Shlomo Ben-Ami
Shlomo Ben-Ami, a former Israeli
foreign minister, is Vice President of the Toledo International Center
for Peace. He is the author of Scars of War, Wounds of Peace: The Israeli-Arab Tragedy.
MADRID
– Parece que hoy en día casi ninguna democracia occidental está a salvo
del populismo de derecha. Pero aunque la retórica populista esté
llegando a extremos de agitación, con serias consecuencias entre las que
destaca la decisión del Reino Unido de abandonar la Unión Europea, lo
cierto es que el nativismo que representa es un viejo azote de la
política democrática.
Los
movimientos populistas tienden a centrarse en la acusación. El padre
Charles Coughlin, un sacerdote católico de Detroit que en los años
treinta promovió una agenda fascista para Estados Unidos, se había
empeñado en individualizar y eliminar a los culpables de los problemas
de la sociedad; hoy, los populistas de derecha se las han agarrado con
el “establishment” y las “élites”.
En Europa,
esto supone echar la culpa de todos los males a la UE. Hacer frente a
las causas complejas de los problemas económicos y sociales de la
actualidad (por ejemplo, el peso del privilegio hereditario y la
inmovilidad social en el RU y Francia) es difícil; mucho más fácil es
acusar a la UE y pintarla como un monstruo malvado.
Además de la búsqueda de culpables, la ideología populista apela sobre todo a la nostalgia.
La conmoción que hoy se vive en Europa recuerda el repudio de Edmund
Burke en 1790 a la Revolución Francesa como producto de una fe errada en
ideas que desafiaron el apego del pueblo a la historia y la tradición.
Para
los partidarios del Brexit en el RU, el mundo sin fronteras,
representado por la UE con su compromiso con la globalización, está
destruyendo a la nación‑estado, que protegía mejor sus intereses. En la
campaña del referendo, hablaban de un pasado
en que los empleos duraban toda la vida, uno conocía a sus vecinos y la
seguridad estaba garantizada. Que ese pasado haya existido o no les
pareció irrelevante.
La
última vez que las democracias europeas fueron capturadas por
movimientos políticos radicales, en los años treinta, la base de apoyo
principal de los demagogos fue la vieja clase media baja, cuyos miembros
temían quedar desposeídos y arrojados a la pobreza por fuerzas
económicas descontroladas. Tras la larga crisis del euro y las penosas
medidas de austeridad que siguieron, los populistas actuales han podido
apelar a miedos similares, sobre todo (como la otra vez) los de
trabajadores de mayor edad y otros grupos vulnerables.
Pero
Europa no es el único lugar expuesto al embate populista. Estados
Unidos, donde Donald Trump logró la nominación por el Partido
Republicano como candidato para la presidencia, también corre serio
riesgo. Trump presenta una imagen sombría de la vida en los Estados
Unidos de hoy, y culpa a la globalización (en concreto, a la
inmigración), y a los líderes del “establishment” que la
promovieron, por las penurias del trabajador estadounidense ordinario.
Su consigna, “hacer a Estados Unidos grande otra vez”, es una exhibición
cabal de pseudonostalgia populista.
Además, así como los partidarios del Brexit quieren retirarse de Europa, Trump quiere retirar a Estados Unidos de diversos organismos internacionales
de los que forma parte, incluso esencial. Ha propuesto prescindir de la
OTAN, y declaró que los aliados de Estados Unidos deberían pagar por la
protección que les brinda. También lanzó catilinarias contra el libre
comercio y hasta contra las Naciones Unidas.
Como
en otras partes, el proteccionismo y narcisismo nacional de Trump se
basan en los temores de los afectados por las impersonales e
inescrutables fuerzas del “mercado”. El giro al populismo constituye una
revuelta contra la ortodoxia intelectual personificada por élites
profesionales cosmopolitas. En la campaña por el Brexit, la palabra “experto” se volvió un insulto.
No implica esto que el cuestionamiento al establishment no tenga un grado de razón; el establishment no siempre mantiene contacto con la gente. A veces el populismo puede ser un canal legítimo
para que votantes disconformes expresen su malestar y pidan un cambio
de rumbo. Y en Europa, abundan motivos reales de disconformidad: la
austeridad, el alto desempleo juvenil, el déficit democrático de la UE y
la hipertrofia de la burocracia de Bruselas.
Pero
en vez de concentrarse en hallar soluciones reales, los populistas de
hoy suelen apelar a los instintos más bajos de los votantes. En muchos
casos, anteponen los sentimientos a los hechos, atizan el miedo y el
odio, y se apoyan en consignas nativistas. Y en realidad, les interesa
menos abordar los problemas económicos que usarlos para obtener apoyo
para una agenda que implica retrotraer la apertura social y cultural.
Esto
se ve ante todo en el debate sobre las migraciones. En Estados Unidos,
Trump obtuvo apoyo con sus propuestas de impedir la entrada de
musulmanes a Estados Unidos y erigir un muro para detener a los que
cruzan la frontera desde México. En Europa, los líderes populistas
aprovecharon el ingreso de refugiados que huyen de las guerras en Medio
Oriente para convencer a la gente de que las políticas impuestas por la
UE no sólo amenazan la seguridad de los europeos, sino también su
cultura.
El hecho
de que casi todas las regiones británicas que votaron por el Brexit
habían recibido cuantiosos subsidios de la UE abona esta interpretación.
Lo mismo dicen las circunstancias en Alemania. A pesar de que la
llegada el año pasado de un millón de inmigrantes, en su mayoría
musulmanes, no perjudicó a la economía (que mantiene el pleno empleo),
muchos rechazan la idea que tiene la canciller Angela Merkel de una
nueva Alemania más multicultural.
En pocas palabras: para muchos europeos, los inmigrantes no son tanto una amenaza a sus medios de vida cuanto un desafío a sus identidades nacionales y tribales.
Líderes populistas como Nigel Farage, del Partido de la Independencia
del RU, no dudaron en explotar esta angustia cultural, y llevaron a los
británicos a votar, en última instancia, contra sus propios intereses.
Sin
embargo, el malestar que populistas como Farage y Trump manipulan es
real. Para preservar los principios de apertura y democracia de los que
depende la continuidad del progreso social y económico, es preciso
entenderlo y resolverlo. De lo contrario, los populistas seguirán
ganando apoyo, con consecuencias potencialmente graves, como muestra la
debacle del Brexit.
Felizmente,
la historia también enseña que el ascenso populista es evitable. En los
años treinta, mientras Europa caía en manos de tiranos o de líderes
democráticos banales, el New Deal del presidente Franklin
Roosevelt en Estados Unidos derrotó a los Coughlin y otros populistas
similares. Precisamente eso salvará a la Europa de hoy: un nuevo pacto
que corrija el creciente déficit democrático de la UE y ponga fin a las
contraproducentes políticas de austeridad.
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