Angus Deaton
Angus Deaton, the 2015 Nobel laureate
in economics, is Professor of Economics and International Affairs at
Princeton University’s Woodrow Wilson School of Public and International
Affairs. He is the author of The Great Escape: Health, Wealth, and the Origins of Inequality.
Repensar a Robin Hood
MADRID
– Las ayudas internacionales al desarrollo se basan en el principio de
Robin Hood: quitarle al rico para darle al pobre. Es así como agencias
nacionales de desarrollo, organismos multilaterales y ONG transfieren más de 135 000 millones de dólares por año de los países ricos a los pobres.
Un
nombre más formal del principio de Robin Hood es “prioritarismo
cosmopolita”, una regla ética según la cual debemos valorar del mismo
modo a cada persona del mundo, sin importar dónde viva, y luego
concentrar la ayuda donde sea más útil, dando prioridad a los que tienen
menos sobre los que tienen más. Esta filosofía es el principio rector
(implícito o explícito) de los programas de ayuda humanitaria, sanitaria
y al desarrollo económico.
A
primera vista, el prioritarismo cosmopolita parece razonable. En los
países pobres, la gente tiene necesidades más apremiantes y los precios
son mucho más bajos, de modo que un dólar o un euro es dos o tres veces
más eficaz allí que en los países donantes. Gastar dinero en casa no
solo es más costoso, sino que además el gasto beneficia a quienes ya
están en buena situación (al menos en comparación con otros países), así
que no hace tanto bien.
Llevo
muchos años pensando en la pobreza mundial y tratando de medirla, y
este principio siempre me pareció básicamente correcto. Pero últimamente
no estoy tan seguro, ya que hay problemas fácticos y éticos.
Es
indudable que se han hecho enormes avances en la reducción de la
pobreza mundial (más por el crecimiento y la globalización que por las
ayudas externas). En los últimos 40 años, la cantidad de pobres se
redujo de más de dos mil millones de personas a un poco menos de mil
millones; una hazaña destacable, dado el aumento de la población mundial
y la desaceleración persistente del crecimiento económico global, sobre
todo desde 2008.
Pero
esta reducción de la pobreza, impresionante y totalmente bienvenida, no
estuvo exenta de costos. La globalización que rescató a tanta gente en
los países pobres perjudicó a alguna gente en los países ricos, conforme
fábricas y empleos migraron a lugares donde la mano de obra es más
barata. Esto parecía un precio éticamente aceptable, dado que los
perdedores ya eran mucho más ricos (y sanos) que los ganadores.
Pero
siempre hubo algo que no cerraba: los que emitimos esta clase de
juicios no somos precisamente los más indicados para evaluar esos
costos. Como muchos miembros de la academia y de la industria del
desarrollo, yo pertenezco al grupo de los principales beneficiarios de
la globalización: personas que ahora podemos vender nuestros servicios
en mercados mucho más grandes y ricos que en el mejor sueño de nuestros
padres.
La
globalización no es tan espléndida para los que no solo no obtienen sus
beneficios, sino que sufren sus efectos. Por ejemplo, sabemos hace rato
que los estadounidenses con menos educación e ingresos casi no han
tenido mejoras económicas en cuatro décadas, y que el extremo inferior
del mercado laboral estadounidense puede ser un entorno brutal. ¿Cuánto
perjuicio supone la globalización para esos estadounidenses? ¿Seguirán
estando mucho mejor que los asiáticos que ahora trabajan en fábricas que
antes estaban en Estados Unidos?
La
mayoría sin duda está mejor, pero varios millones de estadounidenses
(de ascendencia africana, europea o latinoamericana) hoy viven en
hogares cuyo ingreso per cápita es menos de dos dólares diarios,
básicamente la misma cifra que usa el Banco Mundial para definir el
nivel de indigencia en India o África. Hallar refugio con ese dinero en
Estados Unidos es tan difícil que ser pobres con dos dólares al día allí
es casi seguro mucho peor que en India o África.
Además,
esto supone una amenaza a la tan proclamada igualdad de oportunidades
estadounidense. Las ciudades y los pueblos que perdieron sus fábricas a
manos de la globalización también perdieron su base impositiva y tienen
dificultades para mantener una educación de calidad (la vía de escape de
la generación siguiente). Las instituciones educativas de élite buscan
alumnos entre los ricos para pagar las cuentas y cortejan a las minorías
para reparar siglos de discriminación; pero esto fomenta el
resentimiento de la clase trabajadora blanca, cuyos hijos no encuentran
lugar en este maravilloso nuevo mundo.
Una investigación que hice con Anne Case revela más señales de malestar. Hemos documentado una creciente oleada de “muertes de desesperación”
(por suicidio, abuso de alcohol o sobredosis accidental de drogas
recetadas o ilegales) entre la población blanca de ascendencia europea.
La tasa de mortalidad general en Estados Unidos fue superior en 2015
respecto de 2014, y la expectativa de vida se redujo.
Se
podrá discutir sobre el modo de medir el nivel material de vida, sobre
si se exageran las estimaciones de inflación y se subestima el aumento
de los niveles de vida, o si todas las escuelas serán realmente tan
malas. Pero esas muertes son difíciles de explicar. Tal vez las
necesidades más grandes no estén del otro lado del mundo después de
todo.
La
ciudadanía implica una serie de derechos y responsabilidades que no se
comparten con personas de otros países. Pero la parte “cosmopolita” del
principio ético pasa por alto las obligaciones especiales que tenemos
hacia nuestros conciudadanos.
Podemos pensar esos derechos y obligaciones como una especie de contrato de seguro
mutuo, por el que no toleramos ciertos tipos de desigualdad para
nuestros conciudadanos y, confrontados a amenazas colectivas, tenemos
cada uno de nosotros una responsabilidad de ayudar (y un derecho a
esperar ayuda). Estas responsabilidades no invalidan ni anulan las que
tenemos con quienes sufren en otras partes del mundo, pero sí implican
que al basar nuestros juicios exclusivamente en necesidades materiales
podemos estar olvidándonos de cuestiones importantes.
Cuando
los ciudadanos creen que las élites se preocupan más por gente al otro
lado del mar que por el vecino de al lado, el contrato mutuo se rompe,
nos dividimos en facciones, y los que quedaron afuera empiezan a sentir
malestar y decepción con una política que ya no hace nada por ellos.
Aunque no estemos de acuerdo con los remedios que buscan, no deberíamos
ignorar sus muy reales padecimientos, por el bien de ellos, y por el
bien de todos.
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