Los socialistas suelen argüir que el agua es un bien tan básico que no debería ser privatizado. Ante este eslogan los liberales muchas veces nos quedamos sin respuesta; en el fondo de nuestras conciencias sigue operando la propaganda comunista, según la cual todo lo importante debe ser dominado y planificado por el Estado.
Sin embargo, basta reflexionar un poco para ver el escaso fundamento de semejante afirmación. ¿Hay algo más preciado y básico que nuestra libertad? Aun cuando algunos pudieran responder que la vida es más sustancial, la cuestión es evidente: ¿quién debe ser el propietario de bienes tan básicos como nuestra libertad y nuestra vida? ¿El Estado o nosotros mismos? ¿Seríamos libres si el Estado pudiera elegir por nosotros? Obviamente, no.
A diferencia de lo que los socialistas quieren hacernos creer, precisamente porque el agua es importante debiera ser privada. El peso burocrático del Estado se soporta mejor en aquellos sectores que nos resultan “prescindibles”: si el Estado se encomienda la preparación de unos Juegos Olímpicos y finalmente fracasa, el perjuicio de su acción se circunscribirá a un cierto derroche de nuestro dinero, pero podremos continuar, sin demasiada dificultad, con nuestras vidas. En cambio, si se encomienda la realización de tareas fundamentales para nuestra existencia y para nuestra libertad, cuando fracasa –y en su existencia y funcionamiento está grabado en letras de fuego el inexorable fracaso– las consecuencias son calamitosas.
No es casualidad que, por un lado, la mayor parte de las reservas de agua del mundo sean propiedad del Estado –sólo alrededor del 3% de la población de los países pobres recibe agua de empresas privadas– y que, por otro, cada año 1.000 millones de personas contraigan enfermedades relacionadas con la falta de agua, de las que 12 millones terminarán muriendo.
Tal es el estremecedor balance que arroja Water for sale, del sueco Fredrik Segerfeldt. En este libro encontramos una razonada y detallada defensa de la privatización del agua como conditio sine qua non para erradicar su carestía.
Sin embargo, el pensamiento izquierdista sigue siendo preponderante en este punto. El agua se concibe como un derecho por el que no cabe exigir una contrapartida monetaria; en otras palabras, el Estado, en su papel de omnipotente divinidad, es el encargado de proveerla.
Rob Embleton: ROBINSON CRUSOE (detalle).Pocas ideas hacen tanto daño a la sociedad como la de pensar que todo aquello calificado como “derecho” implica una suerte de gratuidad. Si yo afirmo tener una especie de derecho positivo a beber agua, la contrapartida es que no tengo que esforzarme para conseguirla; si no tengo agua, se me ha de dar.
El absurdo de tal pretensión puede no saltar inmediatamente a la vista, por lo que recurriremos a un sencillo ejemplo. Imaginemos a Robinson Crusoe en su isla desierta, sin ningún habitante más. En principio, pues, toda la isla es susceptible de ser usada por él. Sin embargo, hay un problema: el único río se encuentra a 10 kilómetros de donde Crusoe habita y obtiene los alimentos. Así, cada día tiene que perder gran parte de su tiempo para recoger agua.
Si Crusoe afirmara tener un derecho al consumo de agua ello implicaría que tiene derecho a no realizar el fatigoso esfuerzo de trasladarse diariamente al río. Pero, como es obvio, todos podemos darnos cuenta de que, por mucho que reclame semejante derecho, el agua no acudirá a él por arte de magia. Si Crusoe se empecinara en exigirle al río que le trajera el agua, simplemente moriría deshidratado.
Por absurdo que parezca, ésta es la situación que muchos socialistas están imponiendo en el Tercer Mundo. El problema del agua no es su escasez, sino su falta de disponibilidad. Sólo contabilizando las reservas de agua dulce –es decir, sin incluir la posibilidad de desalinizar–, cada individuo podría consumir una media de 19.000 litros al día. En el mundo existe suficiente agua, pero no suficientes infraestructuras que la potabilicen y trasladen.
Los socialistas quieren hacernos creer que la privatización esconde una suerte de complot para, a través de unos precios de mercado prohibitivos, evitar que los pobres consuman el agua que necesitan los ricos para bañarse en sus piscinas y regar sus campos de golf.
Nada más lejos de la realidad. Primero, la propiedad colectiva del agua ocasiona el rápido desabastecimiento. Parafraseando a Garret Hardin, el autor del libro llama a este fenómeno “la tragedia del agua comunal”. Todos los individuos que extraigan agua de un mismo acuífero comunal tenderán a sobreexplotarlo, lo que en muchos casos provocará su deterioro y salinización.
Segundo, sin derechos de propiedad sobre el agua nadie tiene incentivos para encontrar y explotar las aguas subterráneas; el Estado se arroga semejante competencia. Por mucho que una familia haya encontrado agua en una finca de su propiedad, no podrá establecer las canalizaciones pertinentes, porque dicha agua pertenece al Estado. Si, por ejemplo, se permitiera a los agricultores adquirir derechos de propiedad sobre el agua que transcurre por debajo de sus tierras, venderían los excedentes a las familias y a las industrias a través de la construcción de las necesarias infraestructuras.
Riego por goteo.Tercero, la propiedad privada y el consecuente precio estimulan a evitar los derroches de agua, tanto desde el punto de vista de la empresa como del cliente. Así, por un lado, las empresas que vendieran agua mantendrían su canalizaciones en buen estado, evitando fugas; por otro, los agricultores tenderían a economizar su uso.
El método por inundación gasta mucha más agua que el método por goteo, y resulta incluso menos efectivo; la cuestión es que el método por goteo requiere de una inversión inicial que nadie está dispuesto a efectuar mientras el agua sea gratis.
Algunos cálculos estiman que el uso de agua podría reducirse a la mitad sin alterar la producción agrícola; en otras palabras, la mitad del agua que se usa en la agricultura no sirve para producir nada. De hecho, una reducción en el 10% del uso agrícola del agua doblaría las disponibilidades de agua potable.
Cuarto, los gobiernos tercermundistas no disponen de dinero suficiente para hacer llegar agua corriente a las zonas más pobres de sus países. Es decir, mientras que esa gente ve atacada su propiedad mediante el pago de ingentes impuestos, el sector público, en su pésima faceta empresarial, es incapaz de proveerles con los servicios por los que, en teoría, pagan. Ello, como se entenderá, no significa que toda esa población no tenga acceso a agua potable; en caso contrario, en lugar de lamentar 12 millones de muertos al año estaríamos hablando de cientos de millones.
En realidad, estas zonas suelen obtenerla a través del mercado negro; concretamente, los empresarios informales trasladan allí tanques de agua y obtienen de esta manera un precio hasta 100 veces superior al del agua que se vende en las ciudades.
Por tanto, es simplemente falso que la privatización del agua impondría precios prohibitivos para los más pobres del mundo. Muchos de ellos están ya pagando un precio muy superior al que desembolsarían en un mercado donde se establecieran derechos de propiedad.
Para aclarar dudas, hay que señalar que este sobreprecio no se debe a la maldad intrínseca de los empresarios informales. Tengamos presente que el coste de trasladar en tanques periódicamente el agua es mucho mayor que el de construir una red de canalización. La cuestión es que el Gobierno prohíbe a esos mismos empresarios, dado que el agua es un bien “público y universal”, que construyan la infraestructura pertinente.
Sin lugar a dudas, los socialistas argüirán que las empresas privadas no tendrían incentivos para construir canalizaciones hacia las zonas más pobres del planeta. En principio, desde el punto de vista de la teoría económica, es dudoso: los empresarios siempre tienen incentivos para servir al mayor número de consumidores posibles. Si hay una masa de consumidores que nadie cree poder servir por los elevados costes, aquellos empresarios que sean capaces de descubrir métodos de producción o distribución más baratos serán capaces de vender en esas zonas y obtener ingentes beneficios. Es más, una oferta constante de agua potable a una zona favorece su desarrollo y consecuente aumento del poder adquisitivo. Por ello, aun cuando en principio no fuera rentable invertir en tales zonas, deberíamos considerarlo una inversión de futuro.
Empíricamente, éste ha sido el resultado. Así, por ejemplo, tras la privatización del agua en Buenos Aires el 85% de las nuevas infraestructuras se crearon en los suburbios más pobres.
Hasta el momento, los argumentos que hemos ofrecido a favor de la privatización del agua no han presupuesto la maldad o torpeza de los políticos. En todo caso, hemos hablado de imposibilidad financiera de construir las infraestructuras (para conseguir un acceso universal al agua se calcula que sería necesario un gasto anual de 180.000 millones de dólares durante 25 años, mientras que hoy por hoy el sector público está invirtiendo 70.000 millones al año y no hay posibilidades reales de ampliar dicha suma), pero no de ineficiencia.
Sin embargo, éste es un elemento que debemos introducir en la ecuación. La oferta de agua pública suele adolecer de constantes fugas, pésima planificación del trazado de las canalizaciones e inversiones innecesariamente costosas. Por no hablar del uso politizado del agua, que lleva a muchos dictadores a “matar de sed” a la población para someterla.
El libro de Fredrik Segerfeldt es francamente interesante, pues, aparte de desarrollar y razonar todos estos puntos, incluye ejemplos prácticos que los ilustran. Ahora bien, habría que realizar una sucinta crítica a una de sus conclusiones. De hecho, Segerfeldt, aun cuando vislumbra los beneficios del agua totalmente privada (en su propiedad y en su distribución), se declara partidario de un modelo de concesiones. A pesar de que asegura que el agua totalmente privada sería mejor que el agua pública, considera que tal sistema tiende a un monopolio natural (esto es, no habría competencia en el negocio, de manera que los empresarios podrían explotar a los consumidores).
Es una pena que Segerfeldt no abandone su esquema mental neoclásico. El monopolio natural es una ficción, ya que la competencia no se establece entre empresas idénticas, sino entre bienes que satisfacen la misma utilidad. El suministrador privado de agua tendría que competir con las empresas de agua embotellada y con la potencial amenaza de la competencia. En el caso del agua, esta potencial amenaza vendría representada, por un lado, por la entrada de nuevas empresas en el mercado y, por otro, por la excavación de pozos o la construcción de cisternas, depósitos o balsas comunitarias.
Un precio excesivo del agua imposibilitaría a los empresarios amortizar su inversión inicial, por lo que otro empresario terminaría comprándole la infraestructura a precio de saldo. El empresario, en otras palabras, siempre continúa sometido a la soberanía del consumidor, a no ser que sea capaz de eliminar físicamente a sus competidores; pero en ese caso, más que de un empresario, estaríamos hablando de un político.
De cualquier modo, Water for sale resulta imprescindible para quienes estén interesados en el prioritario asunto del agua. Los liberales tenemos la obligación moral de ser especialmente combativos en este campo. Doce millones de muertes al año no son tolerables: hay que ganar esta batalla a la izquierda. Como dice el autor del libro: “La gente que hoy vive sin agua no necesita de dogmas y manifestaciones callejeras, simplemente necesita agua. Las soluciones están a todas luces disponibles, y resulta absolutamente reprensible que sean rechazadas por razones ideológicas”.