Ha costado meses de interrogatorios, pero después de numerosos y embarazosos silencios ante las preguntas, el Departamento de Estado ha reconocido por fin la verdad sobre la liberación iraní de los rehenes estadounidenses el pasado mes de enero.
A pesar de haber negado durante meses que la entrega de 400 millones de dólares a Teherán el día de la liberación fuese el pago de un rescate, el portavoz del Departamento de Estado, John Kirby, dijo que la intención de Estados Unidos era “tener el máximo margen de maniobra” en el canje. Es una bonita manera de decir que la administración Obama pagó una abultada cifra por el rescate.
El rescate plantea
al menos dos asuntos cruciales. Uno concierne a la naturaleza del
acuerdo nuclear con Irán. La otra es cómo ha socavado, tal vez
fatalmente, un principio clave de la política antiterrorista de Estados
Unidos.
El concepto básico
del cambio de política de Obama con respecto a Irán era que a Irán se
le estaba dando una oportunidad “para estar a bien con el mundo”. Esas
expectativas no se basaban únicamente en la idea de que el acuerdo
nuclear liberalizaría la sociedad y la política exterior iraníes, sino
que permitiría una mayor cooperación entre Washington y Teherán en
asuntos como la guerra contra el Estado Islámico (EI).
La primera
esperanza era una completa fantasía, ya que los líderes teocráticos de
Irán han reforzado su control sobre el país y no han mostrado ningún
interés en el cambio. La idea de que Irán pueda ser un socio en la
guerra contra el EI era igual de ilusoria. Ocurre lo contrario: los
objetivos de Irán –en Siria, la preservación del régimen de su aliado
Bashar al Asad, y en Irak el fortalecimiento de las milicias chiíes que
respalda– son incompatibles con cualquier estrategia que pueda llevar a
la derrota del EI. Todos estos años de conversaciones, en los que los
iraníes han obligado a Estados Unidos a hacer constantemente
concesiones, que después han devenido en una negociación sobre rehenes,
hace saltar por los aires la idea de un acuerdo con los “moderados”
promovida por la caja de resonancia de la Casa Blanca durante 2015.
El pago por los
rehenes, junto a la fiebre iraní del oro de las empresas occidentales
–ahora que han desaparecido las sanciones–, pondrá a más gente en la
diana de los secuestros, apenas disimulados, del Estado iraní. Esto
sentará un precedente que dará a Irán, o a cualquier otro cazador de
rehenes, la fuerza necesaria para chantajear a Estados Unidos.
Aunque la
administración Obama esté tratando este caso de rescate como una mera y
desagradable coda a otras iniciativas de política exterior que sí
habrían sido exitosas, la verdad arroja un panorama muy distinto: el de
un despiadado adversario terrorista que ha demostrado que puede exprimir
a Estados Unidos.
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