Aquelarre Económico
José
Manuel Suárez Mier
Una de las
más peligrosas manifestaciones del populismo que asuela a cada vez más países
es la resurrección de la llamada “política industrial” mediante la cual los
gobiernos utilizan subsidios, mandatos, regulación e inversión de capital para
elegir sectores y hasta empresas específicas de carácter “estratégico” que hay
que “salvar.”
De
hecho, esta tendencia a restaurar la interferencia del gobierno en los mercados
de países avanzados, aun en los que mejor habían resistido este canto de la
sirena intervencionista, Estados Unidos y el Reino Unido, empezó desde el
inicio de la crisis de 2008, la subsecuente Gran Recesión y el mediocre
crecimiento que la siguió.
La
política industrial de Barack Obama fue
un diluvio de nuevas regulaciones, 600 de ellas de gran calado, que se estima
costaron 700 mil millones de dólares en sus ocho años de gobierno, sobre todo en
los sectores financiero, ecológico, laboral y de cobertura médica, pero también
subsidió empresas “verdes” con enormes pérdidas.
Donald Trump promete deshacer muchas de estos ordenamientos y
ofrece a cambio una errática pero nervuda intervención personal, como las
recientes con Carrier, Ford y Boeing a las que regañó por enviar trabajos a
México o porque el nuevo avión presidencial era muy caro. Si a ello se agregan
sus aullidos proteccionistas y su intención de alentar la re-industrialización
nacional, los costos podrían ser altísimos.
En una
paradójica puesta en escena de la relación entre Ronald Reagan y Margaret
Thatcher pero al revés, Trump aplaudió Brexit y las prácticas estatistas, incluida la reinstalación de una
intrusiva política industrial, anunciada por Theresa May, la nueva Primer Ministro del Reino Unido.
En este
absurdo regreso a un pasado que fracasó, May
pretende no sólo apoyar a empresas que se ven en peligro de extinción al
cerrárseles el acceso automático y sin aranceles a sus productos en la UE, sino
que intentará reindustrializar las áreas deprimidas de su país, lo que sirvió
de ejemplo a Trump para hacer lo
mismo en el “cordón oxidado,” en el centro de EU que concentró hace tiempo su
poder industrial.
El
principal problema con las bien intencionadas políticas industriales es que
casi siempre traen pésimos resultados pues los burócratas encargados de
aplicarlas carecen de la información y sabiduría con las que operan los
mercados e ignoran como incorporar al status quo un avance tecnológico continuo
e imparable.
Rechazar
políticas industriales como las que pretenden aplicar May y Trump o como las
que llevaron a México a la quiebra al producir un aparato productivo
contrahecho e incapaz de competir, no quiere decir que el gobierno no tenga
nada que hacer para apoyar efectivamente un crecimiento equilibrado y
acelerado.
La
clave está no en regresar a poner plantas industriales como las que cerraron
sino en generar los incentivos para que se invierta en nuevas tecnologías, lo
que demanda una fuerza de trabajo dotada de habilidades que hoy no están generando
los países en número y calidad suficientes. Debe apoyar también la
investigación aplicada.
Y no hay
que olvidar que acciones de política industrial o comercial que otras naciones
perciban como dañinas a sus intereses o violatorias de las reglas del juego con
las que ha venido operando la relación económica entre países, va a generar
respuestas equivalentes o inclusive represalias.
La
respuesta de China al bombardeo de tuits que Trump le espetó en días pasados reiterando insultos y amenazas a
esa nación, no se hizo esperar: anunció anteayer que estaba estudiando
sancionar a empresas automotrices de EU en China por prácticas monopólicas de
fijación de precios. El valor de la acción de GM se desplomó 2.2% y la de Ford
cayó 1%.
¡La Ley
del Talión en el siglo XXI!
[1] El autor es consultor en
economía y finanzas en Washington DC, y ha sido catedrático en minusválido
universidades de México y
Estados Unidos. Correo: aquelarre.economico@gmail.com
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