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Tuesday, September 13, 2016

Bitcoin y la Escuela Austríaca de Economía

Por Jordi Pàmies

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Se suele decir que el mercado de las criptomonedas en general y de bitcoin en particular, presenta algunos problemas de encaje dentro de la Teoría Austríaca. El argumento principal de los críticos del dinero virtual es que no encuadraría en el Teorema de la Regresión de Mises.
En este teorema, escrito por el autor austríaco en 1912 en su libro Teoría del Dinero y el Crédito, una moneda es demandada hoy porque se cree que mañana va a conservar su valor, es decir, que va a mantener su poder adquisitivo. De una forma parecida, en el pasado se demandó esa moneda porque se pensó que hoy en día mantendría su poder adquisitivo. Podríamos continuar haciendo una regresión en el tiempo hasta el momento en el que ese bien, que hoy es dinero, no se usaba como medio de cambio sino con otros fines no monetarios. Es decir, básicamente se valoraba a ese bien por la utilidad no monetaria que tenía. Por ejemplo, lo metales preciosos como el oro o la plata tenían usos ornamentales o industriales antes de usarse como dinero, de la misma forma, otros bienes que han sido usados como dinero históricamente como el ganado o la sal, tenían utilidades nutritivas o de conservación muy apreciadas previa a su uso generalizado en los intercambios.


Carl Menger también tenía esta consideración evolutiva del dinero en su obra El Origen del Dinero y enumera las propiedades del buen dinero, ya sea como medio de cambio o como depósito de valor:
  1. Demanda no monetaria previa: es decir, debe tratarse de bienes que tengan una demanda más allá de su uso monetario pues su valor no monetario es previo al uso dinerario.
  2. Accesibilidad: debe ser posible obtener ese determinado bien y además su obtención y explotación no debe estar restringida jurídicamente.
  3. Facilidad de transformación: para su utilización como unidad de cuenta, debe ser posible su desatesoramiento en porciones homogéneas.
  4. Atesorabilidad: tanto respecto a la conservación de valor a lo largo del tiempo como a la posibilidad de desatesorar una parte sin mermar el valor del dinero restante.
  5. Escasez relativa: especialmente en cuanto al dinero como depósito de valor, ya que un gran aumento de la producción global reduciría de forma importante el patrimonio personal.
  6. Estabilidad de valor: ante cambios geográficos, temporales o de cantidad.
Pese a esto, conviene aclarar que un bien puede cumplir funciones parciales del dinero aunque no sea estable ante cambios espaciales, temporales y de cantidad a la vez, como ejemplo, el dinero fiduciario actual.
Murray Rothbard apuntaba en la misma línea:
A commodity that comes into general use as a medium of exchange is defined as being a money. It is evident that, whereas the concept of a “medium of exchange” is a precise one, and indirect exchange can be distinctly separated from direct exchange, the concept of “money” is a less precise one. The point at which a medium of exchange comes into “common” or “general” use is not strictly definable, and whether or not a medium is a money can be decided only by historical inquiry and the judgment of the historian.
Siguiendo este significado, parece difícil encontrar encaje a bitcoin o al resto de criptomonedas dentro del Teorema de la Regresión de Mises, pues es complicado encontrar una utilidad anterior de estas divisas electrónicas antes de que fuesen utilizadas como medios de cambio. Sin embargo, Konrad Graf señala que esa argumentación se debe a una mala interpretación del Teorema de la Regresión de Mises y aporta una perspectiva distinta: argumenta que el teorema no es una hipótesis que debe ser testada, sino que más bien nos dice que esas criptomonedas tienen un valor antecedente a su utilización como medio de cambio y que nuestra tarea consiste en descubrir cuál fue ese valor anterior.
En nuestra opinión, estos argumentos caen en un error, y no es otro que el de requerir que el dinero tenga un valor no monetario previo. Los beneficios aportados por un bien en su uso como dinero no deberían precisar que sean aportados por su valor no monetario, sino que cumpliendo algunas de las características del buen dinero vistas anteriormente podría cumplir perfectamente la misma utilidad. Imaginemos que de repente las preferencias de los agentes hacia el oro como bien ornamental desaparecen, ¿supondría esto que el oro pasaría a ser un peor dinero? No tiene por qué, es la demanda latente lo que importa.
Si el dinero, como cualquier otro bien, deriva su valor de los beneficios que ofrece, cuesta imaginar por qué es necesario que esos beneficios tengan unos antecedentes. El hecho que una criptomoneda permita transacciones seudónimas, irreversibles, a un coste menor y en un menor tiempo son atribuciones suficientes como para darles valor, sin necesidad de un “precursor”. ¿Si no existe tal limitación en ningún otro bien, por qué debería tenerlo el dinero? Praxeológicamente, ninguno de esos requisitos es esencial y los beneficios dinerarios de un bien pueden ser tan útiles como lo son los no dinerarios. En este sentido, y tal como mencionan Graf y Onge, las criptomonedas no suponen un reto para el Teorema de la Regresión sino más bien una confirmación. En su nacimiento, las criptomonedas ofrecieron útiles características que les dieron interesantes “usos”, lo cual derivó en una demanda que no existía antes de su creación y esa demanda surge de los beneficios que tiene su utilización respecto al dinero convencional. Bitcoin es útil como dinero en tanto y cuanto sus propiedades son apreciadas como medio de cambio: escaso, difícil de falsear, homogéneo, transportable o divisible y es la utilidad percibida de estos beneficios lo que hace que bitcoin sea valorado sin haber tenido una demanda no monetaria previa.
En definitiva, el valor de bitcoin no viene determinado por su utilidad no monetaria sino que se establece por sus cualidades como medio de cambio (en continua expansión y claramente superior al dinero fiduciario), unidad de cuenta (con el resto de criptomonedas) y depósito de valor (cada vez más estable, incluso utilizado como activo refugio).
Debido a su propia naturaleza, donde los costes de producción de nuevas criptomonedas son realmente bajos, se abre un abanico enorme de posibilidades que hacen que estemos ante unos años apasionantes en lo que a la teoría monetaria se refiere.

Bitcoin y la Escuela Austríaca de Economía

Por Jordi Pàmies

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Se suele decir que el mercado de las criptomonedas en general y de bitcoin en particular, presenta algunos problemas de encaje dentro de la Teoría Austríaca. El argumento principal de los críticos del dinero virtual es que no encuadraría en el Teorema de la Regresión de Mises.
En este teorema, escrito por el autor austríaco en 1912 en su libro Teoría del Dinero y el Crédito, una moneda es demandada hoy porque se cree que mañana va a conservar su valor, es decir, que va a mantener su poder adquisitivo. De una forma parecida, en el pasado se demandó esa moneda porque se pensó que hoy en día mantendría su poder adquisitivo. Podríamos continuar haciendo una regresión en el tiempo hasta el momento en el que ese bien, que hoy es dinero, no se usaba como medio de cambio sino con otros fines no monetarios. Es decir, básicamente se valoraba a ese bien por la utilidad no monetaria que tenía. Por ejemplo, lo metales preciosos como el oro o la plata tenían usos ornamentales o industriales antes de usarse como dinero, de la misma forma, otros bienes que han sido usados como dinero históricamente como el ganado o la sal, tenían utilidades nutritivas o de conservación muy apreciadas previa a su uso generalizado en los intercambios.

Tuesday, September 6, 2016

¿En qué beneficia un nuevo gobierno al crecimiento?

Juan Ramón Rallo afirma que el gobierno que surge del pacto entre el Partido Popular y Ciudadanos carece de ambición de liberalizar al economía aunque no constituye algo que vaya a espantar inversiones.

Juan Ramón Rallo es Director del Instituto Juan de Mariana (España) y columnista de ElCato.org. Juan Ramón obtuvo el tercer lugar en nuestro primer concurso de ensayos, Voces de Libertad 2008.
España lleva nueve meses sin gobierno y, de momento, no parece que le haya ido mal: el primer semestre de este año ha sido el mejor de toda la crisis económica (el mayor ritmo de crecimiento y de creación de empleo desde 2008). Sin embargo, es verdad que como ayer manifestó Rajoy “la situación puede cambiar”: si uno examina de cerca el comportamiento del PIB durante el segundo trimestre, comprobará que la inversión privada comienza a desacelerarse a un ritmo, como poco, inquietante: su ritmo de expansión fue el menor en los dos últimos años y medio.



Es difícil conocer todavía a qué se debe este progresivo estancamiento del ritmo de inversión, aunque de persistir en el tiempo no es complicado anticipar sus implicaciones: la inversión es el motor del crecimiento económico a largo plazo; si se paraliza, el crecimiento —y nuestro muy necesario cambio de modelo productivo— también lo hará.
Y, ciertamente, una hipótesis verosímil de por qué se está frenando la inversión es la tan afamada “incertidumbre política”: a saber, las dudas sobre quién y con qué principios gobernará España durante los próximos años. Otra hipótesis, igualmente relevante, es que el patrón actual de crecimiento de nuestro país (basado en el rebote desde lo más hondo de la crisis auxiliado por los famosos “vientos de cola”) pueda estar tocando a su fin a falta de mayores reformas estructurales que permitan la generación de nuevos modelos de negocio hoy penalizados por el exceso de regulación y de fiscalidad. Es cierto que hemos pasado de “la parálisis económica a un modelo más sólido”, pero esa solidez todavía es relativa: dista de abarcar al conjunto de la economía y de ser irreversible.
Ya sea una razón u otra, contar con un gobierno sería potencialmente ventajoso para la economía española: primero, un Ejecutivo estable —y previsible— que explicite cuáles serán sus principios de actuación proporcionaría certidumbre institucional a la inversión; segundo, un Ejecutivo con margen de maniobra parlamentario dedicado a, por un lado, cumplir con nuestros compromisos con Bruselas (elaborar los presupuestos de 2017 con las miras puestas en reducir de verdad el déficit) y, por otro, impulsar una agenda reformista que abriera nuevas oportunidades económicas dentro de nuestro país proporcionaría nuevos estímulos a esa inversión (Rajoy justamente apeló a mejorar la eficiencia del mercado de bienes, servicios e impulsar la empresarialidad o reformar la educación para adaptarla al siglo XXI). De hecho, si se conjugaran ambos enfoques —previsibilidad en la liberalización económica a medio plazo— a buen seguro nuestra economía saldría beneficiada con nuevos bríos expansivos.
Sin embargo, tengamos presente que un eventual nuevo gobierno en España no contaría probablemente con ninguna de esas características. Primero, el acuerdo PP-Ciudadanos contiene una preocupante falta de ambición liberalizadora: se trata de un pacto dirigido a garantizar el sistema institucional tal cual existe hoy en lugar de a reformarlo en la dirección de una mayor libertad económica (ni menos regulaciones, ni menos impuestos, ni mayor libertad educativa). Segundo, aun cuando Rajoy termine saliendo investido presidente, no parece que vaya a contar con una mayoría parlamentaria sólida como para aprobar cambios de calado. Ni voluntad, ni oportunidad.
Por ello, el único beneficio que de verdad aportaría un nuevo Ejecutivo frente a la provisionalidad actual sería actuar como un tapón frente a otras opciones gubernamentales netamente peores: esto es, frente al mentado “gobierno de mil colores, radical e ineficaz”. Y es que, aun cuando el acuerdo PP-Ciudadanos no sea para echar cohetes, tampoco constituye una catástrofe que vaya a ahuyentar a ningún inversor. En cambio, el programa de máximos de otras formaciones, y muy en particular de Unidos Podemos, sí representa una amenaza desestabilizadora en el horizonte (una amenaza que, gracias a la aritmética parlamentaria, es a día de hoy mucho menos fiera que hace unos meses).
Dicho de otra forma, en las condiciones actuales, y con el poco ambicioso acuerdo PP-Ciudadanos encima de la mesa, la mayor contribución en favor del crecimiento económico que podría efectuar la investidura de un nuevo gobierno sería la de despejar cualquier posibilidad a medio plazo de que se constituya un Ejecutivo de izquierdas inspirado en el populismo de Podemos. No es poco para una economía como la española, pero deberíamos aspirar a mucho más.

¿En qué beneficia un nuevo gobierno al crecimiento?

Juan Ramón Rallo afirma que el gobierno que surge del pacto entre el Partido Popular y Ciudadanos carece de ambición de liberalizar al economía aunque no constituye algo que vaya a espantar inversiones.

Juan Ramón Rallo es Director del Instituto Juan de Mariana (España) y columnista de ElCato.org. Juan Ramón obtuvo el tercer lugar en nuestro primer concurso de ensayos, Voces de Libertad 2008.
España lleva nueve meses sin gobierno y, de momento, no parece que le haya ido mal: el primer semestre de este año ha sido el mejor de toda la crisis económica (el mayor ritmo de crecimiento y de creación de empleo desde 2008). Sin embargo, es verdad que como ayer manifestó Rajoy “la situación puede cambiar”: si uno examina de cerca el comportamiento del PIB durante el segundo trimestre, comprobará que la inversión privada comienza a desacelerarse a un ritmo, como poco, inquietante: su ritmo de expansión fue el menor en los dos últimos años y medio.


Sunday, June 19, 2016

El imperativo moral del mercado

El imperativo moral del mercado

Friedrich_von_Hayek 



Por Friedrich A. Hayek
[Este artículo apareció originalmente en The Unfinished Agenda: Essays on the Political Economy of Government Policy in Honour of Arthur Seldon (1986).]

En 1936, año en el que (por pura coincidencia) John Maynard Keynes publicó la Teoría General, mientras preparaba mi discurso presidencial para el London Economic Club, vi de repente que mi labor anterior en las diferentes ramas de la economía tenían una raíz común. Esta idea de que el sistema de precios era realmente un instrumento que había permitido a millones de personas ajustar sus esfuerzos a los acontecimientos, exigencias y condiciones sobre las que no tenían conocimiento concreto ni directo, y que la completa coordinación de toda la economía mundial se debía a ciertas prácticas y usos que habían surgido inconscientemente. El problema que había identificado por primera vez estudiando las fluctuaciones de la industria (que las falsas señales de precios desorientaban los esfuerzos humanos) luego lo continué en otras ramas de la disciplina.


La inspiración de Ludwig von Mises
En este asunto mi pensamiento se inspiró en gran medida por la concepción de Ludwig von Mises sobre la dificultad de ordenar una economía planificada. Mis primeras investigaciones sobre las consecuencias de limitar las rentas me mostraron con más claridad que casi ninguna  otra cosa cómo la interferencia del gobierno en el sistema de precios trastorna los esfuerzos económicos humanos.
Sin embargo me costó mucho tiempo desarrollar lo que es fundamentalmente una idea muy simple. Me tenía perplejo que El Socialismo de Mises,[1] que me había resultado tan convincente y parecía mostrar definitivamente por qué la planificación central no podía funcionar, no hubiera convencido al resto del mundo. Me pregunté por qué esto era así.
Los precios y el Orden Económico
Poco a poco descubrí que la función fundamental de la economía era describir el proceso de cómo la actividad humana se ha adaptado a los datos sobre los que no tenía información. Así, el orden económico en su conjunto se basaba en el hecho de que al utilizar los precios como guías, o como señales, que nos llevaran a atender las demandas y conseguir las competencias y capacidades de personas de las cuales no sabíamos nada. Fue como consecuencia de que nos habíamos basado en un sistema que nunca habíamos entendido y que nunca diseñamos por lo que fuimos capaces de generar la riqueza necesaria para sostener un enorme incremento de la población mundial, y empezar a realizar nuestras nuevas ambiciones de difundir esta riqueza de manera más justa. Básicamente, la idea de que los precios eran señales que lograban la coordinación imprevista de los esfuerzos de miles de individuos fue en cierto sentido, la teoría de la cibernética moderna, y se convirtió en la idea principal de fondo de mi trabajo.
Esto me obligó inevitablemente a investigar la relación entre las actuales creencias políticas y la preservación del sistema en el que la riqueza de la que estamos tan excesivamente orgullosos depende. Aunque Adam Smith, como Marshall 150 años después, había comprendido básicamente que el éxito de nuestro sistema económico es el resultado de un proceso no diseñado de coordinación de las actividades de un gran número de personas, nunca convenció plenamente a los líderes de la opinión pública de esta verdad .
Ésta se ha convertido en mi principal tarea, y me ha llevado algo así como 50 años ser capaz de exponer con la mayor brevedad y en tan pocas palabras como soy capaz; ni siquiera hace 10 años podría haberlo puesto tan sucintamente. Parece obvio, una vez visto, que el fundamento básico de nuestra civilización y nuestra riqueza es un sistema de señales que nos informa, aunque imperfectamente, de los efectos de millones de acontecimientos que ocurren en el mundo, a los que tenemos que adaptarnos y sobre los que no podemos tener información directa.
Mejorando el sistema de mercado
Esta idea tiene consecuencias extraordinariamente importantes una vez que esta verdad ha sido aceptada. O bien debe limitarse a la creación de un marco institucional en el que el sistema de precios operará tan eficientemente como sea posible, o se está obligado a alterar su función. Si bien es cierto que los precios son señales que nos permiten adaptar nuestras actividades a acontecimientos y exigencias desconocidos, es evidentemente absurdo creer que podemos controlar los precios. No se puede mejorar una señal si no sabes lo que indica.
No es incoherente admitir que el sistema de precios, incluso en la teoría de un mercado de competencia perfecta, no tiene en cuenta todas las cosas que nos gustaría se tuviesen en cuenta. Pero si no podemos mejorar el sistema al interferir directamente en los precios, podemos tratar de encontrar nuevos métodos de alimentación de información al mercado que no hayan sido tenidos en cuenta.
Todavía hay un amplio margen para avanzar en esta dirección. Por otra parte, más allá de lo que el mercado ya hace por nosotros, hay una amplia oportunidad para el uso de la organización deliberada para "rellenar" lo que el mercado no puede proporcionar. Así que conseguiremos lo mejor del mercado si tratamos de mejorar el marco en el que opera. Tenemos que ir fuera del sistema de mercado para proveer (a través de organizaciones gubernamentales y otras) a  aquellas personas que no están en condiciones de valerse por sí mismas.
El socialismo: Un error intelectual
Esta línea de argumentación plantea algunos problemas intelectuales y morales muy serios. En primer lugar, me parece que las ambiciones del socialismo reflejan un error intelectual en lugar de valores diferentes. El socialismo se basa en la falta de comprensión de qué es aquello a lo que debemos la riqueza disponible que los socialistas esperan redistribuir. Esta objeción plantea algunas otras cuestiones que comencé a esbozar en una conferencia que di en 1978 en la London School of Economics.[2] El problema central era el conflicto entre nuestras emociones innatas acerca de las leyes, adquiridas en una pequeña sociedad primitiva, donde los pequeños grupos de personas atendían a compañeros conocidos con propósitos comunes, y los cambios en la moral que tenía que llevarse a cabo para hacer posible la división internacional del trabajo.
En efecto, esta pequeña evolución, que llevó a la humanidad más de 3.000 años gradualmente llevar a efecto, conlleva en gran medida una supresión deliberada de unos sentimientos emocionales muy fuertes que todos tenemos en nuestros huesos y de las que no podemos librarnos totalmente. Voy a ilustrar esto con una breve referencia a la idea que aún prevalece sobre la solidaridad. Un acuerdo sobre un propósito común entre un grupo de personas se sabe que es claramente una idea que no se puede aplicar a una sociedad grande, que incluye a las personas que no se conocen entre sí. La sociedad moderna y la economía moderna ha crecido con el reconocimiento de que esta idea (que fue fundamental en la vida en un pequeño grupo) una sociedad cara a cara, es simplemente inaplicable a los grandes grupos. La base esencial del desarrollo de la civilización moderna es permitir a la gente perseguir sus propios fines sobre la base de su propio conocimiento y no estar condicionado por los objetivos de otras personas.
El espejismo de la justicia social
El mismo dilema se aplica al deseo fundamental del socialismo de redistribución de acuerdo a los principios de justicia. Si los precios están para servir como una guía efectiva para lo que la gente tendría que hacer, no se puede premiar a las personas por lo que son o fueron sus buenas intenciones. Se debe permitir que los precios se determinen con el fin de decirle a la gente donde se puede hacer la mejor contribución al resto de la sociedad, y por desgracia la capacidad de hacer buenas contribuciones a los semejantes no se distribuye de acuerdo a los principios de la justicia.
La gente está en una posición muy desigual para contribuir a las exigencias de sus semejantes y tiene que elegir entre oportunidades muy diferentes. Por tanto, para que puedan adaptarse a una estructura que no conocen (y los determinantes sobre los que no tienen conocimiento), tenemos que permitir funcionar a los mecanismos espontáneos del mercado para decirles lo que tendrían que hacer.
Fue un triste error en la historia de la economía que impidió a los economistas, en particular los economistas clásicos, ver que la función esencial de los precios era decirle a la gente lo que deben hacer en el futuro y que los precios no podían basarse en lo que habían hecho en el pasado. Nuestra moderna visión es que los precios son señales que informan a la gente de lo que deben hacer para ajustarse al resto del sistema.
Ahora estoy profundamente convencido de que lo que antes solo había insinuado, a saber, que la lucha entre los partidarios de una sociedad libre y los defensores del sistema socialista no es un conflicto moral, sino intelectual. Así, los socialistas han sido dirigidos por una evolución muy peculiar de revivir ciertos instintos y sentimientos primitivos que a lo largo de cientos de años había sido prácticamente suprimida por la moral comercial o mercantil, que a mediados del siglo pasado había llegado a gobernar la economía mundial.
La decadencia de la moralidad comercial
Hasta hace 130 o 150 años, todo el mundo en lo que hoy es la parte industrializada del mundo occidental creció familiarizado con las normas y necesidades de lo que se llamaba moral comercial o mercantil, porque todo el mundo trabajaba en una pequeña empresa en la que estaban por igual preocupados y expuestos a la conducta de los demás. Ya sea como maestro o empleado o miembro de la familia, todo el mundo aceptaba la inevitable necesidad de tener que adaptarse a los cambios en la demanda, la oferta y los precios en el mercado. Se comenzó a dar un cambio a mediados del siglo pasado. Mientras que antes tal vez sólo la aristocracia y sus sirvientes eran ajenos a las reglas del mercado, el crecimiento de las grandes organizaciones de negocios, de comercio, de finanzas, y en última instancia las gubernamentales, aumentó el número de personas que crecieron sin que se le enseñara la moral de los mercados que se había desarrollado en el curso de los últimos 2.000 años.
Probablemente por primera vez desde la antigüedad clásica, una parte cada vez mayor de la población del estado industrial moderno creció sin aprender en la infancia que era indispensable responder tanto como productor como consumidor a todas las cosas desagradables que el cambiante mercado requiere. Este desarrollo coincidió con la difusión de una nueva filosofía, que enseñó a la gente que no debe someterse a ningún principio de la moral que no pueda ser justificado racionalmente.
Creo que, con la excepción de unos pocos hombres como Adam Smith (y él sólo de forma limitada), nadie antes de mediados del siglo XIX realmente podría haber respondido a la pregunta: ¿Por qué debemos obedecer a principios morales que nunca han sido justificados racionalmente? El hecho de que un gran número de personas aceptasen los principios morales que constituyen la base del sistema capitalista estaba apoyado por una nueva tendencia intelectual que les enseñó que estas costumbres no tenía ninguna justificación racional.
Ideales frente a supervivencia
Esta dicotomía explica la creciente oposición al sistema de mercado que se ha extendido mucho más allá de los partidos específicamente socialistas del siglo pasado. En el curso de la historia casi todos los pasos en el desarrollo de la moral comercial fueron combatidos con la oposición de los filósofos morales y profesores de religión, una historia lo suficientemente bien conocida y con detalle.
Ahora estamos en la situación extraordinaria en que, si bien vivimos en un mundo con una población numerosa y creciente que se puede mantener viva sólo gracias a la prevalencia del sistema de mercado, la gran mayoría de la gente (no exagero) ya no creen en el mercado. Se trata de una cuestión crucial para la preservación futura de la civilización y que debe ser encarada antes de que los argumentos del socialismo nos devuelvan a una moralidad primitiva. Una vez más, se deben suprimir los sentimientos innatos, que han brotado en nosotros una vez que se dejó de aprender la disciplina tensa del mercado, antes de que destruyan nuestra capacidad de alimentar a la población a través del sistema de coordinación del mercado. De lo contrario, el colapso del capitalismo asegurará que una parte muy importante de la población mundial morirá porque no podemos darle de comer.
Este es un problema serio, y uno que no ha tenido que ser resuelto en el pasado. La población mundial, ni siquiera las mentes de los líderes de ningún país, nunca serán persuadidas por argumentos teóricos de que deben creer en un cierto tipo de moralidad. No obstante, podemos demostrar que a menos que la gente esté dispuesta a someterse a la disciplina constituida por la moral comercial, será destruida nuestra capacidad para apoyar un mayor crecimiento de la población, o incluso para mantener sus números actuales, salvo en el relativamente próspero Occidente.
Yo no estaría de acuerdo en que el proceso de selección por el cual la moral del capitalismo ha evolucionado, produciendo lo que pocos libros de texto reconocen como sus "efectos beneficiosos sobre la sociedad en general", consista en su totalidad en ayudar al crecimiento de la población. Muchos de los pueblos del mundo probablemente serían mucho más felices si el crecimiento de la población no hubiera sido estimulado en la medida en que se ha hecho. Sin embargo, la población mundial ha crecido a un tamaño que puede ser alimentado sólo por la adhesión a un sistema de mercado. Los intentos de sustituir el mercado demuestran (más gráficamente en Etiopía) la locura de la imposición de una alternativa.
Así como la prosperidad ha llevado a los pueblos más avanzados de forma voluntaria a restringir el crecimiento de la población, así también los pueblos que sólo muy lentamente  están empezando a aprender esta lección urgente puede llegar a ver que no es de su interés crecer más rápidamente. En esta coyuntura crítica para el tipo de civilización que hemos construido, la contribución más importante que un economista puede hacer es insistir en que podemos cumplir con nuestra responsabilidad de mantener nuestra población existente sólo siguiendo confiando en el sistema de mercado, que trajo esta gran  población a existir en primer lugar.


F.A.Hayek fue miembro fundador del Instituto Mises. Compartió el Premio Nobel de Economía con su rival ideológico Gunnar Myrdal “por su obra pionera en la teoría del dinero y las fluctuaciones económicas y por su penetrante análisis de la interdependencia de los fenómenos económicos, sociales e institucionales”.

El imperativo moral del mercado

El imperativo moral del mercado

Friedrich_von_Hayek 



Por Friedrich A. Hayek
[Este artículo apareció originalmente en The Unfinished Agenda: Essays on the Political Economy of Government Policy in Honour of Arthur Seldon (1986).]

En 1936, año en el que (por pura coincidencia) John Maynard Keynes publicó la Teoría General, mientras preparaba mi discurso presidencial para el London Economic Club, vi de repente que mi labor anterior en las diferentes ramas de la economía tenían una raíz común. Esta idea de que el sistema de precios era realmente un instrumento que había permitido a millones de personas ajustar sus esfuerzos a los acontecimientos, exigencias y condiciones sobre las que no tenían conocimiento concreto ni directo, y que la completa coordinación de toda la economía mundial se debía a ciertas prácticas y usos que habían surgido inconscientemente. El problema que había identificado por primera vez estudiando las fluctuaciones de la industria (que las falsas señales de precios desorientaban los esfuerzos humanos) luego lo continué en otras ramas de la disciplina.

Los principios económicos de la Constitución de 1812

Francisco Cabrillo

 
Poca duda cabe con respecto a la importancia que para nuestro país ha tenido la Constitución de Cádiz. De ella pueden, ciertamente, criticarse muchas cosas, y ya en su época hubo quien fue consciente de que, probablemente, no era el texto que la sociedad española necesitaba en aquellos momentos; y de que muchos planteamientos de la Constitución francesa de 1791, el texto que más influyó en ella, difícilmente podían ser aceptados por buena parte de la sociedad española.
Pero en la Constitución de 1812 se formularon principios muy interesantes que, con el tiempo, abrieron el camino a la institucionalización del régimen liberal y de la economía de mercado en nuestro país. Y el primero de estos principios era, sin duda, el reconocimiento del derecho de propiedad. El artículo 4 establecía la obligación de la Nación de proteger "por leyes sabias y justas" la propiedad y otros derechos básicos.



Más adelante, el texto prohibía expresamente al rey tomar la propiedad de un particular o una corporación; y si esto fuese necesario por motivos de utilidad común, al afectado se le debería indemnizar, dándole "buen cambio a bien vista de hombres buenos" (art. 172). También se establecían en la Constitución las facultades de las Cortes para hacer efectivo el principio general de la libertad en la industria, ya que, para su fomento, se consideraba que era preciso "remover los obstáculos" que la entorpecían. No fue más allá de esta idea el texto constitucional. Pero el principio tuvo gran importancia, ya que fue la base del decreto de 1813 sobre libertad de industria.
Las principales aportaciones legislativas de las Cortes de Cádiz a la economía no están en el texto de la Constitución, sino en dos decretos que aprobaron un año más tarde. El primero es el Decreto CCLIX, de fecha 8 de junio de 1813, que lleva como título "Varias medidas para el fomento de agricultura y ganadería". Lo que con este texto legal se perseguía era establecer un régimen liberal en el sector agrario. El tema es muy relevante no sólo por el hecho de que la economía española estaba –y seguiría estando durante mucho tiempo– centrada en la agricultura y la ganadería, sino porque se trataba de un sector al que se aplicaba todo tipo de regulaciones y trabas, muchas de las cuales eran vestigios vivos de la época feudal. El otro decreto realmente importante tenía como número el CCLXII y se aprobó en la misma fecha. Llevaba como título "Sobre el establecimiento de fábricas y ejercicio de cualquier industria útil" y desarrollaba el principio constitucional antes enunciado de "remover las trabas que hasta ahora han entorpecido el progreso de la industria". El texto es muy breve y consta de sólo dos artículos. En el primero se establecía el derecho de cualquier español, o extranjero avecinado en el país, a abrir cualquier clase de fábrica o establecimiento sin necesidad de permiso ni licencia alguna, con la única condición de someterse a las reglas de policía y a las normas de salubridad de los lugares en los que operara. En el segundo se afirmaba con claridad el derecho al ejercicio de cualquier industria u oficio útil, sin necesidad de examen, título o incorporación a los gremios respectivos, cuyas ordenanzas quedaban derogadas en lo que a este punto hacía referencia.
La Constitución daba, por tanto, también en este campo, el paso decisivo hacia la abolición de los gremios y la organización industrial del Antiguo Régimen. Se ha discutido mucho –desde el mismo siglo XVIII– sobre los inconvenientes que el sistema gremial suponía para el desarrollo de las manufacturas en nuestro país. Un ilustrado tan moderado en política como Jovellanos había ya defendido abiertamente el derecho de cualquier persona a dedicarse a la actividad productiva que deseara sin traba alguna. Y en los últimos años del siglo se suavizaron las condiciones de acceso a determinados oficios. Pero fueron las Cortes de Cádiz las que terminaron con un modelo de organización industrial totalmente obsoleto.
Es importante destacar que la suerte de estos decretos no fue muy diversa de la que experimentó la propia Constitución. Derogados en 1814 tras la restauración del absolutismo, volvieron a estar en vigor en 1834 y 1836 tras la muerte de Fernando VII.
Los economistas estamos hoy convencidos de que el marco institucional y legal es fundamental para el desarrollo económico; y de que unas buenas leyes y un sistema eficiente de administración de justicia son factores necesarios para la prosperidad de las naciones. Pero no son condiciones suficientes. La convulsa historia española del siglo XIX es buen ejemplo de ello.

Los principios económicos de la Constitución de 1812

Francisco Cabrillo

 
Poca duda cabe con respecto a la importancia que para nuestro país ha tenido la Constitución de Cádiz. De ella pueden, ciertamente, criticarse muchas cosas, y ya en su época hubo quien fue consciente de que, probablemente, no era el texto que la sociedad española necesitaba en aquellos momentos; y de que muchos planteamientos de la Constitución francesa de 1791, el texto que más influyó en ella, difícilmente podían ser aceptados por buena parte de la sociedad española.
Pero en la Constitución de 1812 se formularon principios muy interesantes que, con el tiempo, abrieron el camino a la institucionalización del régimen liberal y de la economía de mercado en nuestro país. Y el primero de estos principios era, sin duda, el reconocimiento del derecho de propiedad. El artículo 4 establecía la obligación de la Nación de proteger "por leyes sabias y justas" la propiedad y otros derechos básicos.