Venezuela: los progresistas del mundo no pueden seguir callados
Por Moisés Naím y Francisco Toro
El País, Madrid
Hasta hace poco, el régimen que fundó
Hugo Chávez era objeto de fascinación para los progresistas del mundo
entero. Viajar a Venezuela a ver los logros de la revolución bolivariana
se hizo parte de la agenda de una buena cantidad de activistas
altermundialistas. La Venezuela de Chávez era celebrada.
Eso se acabó. La calamidad no se
celebra. Y culpar de la catástrofe venezolana a Estados Unidos, a la
oposición o a la caída de los precios del petróleo solo convence a un
menguante grupo de ingenuos —o fanáticos—. El régimen chavista ha
perdido su máscara: su militarismo, autoritarismo, corrupción y
desprecio por los pobres están a la vista.
¿Por qué tardó tanto el mundo en
enterarse? Porque Chávez acuñó un nuevo modo de actuar en política en el
siglo XXI conjugando un simulacro de democracia con poder ilimitado y
un boom petrolero.
El primer ingrediente fue la
manipulación del sistema electoral. Chávez rápidamente entendió la
importancia de no aparecer ante el mundo como un militar más que
gobierna autocráticamente. Mientras hubiese elecciones, él era un
demócrata. A muy pocos fuera de Venezuela parecían interesarles los
aburridos detalles acerca de listas de electores sigilosamente
falseadas, el ventajismo descarado, el uso masivo del dinero del Estado
para comprar votos o discriminar a la oposición o el hecho de que los
árbitros electorales fuesen activistas del partido del Gobierno.
Fue así como Chávez se volvió un maestro en el paradójico arte de destruir la democracia a punta de elecciones. Sigilosamente.
Los venezolanos han votado 19 veces
desde 1999, y el chavismo ha ganado 17 veces. Y después de cada
elección, la Constitución era violada un poco más, los tribunales y
organismos de control más cooptados, los contrapesos institucionales más
debilitados y las libertades más coartadas. El mundo no dijo nada.
El torrente de petrodólares que entró al
país durante la larga bonanza petrolera de 2003-2014 se vio amplificado
por un masivo endeudamiento que hoy llega a 185.000 millones de
impagables dólares. El dinero se usó con dos propósitos: subsidiar el
consumo de las clases populares y la corrupción de la oligarquía
chavista. Mientras tanto, la economía real se desbarrancaba. Con la
desaceleración económica y el colapso de los servicios públicos
(seguridad, salud, educación, etc.) fue menguando la popularidad del
Gobierno, lo cual lo forzó a cambiar de táctica: ahora toleraría
derrotas electorales, pero no la pérdida de poder. Así, poco después de
perder el control de una institución pública por la vía electoral,
Chávez procedía arbitraria e ilegalmente a quitarle recursos y poderes.
Cuando Caracas eligió a un alcalde de
oposición, Chávez primero le retiró sus principales competencias y luego
Maduro terminó encarcelándolo. Cuando los votantes le dieron el control
de la Asamblea Nacional a la oposición, el Tribunal Supremo, abarrotado
de chavistas, bloqueó cada uno de sus actos. Ahora el Gobierno habla
con desparpajo de eliminar por completo la Asamblea.
El compromiso de Hugo Chávez con la democracia duró exactamente lo que duró su mayoría electoral.
Algo parecido ocurrió con los medios de
comunicación. Chávez entendió que cerrar medios independientes dañaría
su reputación internacional. Pero para la Revolución Bolivariana la
libertad de expresión es una amenaza inaceptable. La solución fue
comprar los medios de comunicación independientes a través de
empresarios privados. Los nuevos propietarios inmediatamente los
transformaron en vehículos para la propaganda oficial. Decenas de
periodistas fueron silenciados y la libertad de prensa en Venezuela se
convirtió en una farsa: la disidencia desapareció de los medios que
llegan a la mayoría de la población. La retórica chavista de solidaridad
con los más desfavorecidos también resultó ser fraudulenta. Los
discursos de amor a los pobres encubrían el saqueo del país por parte de
Cuba y la inconmensurable corrupción de militares y de la burguesía
bolivariana o boliburguesía. Un revelador ejemplo de esta corrupción son
los 100.000 millones de dólares en ingresos petroleros que
desaparecieron del Fondo de Desarrollo Nacional, donde estaban
depositados. El Gobierno jamás rindió cuentas.
Las acciones del régimen revelan un
cruel desprecio por los pobres. Al tiempo que las protestas de gente
desesperada por el hambre son reprimidas con inusitada violencia,
líderes chavistas aparecen ebrios en los vídeos de redes sociales
encallando sus lujosos yates. Mientras niños recién nacidos mueren por
la carencia de medicinas, el Tribunal Supremo leal al Gobierno censura a
la Asamblea por haber solicitado asistencia humanitaria internacional.
Las autoridades no tienen respuestas para la crisis y su indiferencia al
sufrimiento del pueblo es indignante.
Es válido suponer que saquear el país
con las mayores reservas de petróleo del mundo debería ser suficiente
incluso para la más voraz élite cleptocrática; pero no. El régimen
también está profundamente implicado en el narcotráfico. Las agencias
antidrogas tienen a decenas de altos cargos del Gobierno venezolano en
sus listas de capos de redes de traficantes.
A finales del año pasado, dos sobrinos
de la primera dama fueron grabados en Haití ofreciendo cientos de kilos
de cocaína a compradores que resultaron ser agentes de la DEA. Los
sobrinos están tras las rejas en Nueva York, esperando su juicio. Su
tía, la esposa del presidente, ha acusado a Estados Unidos de haberlos
secuestrado. Uno pensaría que el mundo ya debería haber perdido la
paciencia con estas aberraciones. Y eso ha comenzado a suceder, pero muy
tímidamente. La comunidad internacional reitera solemnemente su
preocupación por Venezuela, pero estas declaraciones no han tenido
consecuencias.
Lo mínimo que podemos hacer para honrar
la memoria de los miles de venezolanos asesinados y los millones
hambreados es hablar claro: la fachada democrática del chavismo se ha
derrumbado; la cruel y ladrona dictadura que solía esconderse tras ella
está al descubierto. La izquierda del mundo que se dice progresista no
puede seguir callada ante la tragedia de Venezuela. La ideología no
puede seguir justificando el silencio cómplice.
Moisés Naím es distinguished fellow de la Fundación Carnegie para la Paz Internacional. Francisco Toro es editor de CaracasChronicles.com
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