Por Carlos Alberto Montaner
El 6 de noviembre los nicaragüenses
vuelven a las urnas. Probablemente reelijan a Daniel Ortega. Lo apoya
una parte sustancial del país. El líder sandinista ha tomado todas las
avenidas para que eso suceda. Primero modificó la Constitución para que
la reelección inmediata fuera posible. Antes se prohibía.
Para lograrlo, amenazó, compró o acusó
ante los tribunales a numerosos opositores. Por último, arrebató y
trasladó graciosamente la personería jurídica de los liberales más
poderosos –sus mayores adversarios– a un grupo afín carente de atractivo
electoral. En el camino dejó sin sus escaños a 28 molestos
parlamentarios.
Daniel Ortega no quería correr riesgos.
Ninguna táctica era demasiado repugnante para rechazarla. En febrero de
1990, pese a las encuestas, había perdido las elecciones contra Violeta
Chamorro, lo que le había costado 17 años en la oposición, aunque dotado
de poder real y de una capacidad de intimidación que corría pareja a su
notable falta de escrúpulos.
Estaba decidido a no volver a padecer la
indignidad de una derrota, ni a someterse a la humillante práctica
burguesa de la alternancia en el poder. Esa fue la primera lección que
aprendió. Las elecciones se ganan de cualquier manera. A las buenas o a
las malas, con trampas si es necesario, pero se ganan.
La segunda lección es que la forma de
organizar la economía que había conocido en Cuba durante su elemental
formación marxista-leninista, inevitablemente conducía a la indigencia.
Es demasiado estúpida e improductiva. Tras una década del primer
sandinismo –los años ochenta– Nicaragua era un minucioso desastre.
Es verdad que debió enfrentarse a una
guerra civil, pero la clave del fracaso, de la escasez inmensa, y de la
hiperinflación estaba en el colectivismo. Habían tomado el aparato
productivo, lo destruyeron, y desbandaron o exiliaron a los empresarios.
Esa imbecilidad es muy costosa.
El Daniel Ortega bis no cometió el mismo
error. En su segunda etapa, como la familia Somoza, ha gobernado con
los empresarios. Muchos lo adoran, otros lo aceptan, y muy pocos lo
rechazan. Están ganando plata y hay inversiones extranjeras, además del
maná petrolero que fluye de Venezuela (a punto de acabarse).
El mismo Ortega ha amasado una buena
fortuna personal. Numerosos sandinistas comenzaron a hacerlo tras la
piñata de 1990. Se le llama piñata al periodo de robo desenfrenado que
practicaron en Nicaragua entre el 25 de febrero de 1990, cuando
perdieron las elecciones, y el 25 de abril, cuando entregaron el
gobierno.
Los sandinistas se apoderaron de
tierras, fábricas y mansiones. Luego, los gobiernos de la democracia
–Violeta Chamorro, Arnoldo Alemán, Enrique Bolaños– tuvieron que
desembolsar más de 1300 millones de dólares a los legítimos propietarios
para compensarlos en alguna medida. Todavía quedan cientos de millones
de deuda nacional por este concepto.
La tercera lección es que con los
gringos no vale la pena meterse. Se conforman con poco: control del
narcotráfico, de la delincuencia, de la emigración ilegal, y que no
perjudiquen innecesariamente a los inversionistas y empresarios dotados
de pasaporte norteamericano. A Washington ni siquiera le molesta la
retórica antiyanqui inspirada por el chavismo.
La embajada estadounidense de vez en
cuando habla de los Derechos Humanos y de la necesidad de guardar las
formas democráticas, pero a sabiendas de que es un ejercicio retórico
vacío, como cuando Daniel Ortega se larga un discurso antiimperialista.
Son fanfarronadas para entretener a la galería.
La cuarta lección es que el clientelismo
populista es mucho más eficaz que la represión para mantener contento a
ese 70% de nicas pobres y extremadamente miserables que hay en el país.
Es mejor mandarles una pareja de chanchos a los campesinos, o un saco
de semillas, o unas planchas de aluminio para los techos, que
controlarlos a palo y tentetieso. El clientelismo populista no saca de
la miseria a las multitudes, pero las mantiene contentas.
¿Qué es lo que Ortega ignora? Algo bien
sencillo: las naciones abandonan el subdesarrollo de una manera
permanente cuando sus ciudadanos son libres, los individuos detentan
realmente la soberanía, los gobiernos se les subordinan, las
instituciones de derecho consiguen un alto grado de gobernabilidad, y
transmiten la autoridad de una manera justa y organizada mediante
elecciones libres. Nada de esto sucede en Nicaragua.
¿Por qué cree Daniel Ortega que
Nicaragua es el país más pobre de Hispanoamérica? En los setenta
Nicaragua crecía al 7 u 8% anual, pero los Somoza manejaban al país como
una finca, fueron derrocados, y con ellos la sociedad se precipitó en
la etapa sandinista. Todavía no han recuperado los índices de desarrollo
de 1979.
¿Qué va a pasar cuando Ortega bis, o sus
sucesores, probablemente a tiros, pierdan el poder? Otra vez la nación
retrocederá peligrosamente. Es una pesadilla circular. Una variante del
eterno retorno a la barbarie.
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