Estado de Bienestar, un callejón sin salida hacia la crisis y el endeudamiento
Hace tiempo, Octavio Paz describió al Estado moderno llamándolo un ogro filantrópico, una contundente y breve definición que encierra lo esencial de su naturaleza. Un monstruo bondadoso que nos ofrece proteger nuestra salud, educar a nuestros hijos y darnos una pensión cuando se apague la fuerza de nuestras vidas. Pero un monstruo al fin, porque está investido de la fuerza, porque nos quita una buena parte de lo que producimos con sus impuestos, porque su inmensa burocracia nos abruma con sus regulaciones, nos dice qué va a enseñarse en las escuelas y cómo debemos comportarnos para que nos entregue sus beneficios.Este Estado de Bienestar se basa en una especie de contrato social implícito: el ciudadano entrega al gobierno una buena parte de lo que produce (a veces, hasta más de la mitad) y a cambio recibe todos esos bienes que tanto aprecia y vive sin incertidumbre, protegido por una especie de abstracto padre bondadoso que vela por su destino. Pero el Estado no es un padre bondadoso, ni una entidad divina capaz de otorgarnos la felicidad: es una institución como cualquier otra, creada y manejada por seres de carne y hueso que tienen sus propios intereses e ideas. Algunos se sienten realizados cumpliendo lo mejor que pueden con sus tareas, pero otros roban o abusan de su poder, escudados detrás de reglamentos que, ellos mismos, hacen e interpretan.
Y este tipo de estado, el que hoy existe en todas partes, tiene además una característica que lo hace peligroso, muy peligroso: tiende siempre a crecer, a expandirse, a crear nuevas dependencias y desarrollar crecientes funciones. Los propios ciudadanos, de algún modo, así lo piden.
Quieren educación completa y de buena calidad a todos los niveles, una más amplia cobertura en salud, pensiones y jubilaciones mayores. Los políticos, claro está, se muestran sensibles a estas demandas, pues en ello va su propio interés: nadie quiere votar o apoyar a quien prometa reducir los beneficios que proporciona el Estado. Pero todo esto cuesta dinero, claro está, cada vez más dinero. Aumentan los impuestos, se hace más rígido el control sobre la economía y las transacciones de los particulares y, también, cuando esto no alcanza, se acude al endeudamiento de los gobiernos, que en casi todas partes tienen deudas que nunca se podrán pagar.
Esto es así en los países más ricos, que han desarrollado tiempo atrás una economía compleja basada en el juego de los mercados, capaz de proveer al estado con inmensas cantidades de dinero. En otros, como en los de América Latina, el Estado de Bienestar asume la forma de una triste caricatura: las jubilaciones y pensiones se erosionan y vuelven ridículas por la inflación, los hospitales carecen hasta de medicinas, las escuelas se convierten en máquinas ritualistas gobernadas por sindicatos que agrupan a maestros cada vez menos capacitados. La gente paga altos impuestos y recibe muy poco a cambio, pero sigue insistiendo y pidiendo siempre más a unos gobiernos ineficientes.
Por todo esto el Estado de Bienestar se ha convertido en un callejón sin salida: más impuestos y más deuda pública terminan haciendo languidecer la economía y provocan crisis como la de 2008, con su secuela de devaluaciones y de desempleo. Los ciudadanos, por otra parte, sufren también las consecuencias morales y materiales de vivir bajo la tutela de este ogro filantrópico. Cada vez más son quienes se ven reducidos a la triste condición de mendigos de las ayudas y los subsidios, dependientes de ese aparato burocrático que les proporciona sus medios de vida. Cada vez resulta más difícil mantener los beneficios que provienen del gobierno, pues con economías en crisis o estancadas se recogen menos impuestos. La deuda pública aumenta, se hace impagable y se convierte en una carga que pesará sobre las generaciones futuras.
América Latina necesita crecer económicamente para elevar el nivel de vida de sus habitantes y para eso sería preciso que los gobiernos redujeran sus impuestos y dejaran de alimentar la ilusión de que aquí podemos crear un Estado de Bienestar funcional. Pero para que esto ocurra es necesario que antes cambie la mentalidad de sus ciudadanos: la culpa no es de los políticos sino de lo que exigimos a los gobiernos, de la forma en que nos dejamos subyugar por las promesas de políticos demagogos y populistas. Hasta que no cambie la mentalidad de la población y se comprenda que el Estado nada produce, sino que da con una mano lo que quita con la otra, no se podrá lograr el progreso y el desarrollo que queremos.
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