David R. Henderson explica que los supuestos "barones ladrones" como John D. Rockefeller y Cornelius Vanderbilt no crearon monopolios, sino que más bien los destruyeron beneficiando a los consumidores estadounidenses con precios más bajos.
Pero una lectura cuidadosa de la investigación económica sobre los “barones ladrones” conduce a una conclusión diametralmente opuesta: los llamados barones ladrones no eran ni ladrones ni barones. No robaron. Por el contrario, obtuvieron su dinero a la antigua: se lo ganaron. Tampoco eran barones. La palabra “barón” es un título nobiliario, típicamente otorgado por un rey o establecido por la fuerza. Pero Vanderbilt, Rockefeller y muchos otros a quienes se referían como barones ladrones, comenzaron sus negocios de cero y no se les garantizó ningún privilegio especial. Por otra parte, no solo ganaron su dinero y no se les garantizaron privilegios, sino que también ayudaron a los consumidores y, en un caso famoso, destruyeron un monopolio.
Considere el caso de Cornelius (“Comodoro”) Vanderbilt. Incluso el excelente y reciente libro Por qué fracasan los países, del profesor de economía de MIT Daron Acemoglu y del cientista político y económico James A. Robinson, concibe de manera equivocada la historia de Vanderbilt. Y no solo equivocada, sino espectacularmente equivocada. Afirman que Vanderbilt era “uno de los más notorios” barones ladrones que “apuntaban a consolidar monopolios y a prevenir que cualquier otro potencial competidor entre en el mercado o haga negocios en igualdad de condiciones”.
De hecho, fue el competidor de Vanderbilt, Aaron Ogden, quien persuadió a la legislatura del estado de Nueva York para garantizar a Ogden un monopolio legal sobre los viajes en ferry entre Nueva Jersey y Nueva York. Y Vanderbilt fue una de las principales personas que desafió aquel monopolio. A la edad de 23 años, Vanderbilt se había convertido en el administrador del negocio de un empresario de ferry llamado Thomas Gibbons. El objetivo de Gibbons era competir con Aaron Ogden cobrando tarifas bajas. De este modo, estaban violando deliberadamente la ley –y ayudando a los pasajeros a ahorrar dinero. En el caso Gibbons contra Ogden, la Corte Suprema de EE.UU. dictaminó que, de hecho, el gobierno del estado de Nueva York no podía conceder legalmente un monopolio sobre el comercio interestatal.1 En resumen, Cornelius Vanderbilt no fue un hacedor de monopolios en este caso, sino un rompedor de monopolios.
¿Qué hay de John D. Rockefeller? Acemoglu y Robinson también están equivocados acerca de este. Escriben que por 1882, Rockefeller “había creado un monopolio masivo” y que para 1890 Standard Oil “controlaba el 88% del petróleo refinado en EE.UU.” Echemos un vistazo a los hechos.
Desde el principio, Rockefeller sabía que se encontraba en desventaja frente a sus competidores. La sede de su compañía se encontraba en Cleveland, a 150 millas de las regiones productoras de petróleo de Pennsylvania y a 600 millas de Nueva York y otros mercados del este. Por lo tanto, Rockefeller se enfrentó a costos de transporte más altos que muchos de sus competidores. Para compensar esa desventaja, construyó un oleoducto para transportar su propio petróleo y lo utilizó para ejercer presión a la baja sobre las tarifas de los ferrocarriles. Consiguió las tarifas más bajas en la forma de descuentos en vez de recortes en las tasas absolutas. ¿Por qué? No creo que los historiadores económicos estén seguros de por qué, pero he aquí mi hipótesis: los ferrocarriles dieron descuentos porque es la manera común en que los miembros de un cártel “hacen trampa” en el precio. Ellos pueden decir, sin mentir, a los clientes que no obtienen los descuentos que están cobrando a todos la misma tarifa. En la medida en que esto estaba ocurriendo, el mismo Rockefeller estaba rompiendo con el cártel de los ferrocarriles. Y romper cárteles se supone que es algo bueno, no malo.
Pero, ¿por qué los ferrocarriles darían exclusivamente a Rockefeller estos descuentos? Como se ha señalado, esto se dio en parte por su amenaza fidedigna de usar su propio oleoducto. Además, como señalan Reksulak y Shughart, él construyó su primera refinería estratégicamente ubicada en un lugar que permitiría enviar el petróleo al Lago Erie y desde allí al mercado del Noroeste. Esto, indican Reksulak y Shughart, le permitió obtener menores tarifas de los ferrocarriles durante los meses de verano.2 Adicionalmente, Standard Oil proveyó instalaciones de carga y descarga y seguro contra incendios a su propio costo. Finalmente, Standard Oil proporcionó un alto volumen de tráfico ferroviario en periodos predicibles, una ventaja crucial para los ferrocarriles que tenían costos fijos altos y bajos costos variables.
Una duda que siempre he tenido es cómo Rockefeller obtuvo “drawbacks” de los ferrocarriles. “Drawbacks” eran los descuentos basados en los envíos que realizaban los competidores de Rockefeller. Reksulak y Shughart ofrecen una explicación plausible. Escriben:
“Ayudando a reducir el costo promedio del transporte ferroviario en las formas que hemos documentado, Rockefeller confirió una externalidad positiva sobre sus rivales, reduciendo el costo promedio de los ferrocarriles de administrar sus propios envíos. Los ‘drawbacks’ eran una forma de los ferrocarriles de compartir esas ganancias con la compañía responsable por ellas”.3Otra ventaja que Rockefeller creó fue el mismo producto. Su producto principal en ese entonces era el kerosene. El kerosene, si no era producido con una estricta especificidad, tenía una desagradable tendencia a explotar y matar o herir a quienes lo utilizaban. Eso no es bueno, por decirlo suavemente, para una empresa que busca ganar cuotas de mercado. Rockefeller quería que los compradores supieran que su producto era seguro porque satisfacía un riguroso proceso estandarizado de producción. De allí el nombre de su empresa: Standard Oil.
La parte más especulativa del razonamiento anterior es el por qué Rockefeller consiguió descuentos en vez de rebajas directas en los precios. Pero lo que no es especulativo es cómo expandió su cuota de mercado. Hizo esto bajando los precios y casi cuadriplicando las ventas. El profesor de economía de la Universidad de Chicago, Lester Telser, en su libro de 1987, A Theory of Efficient Cooperation and Competition4, señala que entre 1880 y 1890 el la producción de productos petroleros aumentó 393%, mientras que el precio cayó 61%. Telser escribe: “El trust petrolero no cobraba precios altos porque tenía el 90% del mercado. Consiguió el 90% del mercado de petróleo refinado cobrando precios bajos”. ¡Qué monopolio!
Tampoco eran una casualidad los casos de Vanderbilt y Rockefeller. Si los trusts de finales del siglo XIX habían monopolizado las industrias donde se encontraban, como muchos creen, entonces en la medida en que esos trusts ganaban más cuotas de mercado, no deberían haber aumentado mucho la producción y deberían haber aumentado los precios. De hecho, ocurrió lo contrario. La producción incrementó marcadamente y los precios bajaron. En unas investigaciones pioneras en los años ochenta, el economista de la Universidad de Loyola, Thomas DiLorenzo, documentó estos hechos. En un artículo de 19855, DiLorenzo encontró que entre 1880 y 1890, mientras que el producto bruto interno real aumentó un 24%, la producción real en las industrias supuestamente monopolizadas (para las que había datos disponibles) incrementó en un 175%, más de siete veces por encima de la tasa de crecimiento de la economía. Mientras tanto, los precios en estas industrias disminuían. Aunque el índice de precios al consumidor cayó 7% en esa década, el precio del acero disminuyó 53%, el del azúcar refinado 22%, el del plomo 12% y el del zinc 20%. El único precio que cayó menos de 7% en las supuestas industrias monopolizadas fue el del carbón, que permaneció constante.
¿Por qué tenemos una visión tan distorsionada de la era de los llamados barones ladrones? Una razón es que la prensa popular de ese momento difundió esa visión. Curiosamente, Ida Tarbell, la famosa periodista de escándalos que dio a Rockefeller su mala prensa6, no era una observadora desinteresada. En su vida temprana, ella había visto a su padre, un productor y refinador de petróleo, perder en competencia con Rockefeller. Su padre había ido progresando, y su familia, como resultado de esto, disfrutaba de “lujos de los que nunca habíamos escuchado”7. Todo eso llegó a su fin y Tarbell nunca perdonó a Rockefeller.
De hecho, prácticamente nada del impulso por las leyes antimonopolio provino de los consumidores. Gran parte de este provino de pequeños productores que habían sido desplazados del mercado por la competencia. No querían más competencia; querían menos. DiLorenzo cita a uno de los “destructores de trusts”, el congresista William Mason, quien admitió que los trusts eran buenos para los consumidores. Lo que no le gustaba era que cuando los grandes trusts bajaban los precios, las empresas pequeñas se quedaban fuera del negocio. Mason dijo:
“Los trusts han hecho los productos más baratos, han reducido los precios; pero si el precio del petróleo, por ejemplo, se redujera a un centavo por barril, no corregiría el daño causado a las personas de este país por los trusts que destruyeron la competencia legítima y apartaron a hombres honestos de empresas legítimas de negocios”.8En resumen, los barones ladrones, al menos aquellos cuyas acciones tienden a ser destacadas, no eran ni ladrones ni barones.
Pero, ¿por qué es así? ¿Por qué es que los trusts de finales del siglo XIX prosperaron, no monopolizando sino compitiendo ferozmente? Allí yace la lección de economía. Como el difunto economista de la Universidad de Chicago, George Stigler, quien ganó el premio nobel en 1982, señaló, “Los monopolios y y casi monopolios perdurables más importantes en EE.UU. dependen políticas del estado”9. Esto es así porque si el estado no impide la entrada, las ganancias altas de las firmas con poder de mercado atraen a nuevos entrantes y nueva competencia, de la misma forma que la miel atrae a las hormigas. Como lo expresé en el décimo punto de mi artículo “Ten Pillars of Economic Wisdom”10, parafraseando a Stigler, “La competencia es una melaza resistente, no una flor delicada”.
Stigler se centró en la competencia de precios, pero el difunto economista austriaco Joseph Schumpeter enfatizó lo que vio, correctamente, como una fuente aun más importante de la competencia. Schumpeter escribió:
“En la realidad capitalista, diferente a su imagen en los libros de texto, no es ese tipo de competencia la que cuenta, sino la competencia que surge de la nueva mercancía, la nueva tecnología, la nueva fuente de suministros, el nuevo tipo de organización (la unidad de control a mayor escala por ejemplo) —competencia que posee un costo decisivo o una ventaja en calidad, y que ataca, no los márgenes de las ganancias y las producciones de las firmas existentes, sino sus cimientos y sus vidas mismas”.11El término memorable de Schumpeter para este tipo de competencia fue “destrucción creativa” –“creativa” porque la nueva mercancía, tecnología, etc., creaba un nuevo producto o servicio y “destrucción” porque destruía al viejo. Piense de nuevo en Rockefeller. Creó un kerosene más seguro y un oleoducto para transportar su petróleo. Haciendo esto, destruyó a muchos competidores pequeños –y benefició a los consumidores estadounidenses. Nos convendría tener más “barones ladrones” como estos.