  Echemos un vistazo a los hechos.
Desde el principio, Rockefeller sabía que se encontraba en desventaja frente a sus competidores. La sede de su compañía se encontraba en Cleveland, a 150 millas de las regiones productoras de petróleo de Pennsylvania y a 600 millas de Nueva York y otros mercados del este. Por lo tanto, Rockefeller se enfrentó a costos de transporte más altos que muchos de sus competidores. Para compensar esa desventaja, construyó un oleoducto para transportar su propio petróleo y lo utilizó para ejercer presión a la baja sobre las tarifas de los ferrocarriles. Consiguió las tarifas más bajas en la forma de descuentos en vez de recortes en las tasas absolutas. ¿Por qué? No creo que los historiadores económicos estén seguros de por qué, pero he aquí mi hipótesis: los ferrocarriles dieron descuentos porque es la manera común en que los miembros de un cártel “hacen trampa” en el precio. Ellos pueden decir, sin mentir, a los clientes que no obtienen los descuentos que están cobrando a todos la misma tarifa. En la medida en que esto estaba ocurriendo, el mismo Rockefeller estaba rompiendo con el cártel de los ferrocarriles. Y romper cárteles se supone que es algo bueno, no malo.
Pero, ¿por qué los ferrocarriles darían exclusivamente a Rockefeller estos descuentos? Como se ha señalado, esto se dio en parte por su amenaza fidedigna de usar su propio oleoducto. Además, como señalan Reksulak y Shughart, él construyó su primera refinería estratégicamente ubicada en un lugar que permitiría enviar el petróleo al Lago Erie y desde allí al mercado del Noroeste. Esto, indican Reksulak y Shughart, le permitió obtener menores tarifas de los ferrocarriles durante los meses de verano.2 Adicionalmente, Standard Oil proveyó instalaciones de carga y descarga y seguro contra incendios a su propio costo. Finalmente, Standard Oil proporcionó un alto volumen de tráfico ferroviario en periodos predicibles, una ventaja crucial para los ferrocarriles que tenían costos fijos altos y bajos costos variables.
Una duda que siempre he tenido es cómo Rockefeller obtuvo “drawbacks” de los ferrocarriles. “Drawbacks” eran los descuentos basados en los envíos que realizaban los competidores de Rockefeller. Reksulak y Shughart ofrecen una explicación plausible. Escriben:
“Ayudando a reducir el costo promedio del transporte ferroviario en las formas que hemos documentado, Rockefeller confirió una externalidad positiva sobre sus rivales, reduciendo el costo promedio de los ferrocarriles de administrar sus propios envíos. Los ‘drawbacks’ eran una forma de los ferrocarriles de compartir esas ganancias con la compañía responsable por ellas”.3
Otra ventaja que Rockefeller creó fue el mismo producto. Su producto principal en ese entonces era el kerosene. El kerosene, si no era producido con una estricta especificidad, tenía una desagradable tendencia a explotar y matar o herir a quienes lo utilizaban. Eso no es bueno, por decirlo suavemente, para una empresa que busca ganar cuotas de mercado. Rockefeller quería que los compradores supieran que su producto era seguro porque satisfacía un riguroso proceso estandarizado de producción. De allí el nombre de su empresa: Standard Oil.
La parte más especulativa del razonamiento anterior es el por qué Rockefeller consiguió descuentos en vez de rebajas directas en los precios. Pero lo que no es especulativo es cómo expandió su cuota de mercado. Hizo esto bajando los precios y casi cuadriplicando las ventas. El profesor de economía de la Universidad de Chicago, Lester Telser, en su libro de 1987, A Theory of Efficient Cooperation and Competition4, señala que entre 1880 y 1890 el la producción de productos petroleros aumentó 393%, mientras que el precio cayó 61%. Telser escribe: “El trust petrolero no cobraba precios altos porque tenía el 90% del mercado. Consiguió el 90% del mercado de petróleo refinado cobrando precios bajos”. ¡Qué monopolio!
Tampoco eran una casualidad los casos de Vanderbilt y Rockefeller. Si los trusts de finales del siglo XIX habían monopolizado las industrias donde se encontraban, como muchos creen, entonces en la medida en que esos trusts ganaban más cuotas de mercado, no deberían haber aumentado mucho la producción y deberían haber aumentado los precios. De hecho, ocurrió lo contrario. La producción incrementó marcadamente y los precios bajaron. En unas investigaciones pioneras en los años ochenta, el economista de la Universidad de Loyola, Thomas DiLorenzo, documentó estos hechos. En un artículo de 19855, DiLorenzo encontró que entre 1880 y 1890, mientras que el producto bruto interno real aumentó un 24%, la producción real en las industrias supuestamente monopolizadas (para las que había datos disponibles) incrementó en un 175%, más de siete veces por encima de la tasa de crecimiento de la economía. Mientras tanto, los precios en estas industrias disminuían. Aunque el índice de precios al consumidor cayó 7% en esa década, el precio del acero disminuyó 53%, el del azúcar refinado 22%, el del plomo 12% y el del zinc 20%. El único precio que cayó menos de 7% en las supuestas industrias monopolizadas fue el del carbón, que permaneció constante.
¿Por qué tenemos una visión tan distorsionada de la era de los llamados barones ladrones? Una razón es que la prensa popular de ese momento difundió esa visión. Curiosamente, Ida Tarbell, la famosa periodista de escándalos que dio a Rockefeller su mala prensa6, no era una observadora desinteresada. En su vida temprana, ella había visto a su padre, un productor y refinador de petróleo, perder en competencia con Rockefeller. Su padre había ido progresando, y su familia, como resultado de esto, disfrutaba de “lujos de los que nunca habíamos escuchado”7. Todo eso llegó a su fin y Tarbell nunca perdonó a Rockefeller.
De hecho, prácticamente nada del impulso por las leyes antimonopolio provino de los consumidores. Gran parte de este provino de pequeños productores que habían sido desplazados del mercado por la competencia. No querían más competencia; querían menos. DiLorenzo cita a uno de los “destructores de trusts”, el congresista William Mason, quien admitió que los trusts eran buenos para los consumidores. Lo que no le gustaba era que cuando los grandes trusts bajaban los precios, las empresas pequeñas se quedaban fuera del negocio. Mason dijo:
“Los trusts han hecho los productos más baratos, han reducido los precios; pero si el precio del petróleo, por ejemplo, se redujera a un centavo por barril, no corregiría el daño causado a las personas de este país por los trusts que destruyeron la competencia legítima y apartaron a hombres honestos de empresas legítimas de negocios”.8
En resumen, los barones ladrones, al menos aquellos cuyas acciones tienden a ser destacadas, no eran ni ladrones ni barones.
Pero, ¿por qué es así? ¿Por qué es que los trusts de finales del siglo XIX prosperaron, no monopolizando sino compitiendo ferozmente? Allí yace la lección de economía. Como el difunto economista de la Universidad de Chicago, George Stigler, quien ganó el premio nobel en 1982, señaló, “Los monopolios y y casi monopolios perdurables más importantes en EE.UU. dependen políticas del estado”9. Esto es así porque si el estado no impide la entrada, las ganancias altas de las firmas con poder de mercado atraen a nuevos entrantes y nueva competencia, de la misma forma que la miel atrae a las hormigas. Como lo expresé en el décimo punto de mi artículo “Ten Pillars of Economic Wisdom”10, parafraseando a Stigler, “La competencia es una melaza resistente, no una flor delicada”.
Stigler se centró en la competencia de precios, pero el difunto economista austriaco Joseph Schumpeter enfatizó lo que vio, correctamente, como una fuente aun más importante de la competencia. Schumpeter escribió:
“En la realidad capitalista, diferente a su imagen en los libros de texto, no es ese tipo de competencia la que cuenta, sino la competencia que surge de la nueva mercancía, la nueva tecnología, la nueva fuente de suministros, el nuevo tipo de organización (la unidad de control a mayor escala por ejemplo) —competencia que posee un costo decisivo o una ventaja en calidad, y que ataca, no los márgenes de las ganancias y las producciones de las firmas existentes, sino sus cimientos y sus vidas mismas”.11
El término memorable de Schumpeter para este tipo de competencia fue “destrucción creativa” –“creativa” porque la nueva mercancía, tecnología, etc., creaba un nuevo producto o servicio y “destrucción” porque destruía al viejo. Piense de nuevo en Rockefeller. Creó un kerosene más seguro y un oleoducto para transportar su petróleo. Haciendo esto, destruyó a muchos competidores pequeños –y benefició a los consumidores estadounidenses. Nos convendría tener más “barones ladrones” como estos.