La inviabilidad del socialismo
Por Ludwig von Mises
Se piensa con frecuencia que si el
socialismo actualmente no funciona, ello se debe a que nuestros
contemporáneos no poseen aún las necesarias virtudes cívicas, y que los
hombres, tal como son actualmente, son incapaces de poner en el
desempeño de las tareas que el estado socialista les asigne el mismo
celo con que realizan su diario trabajo bajo el signo de la propiedad
privada de los medios de producción, pues, en régimen capitalista, saben
que es suyo el fruto de su trabajo personal y que sus ingresos aumentan
cuanto uno más produce, reduciéndose en caso contrario.
Por el contrario, en un sistema
socialista el que personalmente se gane más o menos no depende ya casi
de la excelencia del propio trabajo; en efecto, cada miembro de la
sociedad tiene teóricamente asignada una determinada cuota de la renta
nacional, sin que varíe de forma apreciable por el hecho de que se
trabaje con desgana o con ahínco. La gente piensa que la productividad
socialista ha de ser por fuerza inferior a la de la comunidad
capitalista.
Así es, en efecto. pero no es éste el
fondo de la cuestión. Si fuera posible en la sociedad socialista cifrar
la productividad del trabajo de cada camarada con la misma precisión con
que se puede conocer, mediante el cálculo económico, la del trabajador
en el mercado, podría hacerse funcionar el socialismo sin que la buena o
mala fe del individuo en su actividad productiva tuviera que preocupar a
nadie. Podría entonces la comunidad socialista determinar qué cuota de
la producción total corresponde a cada trabajador y, consiguientemente,
cifrar la cuantía en que cada uno ha contribuido a ella. El que en una
sociedad colectivista no sea posible efectuar semejante cálculo es lo
único que, al final, hace que el socialismo sea inviable.
La cuenta de pérdidas y ganancias,
instrumento típico del régimen capitalista, es un claro indicativo de
si, dadas las circunstancias del momento, se debe o no seguir adelante
con todas y cada una de las operaciones en curso; en otras palabras, si
se está administrando, empresa por empresa, del modo más económico
posible, es decir, si se está consumiendo la menor cantidad posible de
factores de producción. Si un negocio arroja pérdidas, ello significa
que las materias primas, los productos semielaborados y los distintos
tipos de trabajo en él empleados deberían dedicarse a otros cometidos,
en los que se produzcan o bien mercancías distintas, que los
consumidores valoran en más y estiman más urgentes, o bien idénticos
productos, pero con arreglo a un método más económico, o sea, con menor
inversión de capital y trabajo. por ejemplo, cuando el tejer manualmente
dejó de ser rentable, ello no indicaba sino que el capital y el trabajo
invertido en las instalaciones de tejido mecánico eran más productivos,
por lo que era antieconómico mantener instalaciones en las que una
misma inversión de capital y trabajo producía menos.
En el mismo sentido, bajo el régimen
capitalista, si se trata de montar una nueva empresa, fácilmente se
puede calcular de antemano su rentabilidad. Supongamos que se proyecta
un nuevo ferrocarril; cifrado el tráfico previsto y las tarifas que
aquél puede soportar, no es difícil averiguar si resultará o no
beneficiosa la necesaria inversión de capital y trabajo. Cuando ese
cálculo nos dice que el proyectado ferrocarril no va a producir
beneficios, hay que concluir que existen otras actividades sociales que
reclaman con mayor urgencia el capital y el trabajo en cuestión; en
otras palabras, que todavía no somos lo suficientemente ricos como para
efectuar tal inversión ferroviaria. El cálculo de valor y rentabilidad
no sólo sirve para averiguar si una determinada operación futura será o
no conveniente; ilustra además acerca de cómo funcionan, en cada
instante, todas y cada una de las divisiones de las diferentes empresas.
El cálculo económico capitalista, sin el
cual resulta imposible ordenar racionalmente la producción, se basa en
cifras monetarias. El que los precios de los bienes y servicios se
expresen en términos dinerarios permite que, pese a la heterogeneidad de
aquéllos, puedan todos, al amparo del mercado, ser manejados como
unidades homogéneas. En una sociedad socialista, donde los medios de
producción son propiedad de la colectividad y donde, consecuentemente,
no existe el mercado ni hay intercambio alguno de bienes y servicios
productivos, resulta imposible que aparezcan precios para los aludidos
factores denominados de orden superior. El sistema no puede, por tanto,
planificar racionalmente, al serle imposible recurrir a un cálculo que
sólo puede practicarse recurriendo a un cierto denominador común al que
pueda reducirse la inaprehensible heterogeneidad de los innumerables
bienes y servicios productivos disponibles.
Contemplemos un sencillo supuesto. Para
construir un ferrocarril que una el punto A con el punto B, cabe seguir
diversas rutas, pues existe una montaña que separa A de B. La línea
ferroviaria podría ascender por encima del accidente orográfico,
contornear el mismo o atravesarlo mediante un túnel. Es fácil decidir,
en una sociedad capitalista, cuál de las tres soluciones sea la
procedente.
Se cifra el costo de las diferentes
líneas y el importe del tráfico previsible. Conocidas tales sumas, no es
difícil deducir qué proyecto es el más rentable. Una sociedad
socialista, en cambio, no puede efectuar un calculo tan sencillo, pues
es incapaz de reducir a unidad de medida uniforme las heterogéneas
cantidades de bienes y servicios que es preciso tomar en consideración
para resolver el problema. La sociedad socialista está desarmada ante
esos problemas corrientes, de todos los días, que cualquier
administración económica suscita. Al final, no podría ni siquiera llevar
sus propias cuentas.
El capitalismo ha aumentado la producción
de forma tan impresionante que ha conseguido dotar de medios de vida a
una población como nunca se había conocido; pero, nótese bien, ello se
consiguió a base de implantar sistemas productivos de una dilación
temporal cada vez mayor, lo cual sólo es posible al amparo del calculo
económico. Y el cálculo económico es, precisamente, lo que no puede
practicar el orden socialista. Los teóricos del socialismo han querido,
infructuosamente, hallar fórmulas para regular económicamente su
sistema, prescindiendo del cálculo monetario y de los precios. Pero en
tal intento han fracasado lamentablemente.
Los dirigentes de la ideal sociedad
socialista tendrían que enfrentarse a un problema imposible de resolver,
pues no podrían decidir, entre los innumerables procedimientos
admisibles, cuál sería el más racional. El consiguiente caos económico
acabaría, de modo rápido e inevitable, en un universal empobrecimiento,
volviéndose a aquellas primitivas situaciones que, por desgracia, ya
conocieron nuestros antepasados.
El ideal socialista, llevado a su
conclusión lógica, desemboca en un orden social bajo el cual el pueblo,
en su conjunto, sería propietario de la totalidad de los factores
productivos existentes. La producción estaría, pues, enteramente en
manos del gobierno, único centro de poder social. La administración, por
sí y ante sí, habría de determinar qué y cómo debe producirse y de qué
modo conviene distribuir los distintos artículos de consumo. Poco
importa que este imaginario estado socialista del futuro nos lo
representemos bajo forma política democrática o cualquier otra. Porque
aun una imaginaria democracia socialista tendría que ser forzosamente un
estado burocrático centralizado en el que todos (aparte de los máximos
cargos políticos) habrían de aceptar dócilmente los mandatos de la
autoridad suprema, independientemente de que, como votantes, hubieran,
en cierto modo, designado al gobernante.
Las empresas estatales, por grandes que
sean, es decir, las que a lo largo de las últimas décadas hemos visto
aparecer en Europa, particularmente en Alemania y Rusia, no tropiezan
con el problema socialista al que aludimos, pues todavía operan en un
entorno de propiedad privada. En efecto, comercian con sociedades
creadas y administradas por capitalistas, recibiendo de estas
indicaciones y estímulos que su propia actuación ordenan. Los
ferrocarriles públicos, por ejemplo, tienen suministradores que les
procuran locomotoras, coches, instalaciones de señalización y equipos,
mecanismos todos ellos que han demostrado su utilidad en empresas de
propiedad privada. Los ferrocarriles públicos, por tanto, procuran estar
siempre al día tanto en la tecnología como en los métodos de
administración.
Es bien sabido que las empresas
nacionalizadas y municipalizadas suelen fracasar; son caras e
ineficientes y, para que no quiebren, es preciso financiarlas mediante
subsidios que paga el contribuyente.
Desde luego, cuando una empresa pública
ocupa una posición monopolista —como normalmente es el caso de los
transportes urbanos y las plantas de energía eléctrica— su pobre
eficiencia puede enmascararse, resultando entonces menos visible el
fallo financiero que suponen. En tales casos, es posible que dichas
entidades, haciendo uso de la posibilidad monopolista, amparada por la
administración, eleven los precios y resulten aparentemente rentables,
no obstante su desafortunada gerencia. En tales supuestos, aparece de
modo distinto la baja productividad del socialismo, por lo que resulta
un poco más difícil advertirla. Pero, en el fondo, todo es lo mismo.
Ninguna de las mencionadas experiencias
socializantes sirve para advertir cuáles serían las consecuencias de la
real plasmación del ideal socialista, o sea, la efectiva propiedad
colectiva de todos los medios de producción. En la futura sociedad
socialista omnicomprensiva, donde no habrá entidades privadas operando
libremente al lado de las estatales, el correspondiente consejo
planificador carecerá de esa guía que, para la economía entera, procuran
el mercado y los precios mercantiles. En el mercado, donde todos los
bienes y servicios son objeto de transacción, cabe establecer, en
términos monetarios, razones de intercambio para todo cuando es objeto
de compraventa. Resulta así posible, bajo un orden social basado en la
propiedad privada, recurrir al cálculo económico para averiguar el
resultado positivo o negativo de la actividad económica de que se trate.
En tales supuestos, se puede enjuiciar la utilidad social de cualquier
transacción a través del correspondiente sistema contable y de
imputación de costos. Más adelante veremos por qué las empresas públicas
no pueden servirse de la contabilización en el mismo grado en que la
aprovechan las empresas privadas. El cálculo monetario, no obstante,
mientras subsista, ilustra incluso a las empresas estatales y
municipales, permitiéndoles conocer el éxito o el fracaso de su gestión.
Esto, en cambio, sería impensable en una economía enteramente
socialista no podrían jamás reducir a común denominador los costos de
producción de la heterogénea multitud de mercancías cuya fabricación
programaran.
Esta dificultad no puede resolverse a
base de contabilizar ingresos en especie contra gastos en especie, pues
no es posible calcular más que reduciendo a común denominador horas de
trabajo de diversas clases, hierro, carbón, materiales de construcción
de todo tipo, máquinas y restantes bienes empleados en la producción.
Sólo es posible el cálculo cuando se puede expresar en términos
monetarios los múltiples factores productivos empleados. Naturalmente,
el cálculo monetario tiene sus fallos y deficiencias; lo que sucede es
que no sabemos con qué sustituirlo. En la práctica, el sistema funciona
siempre y cuando el gobierno no manipule el valor del signo monetario;
y, sin cálculo, no es posible la computación económica.
He aquí por qué el orden socialista
resulta inviable; en efecto, tiene que renunciar a esa intelectual
división del trabajo que mediante la cooperación de empresarios,
capitalistas y trabajadores, tanto en su calidad de productores como de
consumidores, permite la aparición de precios para cuantos bienes son
objeto de contratación. Sin tal mecanismo, es decir, sin cálculo, la
racionalidad económica se evapora y desaparece.
Texto de Ludwig von Mises publicado en Viena en 1927, en su obra Liberalismo.
No comments:
Post a Comment