José Manuel Suárez Mier
El progreso económico ocurre cuando el gobierno y la sociedad son capaces de eliminar “la arena de los engranajes” que le permiten a la máquina de la economía moverse con menor resistencia y mayor agilidad, metáfora que tomo del New Monetary Framework de Jerry Jordan citado en mi penúltima columna.
La arena que atasca el motor de la economía puede aflorar por causas naturales, como los costos de transacción y los inherentes a obtener información, pero con más frecuencia surge por políticas públicas erradas, como cuando el gobierno tolera o propicia la colusión de intereses especiales creando estancos que generan rentas que no son sino transferencias de los consumidores a los monopolios.
Erigir barreras que impedían la competencia y protegían a monopolios y oligopolios, como sufrimos en México por décadas en telefonía y televisión o en todo el sistema ante la competencia foránea en su larga era proteccionista, que se empezó a demoler en 1985, resultaba más rentable para los políticos que mercados libres.
¿Qué explica entonces la apertura iniciada por Miguel de la Madrid? Su convicción que la sustitución de importaciones y la estatización de empresas llevó a un aparato productivo poco competitivo globalmente que sólo podía cambiar forzándolo a competir, lo que obligó a emprender su privatización y a derruir barreras externas.
Esta situación tiene su correlato en política monetaria. El gobierno hizo promesas incumplibles de regalar recursos a clientelas políticas y cientos de empresas paraestatales que llegaron a perder el 18% del PIB en 1982. Tan enorme déficit se volvió imposible de financiar con deuda externa cuando se desplomó el precio del petróleo por lo que se tuvo que recurrir a crear dinero.
Echar a “andar la maquinita” de hacer billetes cumplió también otro fin prioritario, usado por los gobiernos desde tiempo remotos: amortizar una deuda impagable generando elevada inflación, requisito previo a iniciar un programe creíble de estabilización como el adoptado a fines de 1987.
Simultáneamente empezó la mutación del régimen cambiario hacía la flotación, a partir de una paridad fija cuya credibilidad se esfumó con la devaluación de 1976 y el penúltimo ladrido de Jolopo –el último fue la imposición del control integral de cambios y la expropiación de la banca- “que defendería el peso como perro,” sólo para ver su desplome en 400% semanas después.
Una autentica flotación monetaria demandaba un marco institucional distinto por completo al que permitió al Banco de México financiar déficit públicos. A fines de 1993 se cambió radicalmente su estatuto jurídico y definió como su único mandato de política monetaria la estabilidad de precios y prohibió prestarle al gobierno.
Con el fin de “anclar” las expectativas se adoptó una meta puntual para la tasa anual de inflación medida por el Índice de Precios al Consumidor –que ya no se elabora en Banxico sino en el Inegi para evitar conflicto de intereses-, que se ha venido cumpliendo puntualmente y hoy está en su nivel más bajo en décadas, a pesar que el peso frente al dólar de EU se ha depreciado en 14.4% sólo en el último año.
Sin embargo, desde la crisis financiera iniciada en 2008 se han multiplicado las presiones para que la política monetaria de los bancos centrales “continúe apoyando el crecimiento de la actividad económica,”[2] lo que significa mantener políticas muy laxas, como las seguidas hoy en Japón y la Unión Europea.
Este no ha sido el caso del Banco de México, forzado a apretar su política monetaria ante la turbulencia causada por la enorme lentitud del Fed en normalizar la suya y empezar a elevar tasas de interés y a vender la gran cantidad de activos comprados para financiar déficit fiscales y estimular el crecimiento.
¿Cómo y cuándo terminará esto? Nadie lo sabe.
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