Carlos Alberto Montaner comenta la Convención Nacional del Partido Demócrata, la candidatura de Hillary Clinton y la protesta de algunos republicanos frente a la candidatura de Donald Trump.
La convención tenía cuatro objetivos principales:
- Lanzar la candidatura de Hillary Clinton, portadora de un mensaje optimista y positivo sobre EE.UU. (en contraste con el país sombrío y decadente dibujado por Trump), al frente de un Partido Demócrata unido, y presentar, de paso, su perfil humano.
- Aplacar a una parte sustancial de los votantes de Bernie Sanders, casi todos jóvenes radicales partidarios del socialismo vegetariano, desconfiados de los lazos de Hillary con Wall Street y con el establishment, a quien ni siquiera le perdonan que hace medio siglo se asomara a la política como una “Goldwater girl” dentro de los “Young Republican”, aunque en elecciones posteriores apoyara a Eugene McCarthy y a George McGovern, los Bernie Sanders de aquella época tumultuosa de hippies y melenas desaliñadas.
- Demoler la imagen de Donald Trump, persuadiendo a los electores de que se trata, en realidad, de un estafador (Bloomberg le llamó “con man”), megalómano, ignorante, inexperto, e hipócrita, a quien sería una locura entregarle los códigos nucleares porque podría incendiar el planeta.
- Convencer a los votantes de que Hillary es una persona confiable, y reducir ese altísimo porcentaje de estadounidenses (55%) que tiene, a priori, una opinión negativa de ella. Para esos fines le fueron muy útiles los magníficos discursos de Michelle y Barack Obama. La enfática declaración del Presidente, asegurando que nadie ha intentado llegar a la Casa Blanca con tantos méritos ni experiencia, incluidos Bill Clinton y él mismo, no ha caído en saco roto.
Antes de la Convención, Hillary estaba tres puntos por debajo de Trump en la encuesta de CNN, pero luego se colocó un punto por encima en el Rasmussen Report. Todo, dentro del margen de error de este tipo de indagación. Es decir, nadie puede asegurar el resultado.
Curiosamente, el triunfo de Hillary puede venir del bando republicano inconforme con la candidatura de Trump, más o menos como los “demócratas pro Reagan”, núcleo fundamental de los neocons, contribuyeron decisivamente a la victoria republicana de 1980 frente a Jimmy Carter.
Primero se desafilió del partido el periodista George Will, luego lo hizo el historiador conservador y gurú republicano Daniel Pipes, quien renunciara tras 44 años de militancia porque se siente en las antípodas de Trump. Lo dijo en un artículo publicado en el Philadelphia Inquirer el 21 de julio: a los republicanos les conviene la derrota de Trump en noviembre, eliminar su influencia dentro de la organización, y reconstruirla desde dentro.
Estos republicanos no olvidan que Ronald Reagan, en lugar de fabricar un muro, llevó a cabo una amnistía migratoria que regularizó la presencia en el país de millones de inmigrantes indocumentados, casi todos procedentes de México. O que fue George Bush (padre), convencido de la importancia del comercio libre, quien primero se comprometió con el Tratado de Libre Comercio que vinculaba al país a Canadá y México. O que George Bush (hijo) fortaleció los lazos con la OTAN y lanzó el concepto de “conservadores compasivos”, porque el mercado no está reñido con la solidaridad con los más necesitados.
Algo de esto intuyó Barack Obama en su notable discurso ante la Convención. Les dijo a los republicanos que el Partido de Lincoln en esta época era el demócrata. Era el que estaba abierto a los afroamericanos, a las mujeres, a las minorías, y los invitó a votar por Hillary.
No creo que muchos lo hagan, pero ya Pipes anunció que tal vez escogería al libertario Gary Johnson, ex republicano y ex gobernador de New Mexico, que se cansó de un partido que coqueteaba con el aislacionismo, el proteccionismo y el racismo, tres anatemas para cualquier persona convencida de los valores de la
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