Jan-Werner Mueller
Jan-Werner Mueller is a professor of
politics at Princeton University and a fellow at the Institute of Human
Sciences, Vienna. His latest book is What is Populism?
¿Una mayoría de “deplorables”?
VIENA
– Barack Obama tenía razón al decir que la democracia misma estaba en
juego en la boleta electoral durante las recién concluidas elecciones
presidenciales de Estados Unidos. Pero, con la impresionante victoria de
Donald Trump sobre Hillary Clinton, ¿sabemos, hoy en día, con certeza
que la mayoría de los estadounidenses son antidemocráticos? ¿Cómo
deberían quienes votaron por Clinton relacionarse con los partidarios de
Trump y con la nueva administración?
Si
Clinton hubiese ganado, probablemente Trump habría negado la
legitimidad de la nueva presidenta. Los partidarios de Clinton no
deberían jugar ese juego. Ellos podrían señalar que Trump perdió el voto
popular y, por lo tanto, no puede reclamar un mandato democrático
abrumador, pero el resultado es lo que es y punto. Sobre todo, no deben
responder, principalmente, a la populista política de la identidad de
Trump con otra forma distinta de política de la identidad.
En vez de
actuar de esa manera, los partidarios de Clinton deben centrarse en
nuevas formas de apelar a los intereses de los partidarios de Trump,
mientras defienden con firmeza los derechos de las minorías que se
sienten amenazadas por la agenda de Trump. Y, deben hacer todo lo
posible por defender a las instituciones democráticas liberales, si
Trump intenta debilitar los sistemas de controles y equilibrios.
Para
ir más allá de los clichés habituales sobre la curación de las
divisiones políticas de un país después de unas elecciones enconadamente
disputadas, necesitamos entender exactamente cómo Trump, en su calidad
de archipopulista, apeló a los votantes y, en el proceso, cambió la
concepción política que dichos votantes tenían de sí mismos, es decir
cómo cambió su autoconcepción. Con la retórica adecuada y, sobre todo,
alternativas políticas plausibles, esta autoconcepción puede cambiarse
de nuevo. La democracia no perdió para siempre a los miembros del Trump-proletariado,
tal como sugirió Clinton cuando los llamó “irredimibles” (aunque,
probablemente, tenga razón en cuanto a que algunos de ellos
decididamente continuarán siendo racistas, homofóbicos y misóginos).
Trump
hizo una gran cantidad de declaraciones profundamente ofensivas y
demostrablemente falsas durante este ciclo electoral que una frase
especialmente reveladora pasó completamente desapercibida. En un acto
proselitista el pasado mayo, Trump declaró: “Lo único importante es la
unificación del pueblo, porque el otro pueblo no significa nada”. Esta
es una retórica populista reveladora: existe un “pueblo real”, tal como
lo define el populista; sólo él lo representa fielmente; y todos los
demás pueden – de hecho deberían – ser excluidos. Es el tipo de lenguaje
político desplegado por figuras tan distintas como el fallecido
presidente de Venezuela, Hugo Chávez, y el presidente turco, Recep
Tayyip Erdoğan.
Observe
lo que el populista siempre hace: comienza con una construcción
simbólica de lo que es el pueblo real, cuya única y auténtica voluntad,
supuestamente, se deducirá de esa construcción; posteriormente el
populista afirma, tal como lo hizo Trump en la Convención Republicana de
julio: “Yo soy tu voz” (y, con característica modestia añade: “Sólo yo
puedo arreglar las cosas”). Este es un proceso enteramente teórico:
contrariamente a lo que los admiradores del populismo a veces
argumentan, no tiene nada que ver con los aportes reales de las personas
comunes y corrientes.
Un
pueblo único y homogéneo que no puede hacer nada malo y sólo necesita
un representante genuino para implementar correctamente su voluntad es
una utopía – pero es una utopía que puede responder a problemas reales.
Sería un error pensar que Venezuela y Turquía fueron democracias
pluralistas perfectas antes de la llegada de Chávez y Erdoğan. Los
sentimientos de desposesión y privación de derechos son terreno fértil
para los populistas. En Venezuela y Turquía, algunos sectores de la
población estaban sistemáticamente en desventaja o en gran parte
excluidos del proceso político. Hay evidencia
sustancial que prueba que los grupos de bajos ingresos en Estados
Unidos tienen poca o ninguna influencia en las políticas y, realmente,
se encuentran no representados en Washington.
Una
vez más, observe cómo un populista responde a una situación como esta:
en lugar de exigir un sistema más justo, el populista les dice a los
oprimidos que solamente ellos son el “pueblo real”. Una afirmación sobre
la identidad que se supone va a resolver el problema vinculado a que
los intereses de muchas personas están desatendidos. La tragedia
particular de la retórica de Trump – y, posiblemente, su efecto más
pernicioso – es que ha convencido a muchos estadounidenses para que
ellos se vean como parte integral de un movimiento blanco nacionalista.
Representantes de lo que se llama eufemísticamente la “alt-right” o
derecha alternativa – es decir, la supremacía blanca de los últimos días
– estuvieron presentes en el núcleo de su campaña. Él ha alimentado una
sensación de queja común difamando a las minorías y, tal como actúan
todos los populistas, Trump ha retratado al grupo mayoritario como
víctimas perseguidas.
No
tenía por qué ser así. Trump obviamente ha conquistado exitosamente su
lugar para representar al pueblo. Pero la representación nunca es
simplemente una respuesta mecánica a demandas preexistentes. En lugar de
ello, las pretensiones de representar a los ciudadanos también dan
forma a la autoconcepción de dichos ciudadanos. Es de crucial
importancia desplazar esa autoconcepción de los ciudadanos, alejándola
de la política de la identidad blanca y regresarla al ámbito de los
intereses.
Esta es
la razón por la cual es extremadamente importante no confirmar la
retórica de Trump descartando o incluso descalificando moralmente a sus
partidarios. Esto sólo permite a los populistas anotar más puntos
políticos diciendo, en efecto: “Mire, las elites realmente les odian,
tal como dijimos anteriormente, y ahora son malos perdedores”. De ahí el
desastroso efecto de generalizar a los partidarios de Trump como
racistas o, como lo hizo Hillary Clinton cuando los calificó como
“deplorables” que son “irredimibles”. Como George Orwell dijo una vez:
“Si quieres hacerte enemigo de un hombre, dile que sus males son
incurables”.
Por
supuesto, la identidad y los intereses a menudo están vinculados.
Aquellos que defienden la democracia y van contra de los populistas,
también, a veces tienen que caminar por el peligroso terreno de la
política de la identidad. Sin embargo, la política de la identidad no
necesita apelar a la etnicidad, y mucho menos a la raza. Los populistas
son siempre anti pluralistas; la tarea para los que se oponen a ellos es
configurar conceptos de una identidad colectiva pluralista, consagrada a
ideales compartidos de equidad.
Muchos
temen, acertadamente, que Trump no vaya a respetar la Constitución de
Estados Unidos. Por supuesto, el significado de la Constitución siempre
es cuestionado, y sería ingenuo creer que las invocaciones no
partidistas al respeto a dicha Constitución lo disuadirán
inmediatamente. Sin embargo, los fundadores de Estados Unidos obviamente
querían limitar lo que cualquier presidente pudiese hacer, incluso con
un Congreso que le presta su apoyo y una Corte Suprema favorablemente
inclinada en su dirección. Uno sólo puede tener la esperanza de que
suficientes votantes – incluyéndose entre ellos a los partidarios de
Trump – vean las cosas de la misma manera y ejerzan presión sobre Trump
para que respete este elemento no negociable de la tradición
constitucional estadounidense.
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