¿Qué pasaría con los lobbies en un mercado libre?
Por Juan Ramón Rallo
Los liberales nos oponemos radicalmente a los grupos de presión que tratan de cosechar privilegios mediante el uso de la coacción estatal.
De hecho, siguiendo a la Escuela de la Elección Pública, consideramos
que el Estado ha terminado convirtiéndose en un instrumento para
redistribuir la riqueza desde los grupos sociales desorganizados
(contribuyentes) a los grupos sociales organizados (lobbies): la
creciente concentración de poder en manos del Estado hace que éste se
convierta en un instrumento muy apetitoso que todos aquellos que logren
manejarlo su privativo beneficio.
Así las cosas, la receta que proponemos
los liberales para terminar con los lobbies es bien sencilla: si los
lobbies surgen porque el Estado copa demasiado poder, nada más sencillo
que reducir el Estado a una mínima expresión; si le quitamos el BOE al
Estado, los grupos de presión no podrán estampar su letra en el BOE ni,
en consecuencia, lograr prebendas a nuestra costa.
El problema es que esta receta levanta
rápidamente dudas y suspicacias entre la ciudadanía: ¿acaso si el Estado
se redujera a una mínima expresión los lobbies no tendrían mucho más
poder del que ahora tienen? ¿Acaso no necesitamos de un Estado fuerte
que mantenga los grupos de presión a raya (a pesar de que los lobbies
medran gracias a ese Estado fuerte)? ¿El debilitamiento del Estado no
supondría la creación de una oligarquía lobística capaz de imponernos
unilateralmente su voluntad? La respuesta a todas estas razonables
preguntas es NO y el motivo está muy vinculado al concepto de autoridad
política.
La autoridad política
Uno de los mejores libros que se han publicado en el último lustro es The Problem of Political Authority, del filósofo estadounidense Michael Huemer
(si me permiten un consejo: colóquenlo en su top de prioridad de
lecturas). En él, Huemer se plantea una simple pregunta: ¿por qué la
mayoría de la sociedad acepta y legitima que el Estado haga cosas que
vería con horror que hicieran los agentes privados? Por ejemplo, la
mayoría de la sociedad ve razonable que el Estado cobre impuestos para
dar subvenciones a una ONG, pero en cambio consideraría aberrante que yo
(o una turba mayoritaria de personas) entrara en casa de mi vecino, le
quitara la cartera y le diera ese mismo dinero a una ONG. Otro caso
sonado: todos rechazamos los trabajos forzosos y, sin embargo, en muchos
países sigue vigente el servicio militar obligatorio. ¿Por qué esta
doble vara de medir? ¿Por qué le toleramos al Estado actividades que rechazamos frontalmente cuando las ejecutan individuos?
Según Huemer, porque el Estado posee
autoridad política, esto es, la legitimidad política socialmente
reconocida al Estado para imponer leyes y usar la coacción sobre una
sociedad (sociedad que, a su vez, tiene la obligación política de
obedecerlo). La autoridad política según Huemer se halla limitada
territorialmente (un Estado sólo tiene autoridad política sobre su
territorio), pero es general dentro de él (todos, o casi todos, los
ciudadanos tienen la obligación de obedecer al Estado); sus mandatos
pueden referirse a diversísimos asuntos y son cuasi-ilimitados en su
contenido; y, por último, se trata un ejercicio de supremacía, en tanto
en cuanto dentro del territorio nadie se halla jerárquicamente por
encima del Estado.
La tesis de Huemer no es novedosa dentro de la filosofía política: Étienne de La Boétie ya aseveró que la servidumbre política era esencialmente voluntaria; dos siglos después, David Hume ya sostuvo que
“como la fuerza está siempre del lado de los gobernados, quienes
gobiernan no pueden apoyarse sino en la opinión. La opinión es, por
tanto, el único fundamento del Gobierno”; y más recientemente, el
concepto de puntos focales del Nobel estadounidense Thomas Schelling nos permite caracterizar el Estado como un
foco reforzado de expectativas convergentes que, gracias a ello,
permite la coordinación social tácita en materia de orden público y de
resolución de conflictos. Pero Huemer sí tiene el mérito de
clarificar esta tesis y, sobre todo, de insertarla en una brillante y
sistemática exposición sobre la (inexistente) legitimidad de esa
autoridad política.
En este sentido, podemos definir al
Estado como aquel ente al que la inmensa mayoría de ciudadanos le
reconoce autoridad política (reconocimiento tácito y descentralizado
mediante un proceso de expectativas emergentemente convergentes). El
Estado, pues, puede hacer lo que hace porque el conjunto de la sociedad
acepta concederle un poder discrecional vastísimo: poder discrecional
vastísimo que en la actual sociedad sólo le reconoce al Estado.
Los políticos patrimonializan la autoridad política
En Occidente, los grupos de presión
carecen de autoridad política. Si la tuvieran, podrían actuar al margen
del Estado y no necesitarían, en consecuencia, ejercer costoso cabildeo
alguno sobre el Estado. Si un grupo de presión con autoridad política
quisiera cobrar una subvención, simplemente iría y se la arrebataría por
sí mismo a los ciudadanos; si un grupo de presión con autoridad
política deseara expropiar un terreno a un justiprecio ridículamente
bajo, simplemente lo ocuparía sin necesidad de ejercer fuerza alguna; si
un grupo de presión con autoridad política entrara en quiebra y
ambicionara recapitalizarse a costa de los ciudadanos, tan sólo tomaría
su patrimonio; si un grupo de presión con autoridad política aspirara a
convertirse en el proveedor monopolístico de un determinado servicio,
únicamente tendría erigirse normativamente como tal.
Es obvio, empero, que los lobbies carecen hoy de autoridad política para ejercer por sí solos todas estas tropelías.
La sociedad no aceptaría que ninguna empresa o asociación de personas
se arrogara semejantes poderes. Y, justamente porque carecen de
autoridad política propia, los lobbies sólo encuentran una vía para
ejercerla en su propio provecho: valerse de la autoridad política que sí
posee el Estado.
A eso precisamente se dedican: a ejercer presión
sobre los mandatarios a los que la ciudadanía sí les reconoce autoridad
política. En otras palabras, los políticos subastan derechos de uso de
su autoridad política en el mercado negro de los lobbies: aquel grupo de
presión que más puje (no necesariamente en metálico) recibe el favor
del político correspondiente. La estrategia de los políticos, pues,
consiste en patrimonializar la autoridad política que se les ha
concedido para capitalizarla alquilándosela al mejor postor. ¿La
solución liberal? Limitar enormemente (o incluso eliminar) la autoridad
política que socialmente le reconocemos al Estado.
¿Y si el Estado no tuviera (tanta) autoridad política?
A este respecto, existen dos tesis sobre
cuál sería el resultado de una sociedad que privara al Estado de la
totalidad o de la mayor parte de su autoridad política: la tesis no
liberal es que, si se privara al Estado de autoridad política, otras
organizaciones no estatales (oligarquías, mafias, etc.) terminarían
siendo receptoras de esa autoridad política socialmente reconocida, por
lo que los lobbies actuales podrían volverse incluso más poderosos; la
tesis liberal es que una drástica reducción de la autoridad política del
Estado no tiene por qué implicar su transferencia a otros agentes
privados, sino que puede simplemente desaparecer.
Es verdad que en sociedades civiles
desestructuradas, donde la mayor parte de la coordinación humana se
ejerce a través de líderes fuertes o caudillos, la supresión de unas
formas de autoridad política tiende a conllevar la emergencia de otras:
por ejemplo, si históricamente ha sido el caudillo quien ha determinado
en qué actividades trabajan todas las personas de una comunidad, es
dudoso que de la noche a la mañana la supresión del caudillo permita la
emergencia de un mercado laboral libre, por lo que los miembros de esa
comunidad terminarán reconociéndole autoridad política a otro caudillo
para que sigue asignando los puestos de trabajo (ésa es su única forma
de coordinarse a corto plazo).
Sin embargo, en Occidente sí contamos con sociedades civiles estructuradas mediante instituciones espontáneas e impersonales:
sociedades civiles, por consiguiente, para cuya coordinación amplia no
se requiere de un caudillo que centralice coactivamente el poder de
decisión. Por ejemplo, para coordinarnos socialmente y decidir si el
ciudadano A debe transferirle parte de su renta a la empresa Z, no
necesitamos de ningún caudillo que lo dictamine mediante una ley de
subvenciones: basta con que apliquemos las reglas impersonales del
derecho de propiedad y del cumplimiento de los contratos voluntariamente
suscritos. A saber, si el ciudadano A pacta voluntariamente con la
empresa Z una transferencia unilateral o bilateral de renta, ésta deberá
producirse; en caso contrario, no. Lo mismo cabe decir con respecto a
la determinación social del número de empresas que debe haber en un
sector: ¿es necesario que alguien lo determine coactivamente o es algo
que termina descubriéndose a través del ejercicio de la libre
competencia? Más bien lo segundo.
Dicho de otra forma, si el Estado deja de dar subvenciones a los lobbies, éstos no adquirirán autoridad política para cobrárselas por su mano,
pues la sociedad puede coordinarse perfectamente en ese punto sin que
la “autoridad política para determinar la transferencia de renta a
empresas privadas” se halle en manos de nadie. Y lo mismo cabe decir de
todas las hiperregulaciones estatales que actualmente promueven los
lobbies en beneficio propio.
En definitiva, minimizar el tamaño del
Estado —dejar de reconocerle autoridad política para multitud de
actividades que hoy viene ejerciendo– no implica maximizar el poder de
los lobbies, sino minimizarlo por igual: los grupos de presión carecen
de autoridad política para ejercer la coacción sobre la sociedad y, por
ello, han de instrumentar al Estado (que de momento sí la tiene) en su
favor. Menos Estado no es misma autoridad política repartida de otro
modo, sino menos, ya que la sociedad libre puede coordinarse
internamente a través de propiedades privadas individuales,
copropiedades colectivas y contratos voluntarios: como mucho, se
necesitará de una autoridad política ultralimitada que se encarga de
velar por el respeto al contenido de esos derechos… pero nada más. Ése
es, pues, el camino para luchar contra la corrupción y los lobbies: reducir
el tamaño del Estado al mínimo indispensable para permitir la pacífica,
cooperativa y espontánea coordinación interna de una sociedad.
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