Carlos Rodríguez Braun dice que "Entre las actitudes habituales del antiliberalismo más rancio figuran el odio al libre comercio y la idea de que estamos gobernados por una secreta conspiración capitalista".
Vaya por delante que la liberalización comercial manejada más o menos en secreto por políticos y burócratas es cualquier cosa menos el ideal, que requeriría el desmantelamiento abierto, unilateral y universal de las infinitas trabas que los poderosos erigen frente a los contratos voluntarios de sus súbditos. Pero una cosa es reconocer esto y otra cosa es desbarrar alegando que cualquier paso hacia la disminución de dichas trabas es un atentado contra la soberanía —idea antiliberal en la que, como suele suceder, confluyen izquierdistas y fascistas.
La confluencia también se produce en la agitación del espantajo de la crisis, con dislates como que la libertad provocó la crisis financiera, o que los políticos se están rindiendo ante las multinacionales.
En El País, Soledad Gallego-Díaz también habló dramáticamente de que el TTIP es "algo muy serio y potencialmente devastador", porque "se están fijando condiciones estrictamente liberales". Esto está lejos de ser evidente, pero al menos reconoció lo que sí es evidente: los políticos no son títeres de la burguesía, como proclamó tontamente Marx, sino que, por ejemplo, a propósito de los mecanismos de arbitraje para resolver disputas, los políticos de la cincuentena de países que negocian el tratado no establecerán "condiciones estrictamente liberales" —por desgracia, añado.
Eso sí, doña Soledad cultiva la vieja fantasía romántica antiliberal de sospechar en primer lugar y ante todo del malvado capitalismo:
Ya se sabe lo que sucede cuando se cree que el progreso y la felicidad llegan de la mano de los grandes conglomerados empresariales europeos y norteamericanos. Que millones de personas se quedan sin progreso y sin felicidad.