¿Arderá Europa?
Por Carlos Alberto Montaner
Madrid – Gran Bretaña se prepara para abandonar la Unión Europea (UE). La conmoción ya estremece al planeta. La globalización también es esto. Lo que sucede en Europa nos afecta a todos, desde China a Costa Rica, pasando por Nigeria. Las bolsas han caído estrepitosamente. Todavía no es seguro, pero las encuestas apuntan a que un 47% de los británicos son partidarios del Brexit, de marcharse, y un 40% de permanecer. Al final, se ganará o perderá por los pelos.
En 1975, cuando Harold Wilson, entonces jefe de gobierno en Londres, convocó el primer referéndum, más del 67% de sus compatriotas optó por quedarse. Eran tiempos de miedos absolutamente fundados. Existía la URSS y la Guerra Fría era una escalofriante realidad. Los eurófobos y los euroescépticos tenían menos peso en el panorama nacional. De alguna manera, la idea de una Europa unida brindaba cierta seguridad.
Es una paradoja, pero contra la URSS vivíamos mejor. Era un enemigo tangible que poseía un plan de conquista planetaria. Ese peligro real se convertía en un factor aglutinante para sus adversarios. Pero en 1989 los berlineses destruyeron el Muro, poco después desaparecieron la URSS y sus satélites, y el marxismo dejó de ser un destino posible, salvo en Cuba, Corea del Norte y otros disparatados manicomios controlados por dinastías militares indiferentes a la realidad.
Muchos de los países europeos sujetos al yugo soviético que estrenaron su libertad corrieron a refugiarse tras la cortina democrática de la Unión Europea y la OTAN. Le temían, con razón, al neoimperialismo ruso. La URSS había continuado la permanente expansión de la Rusia zarista, leit motiv de la Tercera Roma desde que en el siglo XV Iván III inició el asombroso crecimiento de Moscú hasta convertir, tres centurias más tarde, al atrasado principado moscovita en la nación más grande de la Tierra.
Hubo, claro, condiciones mínimas formuladas por la Unión Europea a los azorados recién llegados del postsovietismo. En Copenhague se establecieron los Criterios para poder formar parte del exclusivo club: democracia, libertades, mercado, propiedad privada de los medios de producción, derechos humanos y la decisión de cumplir los compromisos con la UE. Eran pocos, pero claros, y no había ninguna referencia a factores culturales, lingüísticos o religiosos.
Ése es exactamente el valor de la UE y el origen de su debilidad, lo que explica la posible salida del Reino Unido: se trata de una construcción artificial anclada en la razón y la ideología, dedicada a estimular la prosperidad y a cultivar la paz, y no en las emociones o en los lazos secretos e intangibles de las tribus.
No es verdad que exista el homo europeo. Hay franceses, alemanes, griegos, españoles, italianos, ingleses y así hasta una treintena de tribus definidas, pero ninguno de ellos es o se siente europeo. Las identidades se tejen en la oscura zona de las emociones, asentadas en el sistema límbico del cerebro, mientras la Unión Europea es una expresión de la racionalidad que sucede en la zona frontal o neocórtex.
Esto lo explicó con toda claridad el argentino Mariano Grondona apelando a un ejemplo referido al MERCOSUR: conocía a miles de argentinos, brasileros, uruguayos o paraguayos dispuestos a morir por sus patrias, pero ni a uno solo decidido a inmolarse por el MERCOSUR.
Y, antes que a Grondona, se lo leí a José Antonio Jáuregui en Las regla del juego: las tribus, una brillante explicación de la conducta humana basada en la premisa de que somos esclavos de nuestros cerebros, verdaderas fábricas de adicciones encaminadas a la supervivencia de los grupos, origen de las pulsiones nacionalistas.
Nuestros cerebros recompensan con sensaciones gratas la emoción de pertenecer a una tribu, castigan a los que se oponen a ella, y provocan cautela y hostilidad frente a las criaturas diferentes. Esas son las reglas y las administran, ciegamente, los neurotransmisores.
¿Es realmente terrible que el Reino Unido se separe de la Unión Europea? No todos lo creen. Jean-Pierre Lehmann, excelente economista francés carente de prejuicios antibritánicos, piensa que, a medio plazo, a la UE le conviene desprenderse de la influencia de un socio poderoso, incómodo con los crecientes lazos políticos entre los países miembros. Para Lehmann, precisamente, la tarea pendiente dentro de la UE es la creciente fusión de carácter político, algo que horroriza a los ingleses.
En todo caso, con los británicos dentro o fuera de la UE, sería muy lamentable y peligroso que a medio o largo plazo se deshaga este extraordinario organismo surgido de los escombros de la Segunda Guerra Mundial. Aunque artificial, alambicada, y desesperantemente burocrática, sigue siendo un gran refugio contra la barbarie totalitaria y un disuasivo eficaz contra la guerra. Conviene que persista.