Por el buen camino
Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
El 28 de julio asumió la presidencia de
Perú Pedro Pablo Kuczynski. Es, desde la caída de la dictadura de
Fujimori en el año 2000, el quinto mandatario —luego de Valentín
Paniagua, Alejandro Toledo, Alan García y Ollanta Humala— que llega al
poder por la vía democrática. Pesa sobre sus hombros la responsabilidad
de impulsar una legalidad y un progreso que en estos dieciséis años han
caracterizado la orientación del país. Este progreso hay que entenderlo
de manera muy amplia, es decir, no sólo representado por el desarrollo
económico que ha hecho de Perú una de las naciones latinoamericanas que
ha crecido más y ha atraído más inversiones en este período, sino,
también, por ser un país en el que se ha respetado la libertad de
expresión y de crítica, y donde han funcionado la diversidad política,
el pluralismo y la coexistencia en la diversidad.
Los problemas son todavía enormes, desde
luego, empezando por la seguridad y las desigualdades, la corrupción,
la falta de oportunidades para los pobres, la insuficiente movilidad
social y muchos otros. Pero sería una gran injusticia desconocer que en
todos estos años Perú ha gozado de una libertad sin precedentes, que se
ha reducido de manera drástica la extrema pobreza, que la clase media ha
crecido más que en toda su historia pasada, y que la descentralización
económica, administrativa y política del país ha avanzado de manera
impresionante.
Pero, tal vez, lo más importante ha sido
que en estos últimos dieciséis años una cultura democrática parece
haber echado unas raíces que hasta hace poco eran muy débiles y ahora
cuentan con el respaldo de una gran mayoría de peruanos. Es posible que
todavía existan algunos estrafalarios de la vieja derecha que crean en
la solución militar y golpista, y, en la extrema izquierda, grupúsculos
que sueñan todavía con la revolución armada, pero, si realmente existen,
se trata de sectores muy marginales, sin la menor gravitación en el
grueso de la población. La derecha y la izquierda parecen haber depuesto
sus viejos hábitos antidemocráticos y haberse resignado a operar en la
legalidad. Tal vez hayan comprendido que esta es la única vía posible
para que los remedios de los problemas de Perú no sean peores que la
enfermedad.
El atraso y la barbarie política, aunque han retrocedido, están lejos de desaparecer
¿Qué explicación tiene semejante
evolución de las costumbres políticas en Perú? Los experimentos
catastróficos de la dictadura militar socialista del general Velasco,
cuyas reformas colectivistas y estatistas empobrecieron al país y
sembraron el caos; la guerra revolucionaria y terrorista de Sendero
Luminoso y la represión consiguiente que causaron cerca de 70.000
muertos, decenas de miles de heridos y unos daños materiales cuantiosos.
Y, finalmente, la dictadura de Fujimori y Montesinos, con sus crímenes
abominables y los vertiginosos robos —unos 6.000 millones de dólares, se
calcula— de los que el país ha podido recobrar sólo migajas.
Para algunos podría tal vez parecer
contradictorio con esto último que la hija del exdictador, Keiko
Fujimori, sacara tan alta votación en los últimos comicios y que la
bancada que le es adicta sea mayoritaria en el Congreso. Pero esto es
puro espejismo; como el odriísmo y el velasquismo, el fujimorismo es una
construcción artificialmente sostenida con una inyección frenética de
demagogia, populismo y cuantiosos recursos y destinada a desaparecer
—apostaría que a corto plazo—, igual que aquellos vestigios de las
respectivas dictaduras de las que nacieron. Su existencia nos recuerda
que el atraso y la barbarie política, aunque han retrocedido, están
todavía lejos de desaparecer de nuestro entorno. El camino de la
civilización es largo y difícil. Este camino, emprendido hace un poco
más de tres lustros por Perú, no debe tener retrocesos, y esa es la
tarea primordial que incumbe a Pedro Pablo Kuczynski y al equipo que lo
rodea.
La imagen internacional de Perú nunca ha
sido mejor que la de ahora; en Estados Unidos y en Europa aparecen casi
a diario análisis, comentarios e informes entusiastas sobre su apertura
económica y los incentivos para la inversión extranjera que ofrece. Las
empresas peruanas, algunas de las cuales comienzan desde hace algunos
años a salir al extranjero, han experimentado un verdadero salto
dialéctico, así como la explosión turística, incrementada en los últimos
años por el atractivo culinario local, que se ha puesto de moda, en
buena medida, quién lo podría negar, gracias a Gastón Acurio y un
puñadito de chefs que, como él, han revolucionado la gastronomía
peruana.
Ójala que el gobierno de Kuczynski no caiga en una neutralidad cómplice con la tragedia venezolana
Las perspectivas no pueden ser más
alentadoras para el Gobierno que se inicia en estos días. Para que ellas
no se frustren, como tantas veces en nuestra historia, es
imprescindible que la batalla contra la corrupción sea implacable y dé
frutos, porque nada desmoraliza más a una sociedad que comprobar que el
poder sirve sobre todo para que los gobernantes y sus cómplices se
enriquezcan, violentando la ley. Ese, y la falta de seguridad callejera,
sobre todo en los barrios más desfavorecidos, es el gran lastre que
frena y amenaza el desarrollo, tanto en Perú como en el resto de América
Latina. Por eso, la reforma del Poder Judicial y de los organismos
encargados de la seguridad, empezando por la Policía, es una primera
prioridad. Nada inspira más tranquilidad y confianza en el sistema que
sentir que las calles que uno transita son seguras y que se puede
confiar en los jueces y policías; y, a la inversa, nada desmoraliza más a
un ciudadano que salir de su casa pensando en que será atracado y que
si acude a la comisaría o al juez en busca de justicia será atracado
otra vez, pues jueces y policías están al servicio, no de las víctimas,
sino de los victimarios y ladrones.
Lo que ocurre en Perú está ocurriendo
también en otros países de América Latina, como Argentina, donde el
Gobierno de Mauricio Macri trata desesperadamente de devolver al país la
sensatez y la decencia democráticas que perdió en todos los años
delictuosos y demagógicos del kirchnerismo. Y hay que esperar que
Brasil, donde la revuelta popular contra la corrupción cancerosa que
padecía el Estado ha conmovido hasta los cimientos a casi todas sus
instituciones, salga purificado y con una clase política menos
putrefacta de esta catarsis institucional.
Ojalá la política diplomática del
Gobierno de Pedro Pablo Kuczynski sea coherente con esa democracia que
le ha permitido llegar al poder. Y no incurra, como tantos Gobiernos
latinoamericanos, en la cobardía de mantener una neutralidad cómplice
frente a la tragedia venezolana, como si se pudiera ser neutral frente a
la peste bubónica. Es una obligación moral para todo Gobierno
democrático apoyar a la oposición venezolana, que lucha gallardamente
tratando de recuperar su libertad contra una dictadura cleptómana, de
narcotraficantes, que representa un pasado de horror y de vergüenza en
América Latina.
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