Por Enrique Fernández García
Quien diga verdad por presionarle a ello ajenas razones, o por la utilidad que le reporte, sin que tema decir mentira cuando no perjudique a nadie, no es hombre totalmente veraz.
Michel de Montaigne
Esa labor conocida como compromiso intelectual y que, a veces, por desgracia, invocan varios oportunistas, permite hablar sobre Milton Friedman. Pasa que, además de sus menesteres académicos, monetarios, estadísticos, incluso matemáticos, encontramos un individuo al cual los asuntos públicos o cuestiones sociales no le causaron ningún aburrimiento. Es más, cuando se revisan sus intervenciones mediáticas, pues fue generoso en esos afanes, resulta manifiesto que hasta disfrutaba de aquello. Porque, según lo recordado por los que se relacionaron con él desde joven, su condición de polemista era indiscutible. Consiguientemente, quien recibió el premio Nobel de Economía en 1976 tuvo estos intereses y, como era previsible, sus posiciones respondieron a ideas que formuló en libros escritos junto con su esposa, Rose, así como al componer las columnas que, desde 1966, publicó la revista Newsweek. Vale la pena remirar sus planteamientos.
Sin duda, el poder es un concepto capital de la política. Es verdad que Montesquieu fue original al propugnar su división; no obstante, la pretensión de controlarlo ha estado presente desde tiempos antiguos. Friedman se inscribe en esta tradición. No puede haber otra conclusión cuando, en la introducción de Capitalismo y libertad, leemos: “La gran amenaza a la libertad es la concentración del poder”. Mientras éste se fortalecía, crecía el peligro de que nuestro valor más preciado terminara socavado, suprimido. Por esta razón, nuestro pensador percibe tal riesgo. Acentúo que, para dicho intelectual, frente a ese poder político de tipo absolutista, debía oponerse un poder económico, el del mercado, en donde la coordinación de las actividades individuales nunca se controlaría de modo total. Debía lucharse, por ende, contra “la tiranía de los controles”, conforme a una expresión que usaba.
En su lógica, el Estado tenía que ser limitado y descentralizado para salvaguardar la libertad. Como él lo hizo en diferentes oportunidades, es bueno apuntar que debían confluir dos clases de libertad, una económica y otra política. No sólo esto, puesto que, para ese baluarte de la Escuela de Chicago, la libertad económica era una garantía de la libertad política. Resalto que no se trata de una libertad atómica, drásticamente individual. Es que, cuando Friedman habla de libertad, piensa en la sociedad. A propósito, preciso que, desde su perspectiva, los medios apropiados para quienes amparaban el liberalismo eran dos: libre discusión y cooperación voluntaria. Así, se relegaba la coerción como recurso predilecto, al menos si procurábamos una solución óptima de problemas comunes.
Friedman no era un utopista ni tampoco alguien que objetara las moderaciones. En su ideario, podemos percibir el ánimo de avanzar con cordura, sin aspiraciones radicales, lo cual facilitaba la llegada de algunas victorias. Esto se demuestra con su lucha por eliminar el servicio militar obligatorio. Asimismo, ese gladiador de la libertad intentó abolir el carné de conducir, las licencias de médicos, la jubilación estatal y la construcción de viviendas sociales. Además, con solidez, fue partidario de no penalizar el aborto, las drogas ni la prostitución. Acoto que, cuando planteaba sus críticas a las leyes vigentes, no pensaba únicamente en la libertad, sino también en las otras personas. Porque, en su criterio, el deseo de ayudar a los demás no es incompatible con el sistema de mercado libre, siempre que no se trate de una norma tan coercitiva cuanto indignante.