Javier Aparicio
Esta semana se confirmó oficialmente la candidatura presidencial de Donald Trump. El ascenso de Trump
en las encuestas, primero, y en las elecciones primarias del Partido
Republicano, después, ha puesto de relieve qué tan lejos puede llegar
—inclusive en una democracia consolidada— un candidato carismático con
una campaña populista, demagoga, xenófoba y falaz.
En columnas anteriores he discutido la viabilidad de su candidatura
presidencial (19-sep-15), y si su eventual triunfo implicaría una “falla
democrática” (27-feb-16). En esta ocasión quiero concentrarme en otro
tema traído a cuentas cada vez que un proceso democrático parece llevar a
un resultado “indeseable”: la posible ignorancia o irracionalidad del
electorado.
Una caricatura simple del juego democrático implica aplaudir la
“sabiduría de las masas” cuando gana una candidatura que nos gusta y, en
caso contrario, lamentar su ignorancia o irracionalidad. La realidad,
por supuesto, es más compleja. Veamos por qué.
¿Por qué tantas personas saben o se interesan poco en asuntos
político-electorales? Si lo duda, tan sólo analice la oferta de
cualquier expendio de periódicos o revistas, la radio o televisión
abiertas: se discute más de espectáculos o deportes que de política.
Si las personas son más o menos racionales, contrastarán los costos y
beneficios de invertir tiempo, dinero y esfuerzo en adquirir
información política. Los costos son tangibles porque nuestro tiempo es
valioso. ¿Pero qué hay de los beneficios? ¿De verdad necesitamos
consumir noticias políticas todos los días de un sexenio para, digamos,
“informar nuestro voto” una vez cada tres años? ¿Vale la pena hacerlo
cuando, en caso de votar, éste tiene un impacto infinitesimal en el
resultado? Habiendo tantísimos usos alternativos de nuestro tiempo y
dinero, escasos por definición, quizás lo racional sea, justamente,
ignorar los endiablados detalles de la política. Ésta es la teoría de la
ignorancia racional.
Por fortuna, dicen algunos estudiosos de la política, la ignorancia
de unas y otras personas tiende a cancelarse mutuamente a la hora de
acudir a las urnas: mientras las y los votantes ignorantes de izquierda y
derecha sean más o menos de la misma proporción, los resultados
electorales se decidirán por una juiciosa minoría de votantes
sofisticados, informados y con suerte poco influidos por los sesgos
partidistas. Así, la agregación de cuantiosas preferencias de una
democracia es una especie de seguro contra votantes en extremo radicales
y/o ignorantes.
Pero esto no es todo. Si las preferencias del electorado están
sistemáticamente sesgadas, es posible que el principio de agregación
antes delineado no surta efecto en una democracia. Bryan Caplan, profesor de la Universidad George Mason, ha estudiado este fenómeno a profundidad en su libro The myth of the rational voter. Si los votantes típicos son irracionales, nos dice Caplan, poco podemos esperar de las elecciones democráticas.
¿Cómo es posible que personas que se comportan de manera racional al
comprar un coche o despensa, por ejemplo, se comporten de manera
irracional a la hora de votar, quizás guiados por las vísceras antes que
por sus bolsillos? Simple, insiste Caplan: nuestras
decisiones privadas tienen consecuencias claras y observables en nuestro
bienestar, mientras que las decisiones colectivas como votar o elegir a
un presidente tienen consecuencias más bien difusas. Bajo este enfoque,
puede resultar bastante racional el anular tu voto, apoyar el Brexit o
votar por Trump… y al día siguiente afirmar que tú no votaste por tal o cual consecuencia específica.
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