Agustín Etchebarne considera que después de la
caída del muro de Berlín se ha venido expandiendo rápidamente la nueva
amenaza a la sociedad abierta: El Estado Benefactor.
La lucha por la libertad ha existido desde siempre. Herodoto nos cuenta la historia de Otanes, el demócrata, hijo de Phartanes que defiende la independencia del gobierno para él y su familia.1 La Biblia relata cómo Jesús coloca a la libertad como un fin y la verdad como un medio: “La verdad os hará libres”. Santo Tomás y los autores de la escuela de Salamanca razonan a partir de ella. El libre albedrío recorre la obra de Shakespeare, donde aparece el individuo como protagonista, Romeo y Julieta. El más grande de la lengua española nos dice: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierran la tierra y el mar: por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida”. Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616). En la filosofía la encontramos por doquier, desde Diógenes a Spinoza o Locke.
Pero recién en el siglo XVIII las ideas de la libertad iluminaron al mundo en Occidente con pensadores como Montesquieu, Hume, Burke, Quesnay, Smith, Paine y sus ideas impulsaron las revoluciones y las guerras de la independencia. Por fin comprendimos que cada hombre nace con los mismos derechos individuales a la vida, la libertad, la propiedad y a la búsqueda de la propia felicidad. Se hizo carne en la máxima inglesa: “La casa de un hombre es su Castillo”.
“El hombre más pobre puede que en su choza desafíe todas las fuerzas de la corona. Puede que sea frágil — su techo puede temblar — el viento puede atravesarlo — la tormenta podrá entrar — la lluvia podrá entrar — pero el Rey de Inglaterra no puede entrar”En el siglo XIX estas ideas se consolidaron en todo el mundo anglosajón, en otras partes de Europa y hasta en lugares tan alejados como la Argentina. Fue entonces cuando la libertad obtuvo contundentes triunfos sobre los reyes totalitarios y sobre la pobreza. La esclavitud y los privilegios eran reemplazados por la igualdad ante la ley, con una justicia independiente que limitaba el poder de los gobiernos y avanzaba hacia los ideales republicanos. La posición social de una persona ya no estaba determinada de por vida al momento de nacer. Al abolirse los privilegios, si un hombre nacía pobre de él dependía la posibilidad de enriquecerse, y si nacía rico, podía morir en la miseria. Así nació la movilidad social y con ella el principal impulso para el progreso.
William Pitt.2
El siglo XX no se quedó atrás, mientras el capitalismo multiplicaba la riqueza en todo el Occidente, el principal debate ideológico se definió con un nuevo triunfo de las ideas de la libertad, esta vez, sobre el fascismo, el comunismo y el socialismo.
Pero diez años después de la caída del muro de Berlín, cuando estas ideas parecían no tener rival y optimistas como Fukuyama declaraban “El fin de la historia”, un nuevo desafío a la libertad se expandía con virulencia: El Estado Benefactor.
Las democracias republicanas habían logrado albergar a más de la mitad de la población mundial, pero no lograban evitar las crisis económicas. Las dos grandes, la de la década del 30 y la nueva gran crisis en la que caímos al despuntar el siglo XXI, sirvieron como excusa para aumentar la intervención estatal, tanto en gobiernos de derechas como de izquierdas, avanzando en el camino hacia la servidumbre voluntaria.
Como indicamos, ya a mediados del siglo XIX era imposible dejar de observar que el capitalismo multiplicaba la riqueza. El propio Karl Marx constataba que “En el siglo corto que lleva de existencia como clase soberana, la burguesía ha creado energías productivas mucho más grandiosas y colosales que todas las pasadas generaciones juntas”3. El mundo había logrado escapar de la trampa Malthuseana que suponía que la población fluctuaba alrededor de un número estable porque no había suficiente alimento, de modo que en cuanto aumentaba la cantidad de gente, las hambrunas, las guerras y las pestes restablecían el equilibrio. La explosión de bienes y servicios y los avances tecnológicos de la revolución industrial permitieron expandir un 50% la esperanza de vida promedio de la población de 30 años a 45 años en Europa, y más tarde, en el resto del mundo. Se reducían drásticamente la mortalidad infantil, las muertes de las parturientas y las hambrunas.
En ese contexto de optimismo por el progreso es que Karl Marx concibió un sistema que permitiría mejorar la distribución de la riqueza. Lamentablemente creyó que para hacerlo era necesario exacerbar el odio entre los trabajadores y los empresarios y propuso la “lucha de clases”, en lugar de sostener los valores que surgían de la “Iluminación” y que eran compatibles con el amor, la tolerancia, el respeto a los derechos de cada uno, el intercambio voluntario, la responsabilidad individual y la libertad de expresión. Todos estos, valores compatibles con los de la civilización judeo-cristiana, y brutalmente destruidos en el mundo Marxista-Leninista-Maoista, sea en la URSS, en China, en Camboya, en Corea del Norte, en Cuba o en cualquier otro lugar donde se aplicaron —o aún aplican.
Pero dos jóvenes economistas contemporáneos al genio del socialismo, Carl Menger y Böhm Bawerk, desarrollaron el Marginalismo y la Teoría del Valor Subjetivo que daba por tierra con la Teoría del Valor Trabajo de Smith en la que se basaba todo el andamiaje de la Plusvalía. Por este motivo, que los marxistas convenientemente omiten, el propio Marx jamás publicó el segundo y el tercer tomo de “Das Kapital”.
Más tarde, en el siglo XX, economistas como Mises, Hayek o Read, demostraron la imposibilidad del cálculo económico en el socialismo, por la carencia de un sistema de señales que sólo los precios de mercado pueden brindar, así como las dificultades insalvables de la planificación centralizada por la falta de conocimiento suficiente, y sobre todo, por su obvia incapacidad para procesar el cambio de los gustos de los consumidores, las ideas y los fines de cada individuo, la tecnología y el medio ambiente. Al mismo tiempo, Joseph Schumpeter enseñaba cómo el capitalismo era precisamente un proceso de destrucción creativa,4 en permanente y vertiginoso cambio, imposible de imitar por los rígidos sistemas de planificación centralizada.
El intenso debate teórico culminó en la práctica, con el colapso del socialismo, al costo de más de 20 millones de vidas en la URSS,5 más de 40 millones en China6 y un tercio de la población en Camboya.7
En 1979 el pragmático Deng Xiaoping liquidó el sistema comunista con una sola frase: “No importa si el gato es blanco o negro, mientras que cace ratones, es un buen gato”. Desde entonces, China tuvo una espectacular recuperación basada en una economía más libre y con mayor respeto de los derechos de propiedad de los inversores. Así logró eliminar dos terceras partes de la pobreza de su población en apenas tres décadas. Casi al mismo tiempo, los trabajadores polacos sindicalizados en Solidaridad y alentados por la visita del Papa Juan Pablo II derribaban el comunismo en Polonia. En noviembre de 1989 la caída del muro de Berlín marcaba un nuevo hito; permitió que los fanáticos socialistas constataran cómo el sistema comunista había logrado el milagro de que los mismos laboriosos alemanes obtuvieran una productividad y un ingreso cuatro veces inferior por el sólo hecho de estar al Este del muro. Se conocieron también los relatos de la opresión, persecuciones, carencias de todo tipo y el miedo a la nefasta policía secreta Stasi, que competía en maldad con la KGB soviética, que habían logrado anular casi por completo la libertad de elegir.
Así, fueron cayendo uno tras otro los regímenes comunistas hasta la disolución final de la URSS el 26 de diciembre de 1991 y el siglo XX pareció terminar con un decidido triunfo de las ideas de la libertad, con decenas de países que se volcaban al capitalismo.
Hoy día, los pocos países comunistas que todavía quedan, sirven como demostración cabal de la inoperancia y maldad de tales regímenes. Esto puede observarse incluso desde el espacio exterior, basta con tomar una foto nocturna de la península de Corea para observar como miles de ciudades son iluminadas por el capitalismo en el sur; mientras que las tinieblas comunistas se expanden en el norte, con la sola excepción de la ciudad de Pyongyang donde disfrutan su perversidad los miembros de la dinastía Kim y su corte de jerarcas que los endiosan. No es fácil imaginar lo que significa una ciudad sin electricidad, sin posibilidad de leer, estudiar, ver televisión, ir al cine, escuchar radio, disfrutar del aire acondicionado o siquiera de un ventilador. Esto es comparable con lo que ocurría en cualquier ciudad pre-capitalista, donde sólo los ricos podían comer bien, calentar sus casas en invierno e iluminarlas con velas para poder leer de noche y extender sus días.
Pero hubo otro debate, algo más sutil, que continuó infectando inteligencias durante décadas. Ese debate se centró en dos críticas que han minado la fe en el sistema económico y rentístico basado en la libertad de los hombres y el intercambio voluntario:
No incluimos en este debate la vieja crítica marxista que sostenía que los ricos sólo podían beneficiarse de los pobres mientras estos siguieran siendo siempre pobres. Esa crítica derivaba de la falsa “Ley de hierro de los salarios”, que sostenía que bajo el capitalismo los salarios de los trabajadores no excederían el nivel de subsistencia. Si crecían los salarios crecería la población y el aumento de la oferta de trabajadores reduciría los salarios. Esta crítica fue rebatida por la realidad: la población se multiplicó 20 veces en 200 años y el nivel de vida y los salarios aumentó sostenidamente en todos los países capitalistas sin excepción.8
Pero sí hay dos críticas que parecen más difíciles de superar. Por un lado, se dice que el sistema es sumamente exitoso para generar riqueza pero es ineficiente en la distribución de la misma, genera grandes desigualdades, y mantiene a una parte de la población fuera de los beneficios del sistema. Es interesante observar que pese a la enorme mejoría económica en todos los países de la tierra, no hemos logrado convencer a las grandes mayorías. Por fortuna, tenemos una nueva potente herramienta creada por el profesor sueco Hans Rosling: un gráfico interactivo donde concentra las estadísticas de 200 países. Allí puede observarse con claridad la historia de la salud y la riqueza de 200 países.9 Las cifras muestran que en 1800 los países más prósperos alcanzaban entre 2.000 y 3.000 dólares per capita, pero ninguno sobrepasaba una esperanza de vida promedio de 40 años, el resto de los países tenían una esperanza de vida cercana a los 30 años y los menos favorecidos, la India y unos pocos países africanos apenas alcanzaban los 25 años, con ingresos de entre 300 y 1000 dólares per capita. La maravillosa herramienta de Hans Rosling nos permite, con sólo hacer un click, avanzar desde 1800 hasta 2010, y allí encontraremos que, dos siglos más tarde, todos los países han mejorado sustancialmente. El mundo muestra una impresionante mejoría en los ingresos y en la expectativa de vida de la población, tanto en países centrales como en países periféricos (como Australia, Chile o la Argentina). Estos datos sirven también para desbaratar la tesis de Prebisch que sostenía que los países centrales crecen más rápido porque explotan a los países periféricos a través del deterioro de los términos de intercambio.10 Incluso podemos ver cómo los países invadidos por EE.UU. al finalizar la segunda Guerra Mundial (Japón, Alemania e Italia) crecieron frenéticamente en la posguerra y acortaron rápidamente la brecha de riqueza con el país invasor, transformándose en la segunda, la tercera y la quinta potencia mundial.
Otro gigante de la historia económica, Angus Maddison, reconstruyó los datos de los últimos 2000 años.11 En nuestro caso, sirven para constatar que en los 80 años de estrecha relación de la Argentina con Inglaterra (1853-1930), el primero fue el más beneficiado y logró acortar dos tercios de la brecha de riqueza que separaba ambos países. Otro ejemplo de que el país periférico es quien más se beneficia con el intercambio. Así, todos crecieron con la única excepción del Congo, que había multiplicado por 3 su PBI per capita, pero las guerras civiles desde su independencia, el 30 de junio de 1960, lo devolvieron a niveles que podemos denominar pre-capitalistas. Sin embargo, aún allí en medio de las matanzas, los avances de la medicina y la alimentación permitieron alargar un 50% la expectativa de vida promedio de la población, hasta los 48 años.
Como decíamos, la crítica más sutil parece vigente, la referida a la gran desigualdad que se produce debido a las asimetrías estructurales y de acceso a la información. Si bien todos mejoraron, algunos lo hicieron más que otros. Nuevamente el gráfico de Hans Rosling es útil para observar que precisamente mejoran más rápido aquellos países que acogen el sistema de libre mercado, la división de poderes republicana y se atienen al Imperio de la Ley (Rule of Law). Cronológicamente podemos ver que Holanda avanza primero, seguida por Inglaterra —donde se desata la revolución industrial—, luego por el resto de Europa y poco después EE.UU. Extrañamente, la Argentina ingresa al “top ten”, hasta 1930 (momento a partir del cual se suceden golpes de estado y gobiernos populistas, que adoptan ideas proteccionistas que la alejan de la libertad de mercados).12 La correlación entre las instituciones de la libertad y el progreso de los países se mantiene hoy día como lo muestra el Índice de Calidad Institucional publicado por la Fundación Libertad y Progreso que resume ocho estudios internacionales sobre 200 países en todo el mundo.13
Pero los números no alcanzan a mostrar una verdad esencial, y es que la brecha entre ricos y pobres se ha cerrado enormemente en los países capitalistas. Hace un par de siglos, los hijos de los pobres no tenían zapatos, ni calefacción, apenas algo de carbón para los días más fríos, muchos no tenían techo, la mortalidad infantil era inmensa, las madres morían al parir, no tenían velas para ver de noche, no sabían leer ni escribir, ni tenían atención médica. Hoy la diferencia entre un obrero y un empresario capitalista es que uno llega a trabajar en un Ford y el otro en un Cadillac. Pero no todos aceptan que estos datos sean del todo concluyentes y se mantiene la crítica, de Amartya Sen entre otros, que podría sintetizarse en que, si bien es cierto que todos mejoran la enorme desigualdad, a sus ojos, es inadmisible en un mundo rico tanto entre diferentes países como entre ciudadanos de un mismo país.
La segunda crítica al sistema económico y rentístico de la libertad es que produce crisis o ciclos económicos en cuya fase recesiva pueden producirse altos niveles de desempleo y sufrimiento de la población. Esta crítica fue impulsada, entre otros, por John Maynard Keynes a quien le tocó vivir y describir la crisis del 30.
Frente a ambas críticas, la solución propuesta fue la intervención del Estado. Decenas de economistas y científicos sociales dieron rienda suelta a su imaginación para ver nuevas formas en las que el Estado podía intervenir para mejorar los resultados de los mercados libres. Así, el Estado fue avanzando progresivamente, el gasto público creció de niveles de entre 10 y 15% del PIB en las primeras décadas del siglo XX a niveles de entre 35 y 50% del PIB en EE.UU., Europa, Japón y en casi todas partes. Pasó a llamarse “Estado Benefactor”, y comenzó a ofrecer seguros de desempleo, jubilaciones, salud gratuita, planes sociales de todo tipo, asegurar salarios mínimos, vacaciones pagas. Para financiarse inventó todo tipo de nuevos impuestos, expropió el dinero privado (el oro) e impuso el papel moneda de curso “forzoso”, y se dedicó a manipular las políticas monetarias y fiscales para “evitar” las recesiones y crecer sostenidamente.
El camino a la servidumbre voluntaria, o la verdadera causa de la crisis mundial
Como el Estado Benefactor todo lo promete, sin esfuerzos, y todo lo puede; los pueblos del mundo captaron la idea y todo lo piden, casi como si se tratara de una nueva religión. Sin embargo, es evidente que algo no salió bien. En todo el mundo desarrollado el Estado está en crisis, sabemos que es grave y que tal vez llevará una década para solucionarlo.
Pero antes de encontrar la salida debemos ponernos de acuerdo con el diagnóstico. Existe cierto consenso en que la crisis actual se debe a que durante la década del 90 el mundo se enamoró nuevamente del “capitalismo salvaje” e impuso el “Consenso de Washington”. Entonces sobrevinieron las desregulaciones de los mercados financieros y, combinadas con la irrefrenable codicia de los financistas que aprovecharon las nuevas tecnologías para crear complejos productos estructurados, tomando excesivos riesgos que transfirieron a los incautos ahorristas, generaron enormes burbujas que inevitablemente estallaron.
Si este fuera el problema, la solución sería que los Estados intervengan decidida y coordinadamente para rescatar a la economía y sanear a los bancos para que no quiebre el “sistema”. Y eso están haciendo los bancos centrales, les prestan dinero al 0,25% o al 1% anual para que compren bonos de los gobiernos que pagan intereses entre 4% y 6% anual, inyectando masivamente dinero para reactivar la economía y rescatando al mismo tiempo a los Estados sobre-endeudados, que suben impuestos y recortan módicamente sus gastos para sanear las cuentas fiscales, creando nuevos institutos y cantidad de nuevas regulaciones para que los banqueros no reincidan en su afán de lucro y rezando para que funcione, que la economía se reactive y el crecimiento económico permita diluir los problemas. El problema es que, al final, el Estado termina con una mayor proporción de la torta económica.
Pero existe otra manera de ver el problema: Lo que está en crisis es el Estado Derrochador. El Estado ha crecido desmedidamente influyendo en casi todos los aspectos de la vida humana, limitando las libertades individuales, gastando más, año tras año. Ya es considerado normal que el gasto público supere a los ingresos del Estado, y esto, pese a que los impuestos son cada vez más numerosos y las alícuotas más altas. Así, las deudas fueron creciendo vertiginosamente y están en niveles récords en muchos países, sólo la deuda pública contabilizada alcanza al 229% en Japón, al 100% en EE.UU., al 86% en promedio en Europa, con picos de 144% en Grecia o 120% en Italia.
El problema se agravó porque, en todas partes, durante décadas el Estado Benefactor utilizó el impuesto de la jubilación obligatoria para financiar gastos corrientes (en lugar de acumular fondos para pagar el retiro a los futuros jubilados). El sistema jubilatorio funcionó como un esquema Ponzi donde los nuevos trabajadores pagaban a los antiguos. Pero el sistema se agotó porque necesitaba que los jóvenes de las nuevas generaciones superen en número a los anteriores, y esto dejó de ocurrir al disminuir la tasa de natalidad en Japón, Europa y en menor grado en EE.UU. Hoy día, si incluimos las deudas previsionales a las cifras de endeudamiento, se duplican o triplican las anteriormente mencionadas.
Por supuesto, aún falta mencionar la creación de los bancos centrales, empezando por el más poderoso, la Reserva Federal de los EE.UU., en 1914. Con este invento, los estados se adueñaron del dinero legal, inclusive en algunos casos confiscaron el oro. Crearon grandes centros de planificación estatal, no ya para ver qué producir, sino para manipular la cantidad de dinero, la ayuda a los bancos y posteriormente junto con el FMI, el BID y otros organismos multilaterales, intervenir para supuestamente evitar crisis en otros Estados. Sin el menor éxito, intentaron evitar las recesiones y sólo por casualidad cada tanto acertaron en sus predicciones. No pocas veces han servido para generar o agravar las recesiones, como en la crisis del 30. En otros lograron postergarla como en la crisis de 2000, pero al costo de endeudar los Estados y agravar las crisis futuras. A pesar de las enseñanzas de Hayek, no logran comprender que la complejidad de las implicancias de reducir artificialmente las tasas de interés escapa al análisis de los planificadores centrales.
La cantidad de intervenciones es cada vez mayor. En 1994, la Fed y el Tesoro de EE.UU. rescataron a México. En 1997 a Tailandia y Hong Kong. En 1998 a Rusia y luego rescataron un fondo de cobertura —Long Term Capital. En 1999 sostuvieron a Brasil. Al año siguiente intervinieron para frenar el desplome de la economía frente a la implosión de la burbuja en las acciones tecnológicas estadounidenses. En cada intervención la receta fue la misma, facilitar el crédito, bajar las tasas de interés y aportar “fondos frescos” y, en cada caso, la economía terminó reactivándose. Pero ya en el 2001 las tasas de interés habían caído artificialmente hasta un casi 0% anual en EE.UU. y Japón, y apenas algo más en Europa. Lo cual generó una nueva burbuja, la descomunal burbuja del sector inmobiliario, en muchos países, en simultáneo, en todos los continentes. Fatalmente, la burbuja explotó con las tasas ya en 0% y la deuda de EE.UU. en récords históricos.
¿Qué hacer? ¿Revisar las premisas y repensar la estrategia? No, pues siguieron profundizando el mismo camino. Lo llamaron “Quantitative Easing” (QE), que significa, básicamente, imprimir dinero para salvar a los bancos con problemas. Esta política no fue del todo consistente porque huo dos graves excepciones, la Argentina y Lehman Brothers, las consecuencias inmediatas fueron una importante recesión local, en el primer caso, y una recesión internacional en el segundo.
Pero aún suponiendo que hubieran sido consistentes y hubieran logrado prevenir o postergar estas recesiones, la tendencia global seguiría siendo la misma. Luego de décadas de intervencionismo y oleadas de nueva legislación regulatoria, la consecuencia sigue siendo el extraordinario aumento del poder del estado, y su correlato, la disminución de las libertades individuales. Así, mientras que hace 100 años el Estado representaba poco más del 10% de la economía, en casi todo el mundo ha crecido desproporcionalmente hasta ocupar entre el 40 al 50% del PIB de cada país. Imaginemos un monopolio que ocupe el 50% de la economía y comprenderemos que su poder dominante es tan descomunal que las libertades individuales pasan a ser casi nominales. Sumemos además las generosas deudas que han acumulado. Agreguemos también que ha abusado de su capacidad legislativa escribiendo semejante cantidad de leyes que sólo las pueden albergar las más grandes bibliotecas.
Irónicamente, muchos economistas atribuyen la crisis actual a la “desregulación de los mercados financieros” de la década del 90. Conviene recordar que sólo en EE.UU. existen 75.000 páginas de regulaciones en ese mercado. O bien atribuyen la crisis a la codicia de los banqueros, como si las tasas de interés en 0% anual y los salvatajes no actuaran como estímulo adicional y extraordinario para exacerbar estas características de la naturaleza humana.
Todavía podemos añadir algo más grave. Muchos economistas creen que para salir de la crisis las guerras son indispensables. Tal vez esto influya para mantener la permanente guerra contra el terrorismo y la inútil guerra contra las drogas, y sus inevitables consecuencias en términos de pérdidas de libertades ciudadanas como el “Acta Patriótica” en EE.UU., la “Ley antiterrorista” en la Argentina, o las leyes anti-lavado en todo el mundo. Podríamos concluir sin asombro que el resultado no deseado es que el poder del Leviathán se ha vuelto inconmensurable, está totalmente fuera del control ciudadano y de manera que los hombres libres de antes, casi sin darse cuenta, se han ido transformando en siervos del Estado.
El desafío del siglo que estamos viviendo es recuperar el control sobre el Estado, “ponerlo en caja” y reducir el porcentaje que ocupa en la economía. Tal vez, la manera de lograrlo sea la competencia entre ciudades con diferentes legislaciones como propone Paul Romer con sus Free Cities. Si estas ideas logran imponerse, en algunas décadas más, los ciudadanos elegirán vivir en ciudades de servidumbre voluntaria, definidas como ciudades con altísimos impuestos a cambio de la promesa de seguridad provista por el Estado; o bien en ciudades con bajos impuestos y alta responsabilidad individual, en ciudades de hombres libres.
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