Estados Unidos es una nación de inmigrantes. Ese es el cliché básico y la verdad absoluta. Es probable que el debate en curso en los Estados Unidos sobre la inmigración mexicana refleje el más antiguo debate estadunidense: ¿Son los nuevos inmigrantes una bendición o una catástrofe? La situación mexicana fronteriza resulta única, y es imposible controlar el movimiento de una población nativa en territorios cuyas fronteras no corresponden a su realidad social y económica.
Estados Unidos se hizo con movimientos masivos de población. Los movimientos llegaron en oleadas de todas partes del mundo y tuvieron características distintas según el momento histórico, pero hubo dos constantes. Primero, cada oleada tuvo una función indispensable de orden económico, político, militar o social. Estados Unidos, como nación y como régimen, no hubiera podido evolucionar como lo hizo sin ellas. Segundo, cada nueva oleada fue vista con sentimientos ambiguos por quienes ya estaban en el territorio. Según el tempo y el lugar, algunos vieron a los nuevos inmigrantes como un refuerzo bienvenido; otros como una catástrofe. El debate en curso que agita hoy a Estados Unidos es el más antiguo de la nación: ¿Los nuevos inmigrantes son una bendición o una catástrofe? Hasta aquí lo obvio.
Lo interesante del debate sobre migración es en qué medida está dominado por puntos confusos, en particular sobre la naturaleza de los inmigrantes. Cuando se usa el término “inmigrantes” se quiere decir una de dos cosas: a veces quiere decir ciudadanos no estadunidenses que han venido a residir legalmente en Estados Unidos. De modo alterno, puede significar un grupo distinguible social o lingüísticamente que vive en Estados Unidos de modo legal o ilegal. Cuando se sobreponen estos significados en sus diversas combinaciones, el discurso sobre la inmigración puede volverse caótico. Hay que simplificar y aclarar el término “inmigrante”.
La inmigración originaria a Estados Unidos tuvo dos formas básicas. Hubo los inmigrantes voluntarios que van de los europeos del siglo XVII a los asiáticos de hoy. Y hubo los inmigrantes involuntarios, sobre todo africanos, que fueron traídos a este continente contra su voluntad. Esta es una de las líneas sucias que cruzan la historia estadunidense. El inmigrante que vino de China a Estados Unidos en 1995 tiene más en común con los puritanos que llegaron a Nueva Inglaterra hace 300 años que con los africanos. El primero vino por su libre elección buscando soluciones a sus problemas personales o políticos. Los últimos vinieron a la fuerza, fueron traídos para resolver los problemas políticos o personales de otros. Esta es una línea sucia.
La segunda línea sucia es la que hay entre aquellos que vinieron a Estados Unidos y aquellos hacia los que fue Estados Unidos. Las tribus nativas estadunidenses, por ejemplo, fueron conquistadas y subyugadas por los inmigrantes que vinieron a Estados Unidos. Es un proceso que se ha repetido muchas veces en la historia. De hecho, muchas tribus nativas que ocupaban Estados Unidos antes de la invasión extranjera habían suplantado a otras tribus —muchas de las cuales fueron olvidadas en el proceso—. Sin embargo, en estricto sentido social, las tribus nativas estadunidenses fueron derrotadas y subyugadas militarmente, su condición legal fue a veces ambigua y su condición social fue muchas veces la de fuereños. Se volvieron inmigrantes porque los ocupantes del nuevo Estados Unidos los desplazaron y dislocaron.
Hubo un segundo pueblo en esta situación: los mexicanos. Una parte sustancial de Estados Unidos, que va de California a Texas, fue territorio conquistado, quitado a México en la primera mitad del siglo XIX. México existía en un territorio que los españoles habían tomado de los aztecas, que lo habían tomado de sus habitantes previos. Otra vez: el asunto no debe ser visto e términos políticos, debe ser planteado en términos geopolíticos.
Cuando Estados Unidos conquistó el suroeste, la población mexicana que seguía viviendo en la región no era una población inmigrante sino una población conquistada. Como con las tribus nativas, la situación no fue que ellos se movían hacia Estados Unidos sino que Estados Unidos avanzaba hacia ellos.
La respuesta de los mexicanos fue diversa, como sucede siempre, y desarrollaron una identidad compleja. Con el tiempo, aceptaron el dominio político de Estados Unidos y devinieron, por las más distintas razones, ciudadanos estadunidenses. Muchos se integraron a la cultura dominante. Otros aceptaron la condición legal de ciudadanos estadunidenses y mantuvieron una identidad cultural distintiva. Otros más aceptaron la condición legal pero mantuvieron una intensa relación económica y cultural a través de la frontera con México. Otros siguieron viéndose a sí mismos como mexicanos en primera instancia.
En muchos aspectos fundamentales la frontera de México y Estados Unidos es arbitraria. La línea fronteriza define relaciones políticas y militares, pero no relaciones económicas y culturales. Las tierras fronterizas —algunas de ellas cientos de millas dentro de Estados Unidos— tienen nexos extraordinariamente cercanos con México. Donde hay nexos económicos, siempre hay movimientos de población. Es inherente.
La persistencia de relaciones transfronterizas es inevitable en territorios de frontera que han sido política y militarmente sometidos pero en los que la población anterior no ha sido aniquilada ni expulsada. Donde el grupo del lado conquistado es suficientemente grande, autosuficiente y consciente de sí, esta condición puede existir por generaciones. Los Balcanes ofrecen un ejemplo extremo de esa situación. Se ha dado también en el caso de Estados Unidos y su población mexicana.
Esto nunca ha evolucionado hacia un movimiento separatista por múltiples razones. En primer lugar, es una meta que no tiene mucho sentido dada la preponderancia del poder estadunidense comparado con el mexicano. En segundo lugar, la fortaleza de la economía estadunidense comparada con la mexicana tampoco hace atractiva la reunificación. Tercero, la cultura en los territorios ocupados evolucionó en el último siglo y medio, levantando una compleja red cultural que va de la plena asimilación a un hibridismo complejo, a un predominio mexicano. El separatismo no ha sido un tema a considerar dentro de Estados Unidos desde el fin de la guerra civil. Y no se volverá un problema a menos que se dé un gran cambio en el balance actual entre México y Estados Unidos.
Sería un error, sin embargo, pensar en los cruces fronterizos de México y Estados Unidos como pensamos en la migración de gente a Estados Unidos de países como India o China. Son un fenómeno radicalmente distinto —parte del largo proceso de migraciones hacia Estados Unidos que han tenido lugar incluso antes de su fundación nacional—. En estos últimos casos, las personas tomaron la decisión —incluso si son parte de una oleada masiva de migrantes— de mudarse a Estados Unidos y, al hacerlo, adoptar la cultura dominante para facilitar la asimilación. Las migraciones mexicanas son el fruto de movimientos en una tierra fronteriza que ha sido creada mediante la conquista militar y el proceso político resultante de ello.
El movimiento migratorio desde México es, legalmente visto, una migración fronteriza. En realidad es simplemente una migración interna dentro de un territorio cuyas fronteras fueron superimpuestas por la historia. Dicho de otra manera, si Estados Unidos hubiera perdido la guerra con México, estas migraciones no serían más de notar que la migración masiva a California desde el resto de Estados Unidos a mediados del siglo XX. Pero Estados Unidos no perdió la guerra —y la migración es a través de fronteras internacionales.
Nótese que esto distingue también los movimientos de población mexicanos de la migración de otros países hispánicos. Lo que más se le parece es la migración puertorriqueña, cuyos habitantes son ciudadanos estadunidenses debido a una conquista previa. Pero ellos no plantean los problemas legales de los mexicanos ni pueden simplemente colarse a través de la frontera.
El caso mexicano es único y la dificultad de sellar la frontera es indicativa del problema real. Hay quienes piden sellar la frontera y, técnicamente, podría hacerse, aunque el costo sería formidable. Convertir la frontera político-militar en un barrera efectiva al movimiento migratorio generaría un desastre social. Sería una barrera que dividiría por la mitad una realidad integrada social y económicamente. Los costos para la región serían enormes, para no hablar del costo de levantar un muro desde el Golfo de México hasta el Pacífico.
Si el objetivo de Estados Unidos es crear un proceso de migración ordenada, que sea parte de una política de migración más amplia válida para el resto del mundo, ese objetivo no podrá alcanzarse. Controlar la migración en general es difícil, pero controlar los movimientos de una población nativa en territorios cuyas fronteras no corresponden a su realidad social y económica, es imposible.
Esto no pretende ser una guía de política social. Las políticas sociales que atacan problemas complejos suelen tener consecuencias tan inesperadas que más vale no tratar de gobernarlas. Entendemos, sin embargo, que habrá una política al respecto, ardientemente debatida, que terminará yendo en un camino distinto a las expectativas de todos.
Lo que tratamos de subrayar es algo más sencillo. Primero, el problema de la población mexicana que cruza la frontera debe ser tratado de manera completamente distinta a las otras inmigraciones. No hay que confundir peras con manzanas. Segundo, poner controles a lo largo de la frontera sur de Estados Unidos probablemente es imposible. A menos que estemos dispuestos a sellar herméticamente la frontera, la gente pasará rodeando las barreras, impulsada por factores económicos y sociales. México simplemente no termina en la frontera mexicana, y eso ha sido así desde que Estados Unidos derrotó a México. Ni Estados Unidos ni México pueden hacer nada frente a esa situación.
El problema, a nuestro juicio, toca el corazón de la geopolítica.
La geopolítica sostiene que la realidad geográfica determina las realidades política, social, económica, militar. Esto puede moldearse con políticas ad hoc y controlarse hasta cierto punto, pero las realidades imperiosas de la geopolítica no pueden ser borradas, salvo con esfuerzos abrumadores e improbables. Estados Unidos no está preparado para hacer ninguna de estas cosas y, por lo tanto, las cosas que está dispuesto a hacer parecen condenadas a la ineficacia.
George Friedman
Estados Unidos se hizo con movimientos masivos de población. Los movimientos llegaron en oleadas de todas partes del mundo y tuvieron características distintas según el momento histórico, pero hubo dos constantes. Primero, cada oleada tuvo una función indispensable de orden económico, político, militar o social. Estados Unidos, como nación y como régimen, no hubiera podido evolucionar como lo hizo sin ellas. Segundo, cada nueva oleada fue vista con sentimientos ambiguos por quienes ya estaban en el territorio. Según el tempo y el lugar, algunos vieron a los nuevos inmigrantes como un refuerzo bienvenido; otros como una catástrofe. El debate en curso que agita hoy a Estados Unidos es el más antiguo de la nación: ¿Los nuevos inmigrantes son una bendición o una catástrofe? Hasta aquí lo obvio.
Lo interesante del debate sobre migración es en qué medida está dominado por puntos confusos, en particular sobre la naturaleza de los inmigrantes. Cuando se usa el término “inmigrantes” se quiere decir una de dos cosas: a veces quiere decir ciudadanos no estadunidenses que han venido a residir legalmente en Estados Unidos. De modo alterno, puede significar un grupo distinguible social o lingüísticamente que vive en Estados Unidos de modo legal o ilegal. Cuando se sobreponen estos significados en sus diversas combinaciones, el discurso sobre la inmigración puede volverse caótico. Hay que simplificar y aclarar el término “inmigrante”.
La inmigración originaria a Estados Unidos tuvo dos formas básicas. Hubo los inmigrantes voluntarios que van de los europeos del siglo XVII a los asiáticos de hoy. Y hubo los inmigrantes involuntarios, sobre todo africanos, que fueron traídos a este continente contra su voluntad. Esta es una de las líneas sucias que cruzan la historia estadunidense. El inmigrante que vino de China a Estados Unidos en 1995 tiene más en común con los puritanos que llegaron a Nueva Inglaterra hace 300 años que con los africanos. El primero vino por su libre elección buscando soluciones a sus problemas personales o políticos. Los últimos vinieron a la fuerza, fueron traídos para resolver los problemas políticos o personales de otros. Esta es una línea sucia.
La segunda línea sucia es la que hay entre aquellos que vinieron a Estados Unidos y aquellos hacia los que fue Estados Unidos. Las tribus nativas estadunidenses, por ejemplo, fueron conquistadas y subyugadas por los inmigrantes que vinieron a Estados Unidos. Es un proceso que se ha repetido muchas veces en la historia. De hecho, muchas tribus nativas que ocupaban Estados Unidos antes de la invasión extranjera habían suplantado a otras tribus —muchas de las cuales fueron olvidadas en el proceso—. Sin embargo, en estricto sentido social, las tribus nativas estadunidenses fueron derrotadas y subyugadas militarmente, su condición legal fue a veces ambigua y su condición social fue muchas veces la de fuereños. Se volvieron inmigrantes porque los ocupantes del nuevo Estados Unidos los desplazaron y dislocaron.
Hubo un segundo pueblo en esta situación: los mexicanos. Una parte sustancial de Estados Unidos, que va de California a Texas, fue territorio conquistado, quitado a México en la primera mitad del siglo XIX. México existía en un territorio que los españoles habían tomado de los aztecas, que lo habían tomado de sus habitantes previos. Otra vez: el asunto no debe ser visto e términos políticos, debe ser planteado en términos geopolíticos.
Cuando Estados Unidos conquistó el suroeste, la población mexicana que seguía viviendo en la región no era una población inmigrante sino una población conquistada. Como con las tribus nativas, la situación no fue que ellos se movían hacia Estados Unidos sino que Estados Unidos avanzaba hacia ellos.
La respuesta de los mexicanos fue diversa, como sucede siempre, y desarrollaron una identidad compleja. Con el tiempo, aceptaron el dominio político de Estados Unidos y devinieron, por las más distintas razones, ciudadanos estadunidenses. Muchos se integraron a la cultura dominante. Otros aceptaron la condición legal de ciudadanos estadunidenses y mantuvieron una identidad cultural distintiva. Otros más aceptaron la condición legal pero mantuvieron una intensa relación económica y cultural a través de la frontera con México. Otros siguieron viéndose a sí mismos como mexicanos en primera instancia.
En muchos aspectos fundamentales la frontera de México y Estados Unidos es arbitraria. La línea fronteriza define relaciones políticas y militares, pero no relaciones económicas y culturales. Las tierras fronterizas —algunas de ellas cientos de millas dentro de Estados Unidos— tienen nexos extraordinariamente cercanos con México. Donde hay nexos económicos, siempre hay movimientos de población. Es inherente.
La persistencia de relaciones transfronterizas es inevitable en territorios de frontera que han sido política y militarmente sometidos pero en los que la población anterior no ha sido aniquilada ni expulsada. Donde el grupo del lado conquistado es suficientemente grande, autosuficiente y consciente de sí, esta condición puede existir por generaciones. Los Balcanes ofrecen un ejemplo extremo de esa situación. Se ha dado también en el caso de Estados Unidos y su población mexicana.
Esto nunca ha evolucionado hacia un movimiento separatista por múltiples razones. En primer lugar, es una meta que no tiene mucho sentido dada la preponderancia del poder estadunidense comparado con el mexicano. En segundo lugar, la fortaleza de la economía estadunidense comparada con la mexicana tampoco hace atractiva la reunificación. Tercero, la cultura en los territorios ocupados evolucionó en el último siglo y medio, levantando una compleja red cultural que va de la plena asimilación a un hibridismo complejo, a un predominio mexicano. El separatismo no ha sido un tema a considerar dentro de Estados Unidos desde el fin de la guerra civil. Y no se volverá un problema a menos que se dé un gran cambio en el balance actual entre México y Estados Unidos.
Sería un error, sin embargo, pensar en los cruces fronterizos de México y Estados Unidos como pensamos en la migración de gente a Estados Unidos de países como India o China. Son un fenómeno radicalmente distinto —parte del largo proceso de migraciones hacia Estados Unidos que han tenido lugar incluso antes de su fundación nacional—. En estos últimos casos, las personas tomaron la decisión —incluso si son parte de una oleada masiva de migrantes— de mudarse a Estados Unidos y, al hacerlo, adoptar la cultura dominante para facilitar la asimilación. Las migraciones mexicanas son el fruto de movimientos en una tierra fronteriza que ha sido creada mediante la conquista militar y el proceso político resultante de ello.
El movimiento migratorio desde México es, legalmente visto, una migración fronteriza. En realidad es simplemente una migración interna dentro de un territorio cuyas fronteras fueron superimpuestas por la historia. Dicho de otra manera, si Estados Unidos hubiera perdido la guerra con México, estas migraciones no serían más de notar que la migración masiva a California desde el resto de Estados Unidos a mediados del siglo XX. Pero Estados Unidos no perdió la guerra —y la migración es a través de fronteras internacionales.
Nótese que esto distingue también los movimientos de población mexicanos de la migración de otros países hispánicos. Lo que más se le parece es la migración puertorriqueña, cuyos habitantes son ciudadanos estadunidenses debido a una conquista previa. Pero ellos no plantean los problemas legales de los mexicanos ni pueden simplemente colarse a través de la frontera.
El caso mexicano es único y la dificultad de sellar la frontera es indicativa del problema real. Hay quienes piden sellar la frontera y, técnicamente, podría hacerse, aunque el costo sería formidable. Convertir la frontera político-militar en un barrera efectiva al movimiento migratorio generaría un desastre social. Sería una barrera que dividiría por la mitad una realidad integrada social y económicamente. Los costos para la región serían enormes, para no hablar del costo de levantar un muro desde el Golfo de México hasta el Pacífico.
Si el objetivo de Estados Unidos es crear un proceso de migración ordenada, que sea parte de una política de migración más amplia válida para el resto del mundo, ese objetivo no podrá alcanzarse. Controlar la migración en general es difícil, pero controlar los movimientos de una población nativa en territorios cuyas fronteras no corresponden a su realidad social y económica, es imposible.
Esto no pretende ser una guía de política social. Las políticas sociales que atacan problemas complejos suelen tener consecuencias tan inesperadas que más vale no tratar de gobernarlas. Entendemos, sin embargo, que habrá una política al respecto, ardientemente debatida, que terminará yendo en un camino distinto a las expectativas de todos.
Lo que tratamos de subrayar es algo más sencillo. Primero, el problema de la población mexicana que cruza la frontera debe ser tratado de manera completamente distinta a las otras inmigraciones. No hay que confundir peras con manzanas. Segundo, poner controles a lo largo de la frontera sur de Estados Unidos probablemente es imposible. A menos que estemos dispuestos a sellar herméticamente la frontera, la gente pasará rodeando las barreras, impulsada por factores económicos y sociales. México simplemente no termina en la frontera mexicana, y eso ha sido así desde que Estados Unidos derrotó a México. Ni Estados Unidos ni México pueden hacer nada frente a esa situación.
El problema, a nuestro juicio, toca el corazón de la geopolítica.
La geopolítica sostiene que la realidad geográfica determina las realidades política, social, económica, militar. Esto puede moldearse con políticas ad hoc y controlarse hasta cierto punto, pero las realidades imperiosas de la geopolítica no pueden ser borradas, salvo con esfuerzos abrumadores e improbables. Estados Unidos no está preparado para hacer ninguna de estas cosas y, por lo tanto, las cosas que está dispuesto a hacer parecen condenadas a la ineficacia.
George Friedman