Por Álvaro Uribe Vélez
Una mayoría de colombianos rechazó este
mes el acuerdo del gobierno con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de
Colombia, el grupo marxista narcoterrorista mejor conocido como FARC. El
gobierno usó y abusó de todos sus poderes en un esfuerzo por asegurar
la victoria, pero millones de votantes decidieron que el país estaría
mejor sin ceder a las exigencias de los rebeldes. Todos los colombianos
quieren la paz. Cualquier acuerdo futuro, debe tener en cuenta las
preocupaciones sustanciales de los votantes.
Colombia ha sido por largo tiempo la
democracia más estable de América Latina, con gobiernos votados por el
pueblo durante casi todo el siglo pasado. Aunque la batalla del gobierno
contra los rebeldes de las FARC a menudo se describe como una guerra
civil, este conflicto no es un levantamiento contra un régimen opresivo.
En lugar de eso, es una lucha que ha enfrentado a gobiernos
democráticos contra persistentes amenazas terroristas al imperio de la
ley. Hay que recordar que las FARC son también un prolífico cartel de la
cocaína.
Cuando fui presidente de Colombia, entre
2002 y 2010, implementamos una agresiva política de seguridad para
combatir el narcoterrorismo. Estaba dirigida a proteger las libertades y
los derechos de los ciudadanos, así como para promover la confianza de
los inversionistas y fortalecer los lazos de cohesión social en todo el
país. Aunque lejos de ser un paraíso, en 2010 Colombia era un país más
seguro con una economía en rápido crecimiento.
Estos logros llevaron a la elección del
actual presidente, Juan Manuel Santos, a quien apoyé en ese entonces.
Pero poco después de asumir el poder, Santos cambió su plataforma
política y enfocó su presidencia en las negociaciones con las FARC.
Cifras de la Oficina de las Naciones Unidas Contra las Drogas y el
Delito muestran que la producción ilegal de coca se duplicó entre 2012 y
2015. La deuda pública llegó a 54% del Producto Interno Bruto en 2015,
frente a 43% en 2010, según el banco central de Colombia. El informe de
competitividad global del Foro Económico Mundial indica que las tasas
tributarias efectivas sobre las empresas han alcanzado cerca de 75%.
Colombia se ha vuelto menos atractiva para los inversionistas privados.
Después de años de negociaciones, Santos
alcanzó un acuerdo con las FARC, plasmado en un pacto de 297 páginas.
El público tuvo la oportunidad de dar su opinión. Había muchas razones
para rechazar el acuerdo, incluyendo serias dudas sobre la legitimidad
del plebiscito mismo. El gobierno, cuestionablemente, redujo el umbral
de participación que habría hecho que el pacto fuera de cumplimiento
obligatorio con tan sólo el 13% de la ciudadanía habilitada para votar.
Originalmente ese requisito había sido del 50%.
Santos también presentó un acuerdo
enormemente complejo como una simple pregunta de si o no. Si hubiera
ganado el “Sí” el acuerdo habría sido incorporado a la constitución del
país. Eso habría invalidado muchos de nuestros principios fundamentales.
El gobierno llevó a cabo una campaña
vergonzosa. Amenazó con retener dinero de los gobernadores que no
apoyaran el acuerdo abiertamente. Usó fondos públicos para una campaña
masiva de publicidad, a la vez que negó recursos a la campaña de la
oposición.
Pese a todas sus ventajas, los
defensores del “Sí” perdieron debido a la sustancia de su política.
Considere a algunos de los aspectos más indignantes del acuerdo: habría
reemplazado la rama judicial de Colombia con un tribunal separado, a la
medida de las necesidades de las FARC y diseñado para garantizar la
impunidad de sus crímenes de guerra. También proveía una amnistía amplia
a los narcotraficantes, sobre la base de que su comportamiento era una
extensión de los crímenes políticos.
El voto del “No” significa que el
acuerdo original ya no existe. Sin embargo, la paz aún puede ser
alcanzada con los cambios profundos y necesarios que millones de
colombianos han pedido. Sólo estos cambios pueden asegurar que Colombia
no caiga presa del populismo socialista respaldado por Venezuela que las
FARC y sus aliados han impulsado. En consecuencia espero que el
gobierno colombiano siga el mandato del pueblo de renegociar con las
FARC.
Las instituciones judiciales existentes
en el país deben ser encargadas de la tarea de operar el esquema de
justicia transicional. Los guerrilleros rasos que no son responsables de
crímenes atroces podrían recibir una amnistía, pero los cerebros de las
FARC que han cometido crímenes de guerra y despreciables violaciones de
derechos humanos deben ser castigados. ¿Qué tipo de mensaje enviaría la
impunidad a otros terroristas?
A los comandantes de las FARC que han
cometido crímenes graves no se les debería dar el privilegio de
postularse a cargos públicos, como sucede con otros criminales convictos
en Colombia. Hicimos cumplir una restricción similar para los 35.000
paramilitares que se desmovilizaron durante mi gobierno. Los líderes
políticos deberían ser los modelos a seguir, no los ex terroristas.
Un nuevo acuerdo de paz también debe
requerir que las FARC entreguen la fortuna generada por las drogas para
ayudar con ella a las víctimas de la violencia. El grupo debe liberar a
los niños que ha reclutado por años y responder por cada ciudadano que
ha secuestrado. Además, el acuerdo debería incluir protecciones para la
inversión privada en Colombia, tales como un compromiso para respetar
los derechos de tierras, preservar la salud fiscal del gobierno y
mantener la competitividad de la economía privada. En cierto modo, el
acuerdo original guardó silencio en estos asuntos.
Colombia necesita el entendimiento y
apoyo de la comunidad internacional para hacer cambios profundos al
acuerdo. Esto es lo que los colombianos han decidido, sabiendo mejor que
nadie lo que hay en juego.
El autor fue presidente de Colombia entre 2002 y 2010.
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