Por Carlos Alberto Montaner
Los colombianos van a votar sí o no. Para eso son los plebiscitos. El gobierno hace una pregunta, por ejemplo: “¿quiere usted ponerle fin a la guerra en Colombia?”, y la gente manifiesta su criterio.
Como los colombianos no muestran mucho entusiasmo, el gobierno se las ha arreglado para que baste con que el 13% de los electores voten afirmativamente para echar las campanas al viento y declarar el estallido de la paz. No será necesario el 50% más 1 del censo electoral, como sucede en otras consultas y en otras latitudes.
El propósito del presidente Juan Manuel Santos y de Timochenko, el cabecilla de las FARC, es legitimar los acuerdos de paz forjados en La Habana. Las FARC, para entendernos, son el brazo armado del partido comunista colombiano.
Para Santos y su gobierno es la manera definitiva de ponerle fin a una guerra sangrienta de medio siglo de duración, en la que han muerto o han sido asesinadas cientos de miles de personas, ha producido el desplazamiento forzoso de varios millones de campesinos que hoy deambulan por las ciudades sin oficio ni beneficio, mientras miles de colombianos han sido secuestrados y maltratados durante años, incluidas numerosas muchachas adolescentes convertidas en esclavas sexuales de los guerrilleros.
El precio de la paz es aceptar que estas narcoguerrillas comunistas “no paguen un día de cárcel” –como insisten los jefes de las FARC–, vulnerando la ley y el código penal vigentes, para lo cual se recurrirá a una elástica “justicia transicional”, dulce galimatías que sustituye los calabozos por unas ambiguas manifestaciones de culpa sin arrepentimiento, porque ni siquiera a eso están dispuestos los gallardos combatientes marxistas-leninistas.
Para ellos esas muertes y esos crímenes, o el tráfico masivo de cocaína, son inevitables. Daños colaterales producidos durante la batalla por conseguir un mundo mejor y más justo. Como dice Timochenko: no tienen que pedir perdón por nada. Él, y todos los oficiales que lo acompañan en La Habana se sienten felices y orgullosos de ese medio siglo de horrores y sacrificios.
El error de Santos es no entender las razones de su enemigo para sentarse a negociar. ¿Por qué lo hace? Anotemos las principales.
Primero, se sentían derrotados. La muerte en poco tiempo de Raúl Reyes, Mono Jojoy y Alfonso Cano por medio de bombardeos aéreos los convenció de que era una cuestión de tiempo que la plana mayor fuera diezmada. La doctrina de la Seguridad Democrática de Álvaro Uribe tenía éxito.
A esta irritante convicción no fue ajena la aparición de los drones. A los líderes pronto les sería muy difícil esconderse. La tecnología militar los liquidaría en un periodo breve. La reunión en La Habana era para buscar otras formas de obtener los mismos resultados.
Segundo, existía una alternativa para lograr el triunfo comunista. La había proporcionado el chavismo. Si se hacía la paz y las FARC se insertaban en el mundo político, podían llegar al poder siguiendo un guión ya probado: nueva Constitución para cambiar las leyes a la medida del nuevo objetivo, candidato de izquierda respaldado por las FARC, como hicieron en El Salvador con el periodista Mauricio Funes, hombre cercano al Frente Farabundo Martí, y captura del Poder Judicial, algo en lo que habían avanzado mucho.
Tercero, una vez en el poder, desatarían una tremenda ofensiva populista para crear rápidamente las redes clientelares, a base de transferirles cuantiosos recursos “al pueblo”, aunque el aparato productivo se arruine totalmente en el proceso. Eso no importa. Lo fundamental es constituir un enorme ejército de estómagos agradecidos, partirles el espinazo a la democracia liberal y a la economía de mercado, y crear una nueva burguesía revolucionaria con los dineros y propiedades arrancados a los personeros del “viejo régimen”.
Cuarto, generar los mecanismos para conservar el poder permanentemente. La alternabilidad y el cambio de gobierno y de sistema son zarandajas tontas de los demócratas, impropias de verdaderos revolucionarios que tomen en serio las enseñanzas del padrecito Lenin. Como sucede en Cuba, el poder nunca se entrega.
¿Y cómo se logra todo esto? Pues con ingentes cantidades de dinero como las que proporciona el narcotráfico. Las FARC son el tercer cártel de drogas del planeta. No renunciarán a ello. La revolución comunista lo justifica todo. Nadie dispone de más “mermelada”, como le dicen en Colombia a la plata dedicada a sobornar y comprar conciencias.
En definitiva: ¿se vota sí o no? A mi juicio, la pregunta honrada sería la siguiente: “¿Está usted de acuerdo en que las FARC abandonen la lucha armada y se dediquen por la vía política a intentar destruir la democracia liberal y la economía de mercado, y a tratar de construir una dictadura como la cubana o la venezolana en Colombia?”. Ese sería un verdadero plebiscito.
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