Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
El periodista alemán Dirk Kurbjuweit, de Der Spiegel, inventó hace algunos años la palabra Wutbürger, que quiere decir “ciudadano rabioso”, y en The New York Times
de esta mañana —25 de octubre— Jochen Bittner publica un interesante
ensayo afirmando que la rabia que moviliza en ciertas circunstancias a
amplios sectores de una sociedad es un fenómeno de dos caras, una
positiva y otra negativa. Según él, sin esos ciudadanos rabiosos no
hubiera habido progreso, ni seguridad social, ni empleos pagados con
justicia, y estaríamos todavía en el tiempo de las satrapías medievales y
la esclavitud. Pero, al mismo tiempo, fue la epidemia de rabia social
la que sembró de decapitados la Francia del Terror y la que, en nuestros
días, ha llevado a la regresión brutal que significa el Brexit
para Reino Unido y a que exista en Alemania un partido xenófobo,
ultranacionalista y antieuropeo —Alternativa por Alemania— que, según
las encuestas, cuenta con nada menos que el apoyo del 18% del
electorado. Añade que el mejor representante en Estados Unidos del Wutbürgeres el impresentable Donald Trump y el sorprendente respaldo con que cuenta.
Me gustaría añadir algunos otros
ejemplos de una “rabia positiva” en los últimos tiempos, empezando por
el caso del Brasil sobre el que, a mi juicio, ha habido una
interpretación interesada y falsa de la defenestración de Dilma Rousseff
de la presidencia. Se ha presentado este hecho como una conspiración de
la extrema derecha para acabar con un Gobierno progresista y, sobre
todo, impedir el regreso de Lula al poder. No es nada de eso. Lo que
movilizó a muchos millones de brasileños y los sacó a la calle a
protestar fue la corrupción, un fenómeno que había socavado a toda la
clase política y de la que eran beneficiarios por igual dirigentes de la
izquierda y la derecha. Y se ha visto en todos estos meses cómo la
guadaña de la lucha contra la corrupción enviaba a la cárcel por igual a
parlamentarios, empresarios, dirigentes sindicales y gremiales de todos
los sectores políticos, un hecho del que sólo puede sobrevenir una
regeneración profunda de una democracia a la que la deshonestidad y el
espíritu de lucro habían infectado hasta el extremo de causar una
bancarrota nacional.
Quizás sea un poco pronto para celebrar
lo ocurrido pero mi impresión es que, hechas las sumas y las restas, la
gran movilización popular en Brasil ha sido un movimiento más ético que
político y enormemente positivo para el futuro de la democracia en el
gigante latinoamericano. Es la primera vez que ocurre; hasta ahora, los
estallidos populares tenían fines políticos —protestar contra los
desafueros de un Gobierno y a favor de un partido o un líder— o
ideológicos —reemplazar el sistema capitalista por el socialismo—, pero,
en este caso, la movilización tenía como fin no destruir el sistema
legal existente sino purificarlo, erradicar la infección que lo estaba
envenenando y podía acabar con él. Aunque ha tenido una deriva distinta,
no es muy diferente con lo ocurrido en España: un movimiento de jóvenes
espoleados por los escándalos de la clase dirigente que a muchos
decepcionaron de la democracia y los ha llevado a elegir un remedio peor
que la enfermedad, es decir, resucitar las viejas y fracasadas recetas
del estatismo y el colectivismo.
Otro caso fascinante de “ciudadanos
rabiosos” ha sido el que vive Venezuela. En cinco oportunidades, el
pueblo venezolano pudo librarse, mediante elecciones libres, del
comandante Chávez, un demagogo pintoresco que ofrecía “el socialismo del
siglo XXI” como terapia para todos los males del país. Una mayoría de
venezolanos, a los que la ineficacia y la corrupción de los Gobiernos
democráticos había desencantado de la legalidad y la libertad, le
creyeron. Han pagado carísimo ese error. Por fortuna lo han comprendido,
rectificado y hoy existe una mayoría aplastante de ciudadanos —como
demuestran las últimas elecciones para el Congreso— que pretende
rectificar aquella equivocación. Por desgracia, ya no es tan fácil. La
camarilla gobernante, aliada con la nomenclatura militar muy
comprometida por el narcotráfico y la asesoría cubana en cuestiones de
seguridad, se ha enquistado en el poder y está dispuesto a defenderlo
contra viento y marea. Mientras el país se hunde en la ruina, el hambre y
la violencia, todos los esfuerzos pacíficos de la oposición por,
valiéndose de la propia Constitución instaurada por el régimen, librarse
de Maduro y compañía, se ven frustrados por un Gobierno que desconoce
las leyes y comete los peores abusos —incluido crímenes— para impedirlo.
A la larga, esa mayoría de venezolanos se impondrá, por supuesto, como
ha ocurrido con todas las dictaduras, pero el camino quedará sembrado de
víctimas y será muy largo.
¿Hay que celebrar que haya no sólo
ciudadanos rabiosos negativos sino también positivos, como afirma Jochen
Bittner? Mi impresión es que es preferible erradicar la rabia de la
vida de las naciones y procurar que ella transcurra dentro de la
racionalidad y la paz, y las decisiones se tomen por consenso, a través
de la persuasión o del voto. Porque la rabia cambia rápidamente de
dirección y de bienintencionada y creativa puede volverse maligna y
destructiva, si quienes asumen la dirección del movimiento popular son
demagogos, sectarios e irresponsables. La historia latinoamericana está
impregnada de rabia y aunque, en muchos casos, estaba justificada, casi
siempre se desvió de sus objetivos iniciales y terminó causando peores
males que los que quería remediar.
Es un caso que tuvo una demostración
flagrante con la dictadura militar del general Velasco, en el Perú de
los años sesenta y setenta. A diferencia de otras, no fue derechista
sino izquierdista e implantó las soluciones socialistas para los grandes
problemas nacionales como el feudalismo agrario, la explotación social y
la pobreza. La nacionalización de las tierras no benefició para nada a
los campesinos, sino a las pandillas de burócratas que se dedicaron a
saquear las haciendas colectivizadas y casi todas las industrias que
confiscó y nacionalizó el régimen se fueron a la quiebra, aumentando la
pobreza y el desempleo. Al final, fueron los propios campesinos los que
empezaron a privatizar las tierras, y los obreros de las fábricas de
harina de pescado los primeros en pedir que volvieran a manos privadas
las empresas que el socialismo velasquista arruinó. Todo este fracaso
tuvo un efecto positivo: desde entonces ningún partido político en el
Perú se atreve a proponer la estatización y colectivización como panacea
social.
Jochen Bittner afirma que la
globalización ha favorecido sobre todo a los grandes banqueros y
empresarios y que eso explica, aunque no justifica, los rebrotes de un
nacionalismo exaltado como el que ha convertido al Front National en un
partido que podría ganar las elecciones en Francia. Es muy injusto. La
globalización ha traído enormes beneficios a los países más pobres, que
ahora, si saben aprovecharla, pueden combatir al subdesarrollo más
rápido y mejor que en el pasado, como demuestran los países asiáticos y
los países latinoamericanos —Chile, por ejemplo— que, abriendo sus
economías al mundo, han crecido de manera espectacular en las últimas
décadas.
Creo que hay un error gravísimo en creer
que el progreso consiste en combatir la riqueza. No, el enemigo con el
que hay que acabar es la pobreza, y también, por supuesto, la riqueza
mal habida. La interconexión del mundo gracias a la lenta disolución de
las fronteras es una buena cosa para todos, y en especial para los
pobres. Si ella continúa, y no se aparta de la buena vía, quizás
lleguemos a un mundo en el que ya no será necesario que haya ciudadanos
rabiosos a fin de que mejoren las cosas
No comments:
Post a Comment