España o el verdadero dilema
Por Carlos Alberto Montaner
Numerosos españoles se equivocan. Las
elecciones del 26 de junio no son entre la izquierda la derecha y el
centro. Eso tendría una importancia relativa. Tampoco entre quienes
deben pagar la factura del gasto social o quienes son más o menos
escrupulosos en los manejos del dinero público. Esos son asuntos
importantes, pero no decisivos. Lo que está en disputa en los próximos
comicios es el modelo de Estado.
Hay muchos españoles prosistema. ¿Cuál
sistema? Obvio: la democracia liberal. Aunque a veces algunos violen sus
propias normas y terminen en los tribunales, la mayor parte cree en la
superioridad de la democracia representativa, la separación de poderes,
el mercado, la propiedad privada de los medios de producción, el respeto
por los Derechos Humanos, los gobiernos limitados y transparentes, y la
subordinación de todos a una ley escrita que no distingue entre
personas porque todos somos iguales ante ella.
Ese es el sistema trabajosamente
construido en Occidente a lo largo de más de dos siglos, al que se debe
el desarrollo y la (desigual) prosperidad de los treinta países mejor
gobernados del planeta.
Entre esos españoles están, junto a
otros, los conservadores del Partido Popular (PP), los socialdemócratas
del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), los liberales de
Ciudadanos, e incluso los independentistas catalanes de Convergencia y
del Partido Nacionalista Vasco (PNV), compañeros de ruta en el
Parlamento de los grandes partidos estatales, unas veces junto a los
socialdemócratas y otras adheridos a los conservadores para poder formar
gobierno.
Aunque sostienen que existen marcadas
diferencias entre ellos, y las hay, en realidad los separan algunas
medidas de gobierno, casi siempre reformables o revocables. Por eso ha
sido suave y sin graves accidentes el tránsito de Adolfo Suárez a
Leopoldo Calvo-Sotelo, a Felipe González, a José María Aznar, a José
Luis Rodríguez-Zapatero y a Mariano Rajoy. Cambiaba la gerencia, no el
Estado.
De ahí que algunas naciones, cobijadas
bajo el manto de la democracia liberal, han podido transitar
flexiblemente, sin violencia, de Estados socialdemócratas a una variante
liberal con predominio de la empresa privada o viceversa.
Ocurrió en el Reino Unido tras la
elección de Margaret Thatcher en 1979, quien le puso fin a la deriva
estatista impuesta por los laboristas desde el fin de la Segunda Guerra
Mundial.
Se vio en Israel, a partir de la década
de los ochenta, tras la entronización del Likud y el debilitamiento de
los orígenes marxistas democráticos del Mapai, la Histadrut y los
laboristas.
Sucedió en Suecia desde los años
noventa, cuando, tras varias décadas de gobiernos socialdemócratas, hizo
crisis el Estado de Bienestar ahogado por el peso de los impuestos, el
dirigismo estatista y la ausencia de mercado, excesos que comenzó a
corregir el conservador-liberal Carl Bildt en 1991-1994 mediante una
reforma que todavía continúa.
Sin embargo, hay otros españoles
antisistema. Son antimercado. Se autodenominan anticapitalistas. Están
convencidos de la supremacía moral y práctica de la democracia directa y
de la conveniencia de un Estado fuerte que subsuma todos los poderes,
como Lenin prescribía. Esa mamarrachada de la justicia o un parlamento
independientes les parece un subterfugio de la clase explotadora.
Se sienten capaces de planificar y
dirigir la economía. Les resulta peligroso y contraproducente que los
medios de producción estén en codiciosas manos privadas, o que la
sociedad rija sus transacciones por la oferta y la demanda, cuando deben
ser gobernadas por burócratas omnipotentes que saben mejor que el
mercado lo que debe producirse, el precio de los bienes y los servicios,
o lo que es justo asignársele a cada cual.
La llegada al gobierno de los comunistas
no es el principio de una nueva administración, sino el inicio (creen)
de una era definitiva que le traerá la felicidad a la especie, aunque en
el camino se produzcan numerosas víctimas y ocurran percances tan
sangrientos como inevitables. Más de cien millones murieron
violentamente durante la fallida creación de las sociedades
marxistas-leninistas, según la luctuosa contabilidad de El libro negro del comunismo.
Ese tipo de gobierno es el que preconiza
Unidos Podemos. El que fracasó en la URSS y sus satélites, se desvanece
cruel y lentamente en Cuba, se mantiene en Corea del Norte a sangre y
fuego, se intenta en Venezuela contra todo vestigio de sentido común y
se convirtió en fascismo capitalista en China y Vietnam.
Ese es el modelo de Estado en el que
creen Pablo Iglesias y Alberto Garzón. Son orgullosamente comunistas
aunque, en un alarde de oportunismo leninista, profundamente inmoral,
Iglesias se declare socialdemócrata. Cualquier ardid es legítimo con tal
de privar del poder a los enemigos de la burguesía e iniciar la
revolución. Ya habrá tiempo de explicar que las caretas y los disfraces
son necesarios. En política, según los comunistas, el sistema bien vale
una misa.
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