La libertad hasta la desmesura, la franqueza aunque incomodase, la
generosidad inacabable, la valentía a toda prueba: Luis González de Alba
vivió con el regocijo y el dolor que padecen quienes viven a plenitud;
quizá no hizo todo lo que quiso pero todo lo que hizo fue con gozo y
convicción. Hombre de ideas y por lo tanto de pasiones, fue protagonista
y crítico de los méritos y las adversidades de las izquierdas. Hombre
de convicciones, jamás dudó en decir sus verdades aunque resultasen para
muchos tan políticamente incorrectas —a otros, en cambio, sus críticas a
desvaríos e inconsecuencias de la vida pública nos parecían necesarias y
nos sentíamos representados en esos textos—.
Indignado a menudo con las hipocresías de quienes crean mitos políticos para vivir de ellos, González de Alba jamás se permitió usufructuar en beneficio propio su trayectoria política. Fue, como es bien sabido, uno de los auténticos dirigentes del movimiento estudiantil de 1968, padeció cárcel, escribió con esa experiencia su primera novela, se fue al exilio, pero nunca se aprovechó de la notoriedad que le daba esa trayectoria. Siempre condenó la salvaje represión contra ese movimiento pero buscó y defendió explicaciones para saber qué ocurrió y por qué, más allá de los relatos maniqueos que abundaron desde entonces. Sus últimos textos e incluso un libro que anunció en varios de ellos reiteran el relato de un 2 de octubre en donde el ejército fue tan sorprendido por la emboscada como los líderes estudiantiles. Luis no fue ajeno al abrumador significado de esa fecha. Ese día, 48 años después, fue el que eligió para morir.
González de Alba era un escritor incómodo. El relato honesto y claro de la homosexualidad se desborda en casi todos sus libros, en donde hacía alegorías o franca autobiografía de sus propias experiencias. En esos textos hace de la vida privada un asunto público con una franqueza desusada sobre todo hace tres décadas pero siempre con naturalidad, sin impostaciones. Cronista de su propia vida con todo y vicisitudes, sus lectores conocimos la intensidad de amores y desamores, las añoranzas profundas que jamás lo abandonaron, el placer jubiloso, el recuerdo vehemente que hacía de esos episodios.
Sus verdades, que no eran pocas, González de Alba las registró el libros que seguirán siendo imprescindibles. Sus textos de divulgación científica muestran a una capacidad de búsqueda, pero también de asombro, ante verdades de la física, la astronomía, la biología. Su tarea desmitificadora de la historia oficial hizo célebre Las mentiras de mis maestros. La mirada crítica de la política cruza desde Los días y los años hasta No hubo barco para mí, entre tantos otros. El hilo conductor de esa enorme tarea como autor, que incluyó una constante labor periodística durante cuatro décadas fue la búsqueda de explicaciones, la reivindicación de la verdad.
Lo que más molestaba a muchas buenas conciencias no era la heterodoxia acerca de las costumbres personales sino la crítica claridosa a personajes y actitudes consideradas de izquierda. Desde la etapa estudiantil, luego en la cárcel y más tarde en la formación de las organizaciones de izquierda no comunista en las que participó, González de Alba renegaba de los santones y los santorales políticos. Más tarde, a diferencia de tantos otros, se negó a dejarse deslumbrar por el neocardenismo, el neozapatismo y el obradorismo (de este último cuyo origen y costumbres priistas recalcó siempre). Recientemente, a la vez que condenó el asesinato de los 43 jóvenes de Ayotzinapa recordó insistentemente los abusos que habían perpetrado muchos compañeros de ellos, que durante años han cometido latrocinios e incluso fueron responsables de actos criminales. La insistencia de Luis para subrayar el sacrificio de Gonzalo Rivas Cámara, el ingeniero que murió en diciembre de 2011 cuando trató de apagar el fuego en una gasolinera incendiada por normalistas de Ayotzinapa, da cuenta de sus convicciones y su terquedad. Rivas Cámara evitó una explosión mayor, que hubiera tenido consecuencias terribles porque la gasolinera está junto a una caseta de peaje. González de Alba insistió en que a ese mexicano heroico, víctima de normalistas de Ayotzinapa, el Senado debería darle la medalla Belisario Domínguez.
Esas impertinencias eran tan de Luis que serán de lo mucho que extrañaremos porque en ellas, como en otras cosas, era insuperable. Cuando regresó a México después de haber estado en Lecumberri y de un breve exilio en Chile participó, alrededor de 1972, en la creación de la revista Punto Crítico. De allí se salió en 1976 junto con los camaradas que luego formamos el Movimiento de Acción Popular. Seguimos juntos en la creación del PSUM (1981), del PMS (1987) no sé si él todavía participó en el PRD en 1989. En la UNAM, donde fue profesor en la Facultad de Psicología, se involucró con ahínco en la creación del Sindicato del Personal Académico (1974) y luego del STUNAM (1977). Cuando la policía nos rompió la huelga el 6 de julio de aquel año y estaban encarcelados varios de nuestros amigos, dirigentes del sector académico, la voz de González de Alba fue cardinal para que la huelga se mantuviera en las escuelas fuera de Ciudad Universitaria hasta que todos nuestros compañeros hubieran salido de prisión. Al finalizar aquel movimiento le ayudé a escribir el manifiesto con el que terminamos la huelga y que él tituló “La indignidad y la intolerancia jamás serán derrotadas”.
Ahora que recuerdo ese episodio del que están por cumplirse cuatro décadas advierto que en aquel título grandilocuente (pero explicable en la situación de agravio y rabia que nos exaltaba) se condensan dos de los rasgos que siempre definieron a Luis, dignidad y tolerancia.
Invariablemente mantuvo una íntegra, sólida dignidad. En ella se parapetaba para hacer sus señalamientos muy críticos contra movimientos y grupos que aparentemente han reemplazado a las izquierdas (y que a veces prefiero denominar como seudoizquierdas). En esa dignidad, que de manera alguna se riñe con la emoción, se amparó Luis para escribir sus arrebatos personales más vehementes sobre todo cuando recordaba dichas y tristezas en sus enamoramientos.
Quienes lo leían quizá discrepen si digo que Luis era un hombre comprometido con la tolerancia. Y es que, junto a su defensa convencida de la libertad para decir lo que sea mientras no se trate de mentiras o agravios personales, González de Alba se permitía una intransigente intolerancia… respecto de los intolerantes. Podía dedicar textos enteros a defender el derecho de otros a decir sus respectivas verdades. Pero no condescendía con los santurrones de capilla alguna. Por eso era tan severo lo mismo con la cultura priista de ayer y ahora que con populismos y autoritarismos, ya fuese culturales o políticos.
Hombre de convicciones, lo era también de amistades sólidas. La distancia que él mismo estableció cuando se fue a vivir a Guadalajara nunca interrumpió el afecto con varios de sus amigos, como él decía, de toda la vida. Algunos tuvimos la oportunidad de reiniciar ese contacto gracias a las redes digitales. En ellas, así como en los encuentros desgraciadamente esporádicos en Guadalajara, se refería a “los cuates”, un concepto metafísico y político que creó nuestro también muy querido Pablo Pascual, de cuyo fallecimiento pronto se cumplirán dos décadas. Ese término implica una complicidad política pero antes que nada amistosa o, si se quiere, una amistad fincada en la revalidación afortunada de las coincidencias políticas. Ahora que Luis tomó la decisión que nos lleva a recordarlo con tanta tristeza no dejo de pensar qué habría dicho Pablo.
González de Alba vivió y murió en ejercicio de esa libertad por la que peleó y con la que hizo y dijo toda su vida. Me gustaría reprocharle su decisión última, quisiera haberla entendido —aunque de nada hubiera servido— en sus últimos mensajes privados y públicos. Quisiera decirle que su lucidez crítica, su heterodoxia apasionada, su honestidad política y personal, nos harán demasiada falta y que no tenía derecho a privarnos de ellas. Quisiera decirle que no tenía por qué haberse privado él mismo de la cultura griega que exaltaba con tanto júbilo, de los atardeceres y amaneceres que celebraba sin cursilerías, de la música que le entusiasmaba (desde Mozart hasta Juan Gabriel, para llegar a Cole Porter cuyo “Night and Day” colocó en Facebook el sábado por la noche), de su memoria chispeante que recreaba anécdotas haciendo de la memoria un asidero y una causa. Sobre todo quisiera reprocharle (mientras escucho esa versión de “Night and Day” de la película De-Lovely) que no haya cumplido la profecía que parecía decirnos cuando citaba los versos de Kavafis que él tradujo:
Nuevos lugares no encontrarás, no irás a otros mares.
La ciudad te seguirá. En las mismas calles vagarás.
Y en los mismos barrios envejecerás;
y entre estas mismas casas encanecerás…
Raúl Trejo Delarbre
Indignado a menudo con las hipocresías de quienes crean mitos políticos para vivir de ellos, González de Alba jamás se permitió usufructuar en beneficio propio su trayectoria política. Fue, como es bien sabido, uno de los auténticos dirigentes del movimiento estudiantil de 1968, padeció cárcel, escribió con esa experiencia su primera novela, se fue al exilio, pero nunca se aprovechó de la notoriedad que le daba esa trayectoria. Siempre condenó la salvaje represión contra ese movimiento pero buscó y defendió explicaciones para saber qué ocurrió y por qué, más allá de los relatos maniqueos que abundaron desde entonces. Sus últimos textos e incluso un libro que anunció en varios de ellos reiteran el relato de un 2 de octubre en donde el ejército fue tan sorprendido por la emboscada como los líderes estudiantiles. Luis no fue ajeno al abrumador significado de esa fecha. Ese día, 48 años después, fue el que eligió para morir.
González de Alba era un escritor incómodo. El relato honesto y claro de la homosexualidad se desborda en casi todos sus libros, en donde hacía alegorías o franca autobiografía de sus propias experiencias. En esos textos hace de la vida privada un asunto público con una franqueza desusada sobre todo hace tres décadas pero siempre con naturalidad, sin impostaciones. Cronista de su propia vida con todo y vicisitudes, sus lectores conocimos la intensidad de amores y desamores, las añoranzas profundas que jamás lo abandonaron, el placer jubiloso, el recuerdo vehemente que hacía de esos episodios.
Sus verdades, que no eran pocas, González de Alba las registró el libros que seguirán siendo imprescindibles. Sus textos de divulgación científica muestran a una capacidad de búsqueda, pero también de asombro, ante verdades de la física, la astronomía, la biología. Su tarea desmitificadora de la historia oficial hizo célebre Las mentiras de mis maestros. La mirada crítica de la política cruza desde Los días y los años hasta No hubo barco para mí, entre tantos otros. El hilo conductor de esa enorme tarea como autor, que incluyó una constante labor periodística durante cuatro décadas fue la búsqueda de explicaciones, la reivindicación de la verdad.
Lo que más molestaba a muchas buenas conciencias no era la heterodoxia acerca de las costumbres personales sino la crítica claridosa a personajes y actitudes consideradas de izquierda. Desde la etapa estudiantil, luego en la cárcel y más tarde en la formación de las organizaciones de izquierda no comunista en las que participó, González de Alba renegaba de los santones y los santorales políticos. Más tarde, a diferencia de tantos otros, se negó a dejarse deslumbrar por el neocardenismo, el neozapatismo y el obradorismo (de este último cuyo origen y costumbres priistas recalcó siempre). Recientemente, a la vez que condenó el asesinato de los 43 jóvenes de Ayotzinapa recordó insistentemente los abusos que habían perpetrado muchos compañeros de ellos, que durante años han cometido latrocinios e incluso fueron responsables de actos criminales. La insistencia de Luis para subrayar el sacrificio de Gonzalo Rivas Cámara, el ingeniero que murió en diciembre de 2011 cuando trató de apagar el fuego en una gasolinera incendiada por normalistas de Ayotzinapa, da cuenta de sus convicciones y su terquedad. Rivas Cámara evitó una explosión mayor, que hubiera tenido consecuencias terribles porque la gasolinera está junto a una caseta de peaje. González de Alba insistió en que a ese mexicano heroico, víctima de normalistas de Ayotzinapa, el Senado debería darle la medalla Belisario Domínguez.
Esas impertinencias eran tan de Luis que serán de lo mucho que extrañaremos porque en ellas, como en otras cosas, era insuperable. Cuando regresó a México después de haber estado en Lecumberri y de un breve exilio en Chile participó, alrededor de 1972, en la creación de la revista Punto Crítico. De allí se salió en 1976 junto con los camaradas que luego formamos el Movimiento de Acción Popular. Seguimos juntos en la creación del PSUM (1981), del PMS (1987) no sé si él todavía participó en el PRD en 1989. En la UNAM, donde fue profesor en la Facultad de Psicología, se involucró con ahínco en la creación del Sindicato del Personal Académico (1974) y luego del STUNAM (1977). Cuando la policía nos rompió la huelga el 6 de julio de aquel año y estaban encarcelados varios de nuestros amigos, dirigentes del sector académico, la voz de González de Alba fue cardinal para que la huelga se mantuviera en las escuelas fuera de Ciudad Universitaria hasta que todos nuestros compañeros hubieran salido de prisión. Al finalizar aquel movimiento le ayudé a escribir el manifiesto con el que terminamos la huelga y que él tituló “La indignidad y la intolerancia jamás serán derrotadas”.
Ahora que recuerdo ese episodio del que están por cumplirse cuatro décadas advierto que en aquel título grandilocuente (pero explicable en la situación de agravio y rabia que nos exaltaba) se condensan dos de los rasgos que siempre definieron a Luis, dignidad y tolerancia.
Invariablemente mantuvo una íntegra, sólida dignidad. En ella se parapetaba para hacer sus señalamientos muy críticos contra movimientos y grupos que aparentemente han reemplazado a las izquierdas (y que a veces prefiero denominar como seudoizquierdas). En esa dignidad, que de manera alguna se riñe con la emoción, se amparó Luis para escribir sus arrebatos personales más vehementes sobre todo cuando recordaba dichas y tristezas en sus enamoramientos.
Quienes lo leían quizá discrepen si digo que Luis era un hombre comprometido con la tolerancia. Y es que, junto a su defensa convencida de la libertad para decir lo que sea mientras no se trate de mentiras o agravios personales, González de Alba se permitía una intransigente intolerancia… respecto de los intolerantes. Podía dedicar textos enteros a defender el derecho de otros a decir sus respectivas verdades. Pero no condescendía con los santurrones de capilla alguna. Por eso era tan severo lo mismo con la cultura priista de ayer y ahora que con populismos y autoritarismos, ya fuese culturales o políticos.
Hombre de convicciones, lo era también de amistades sólidas. La distancia que él mismo estableció cuando se fue a vivir a Guadalajara nunca interrumpió el afecto con varios de sus amigos, como él decía, de toda la vida. Algunos tuvimos la oportunidad de reiniciar ese contacto gracias a las redes digitales. En ellas, así como en los encuentros desgraciadamente esporádicos en Guadalajara, se refería a “los cuates”, un concepto metafísico y político que creó nuestro también muy querido Pablo Pascual, de cuyo fallecimiento pronto se cumplirán dos décadas. Ese término implica una complicidad política pero antes que nada amistosa o, si se quiere, una amistad fincada en la revalidación afortunada de las coincidencias políticas. Ahora que Luis tomó la decisión que nos lleva a recordarlo con tanta tristeza no dejo de pensar qué habría dicho Pablo.
González de Alba vivió y murió en ejercicio de esa libertad por la que peleó y con la que hizo y dijo toda su vida. Me gustaría reprocharle su decisión última, quisiera haberla entendido —aunque de nada hubiera servido— en sus últimos mensajes privados y públicos. Quisiera decirle que su lucidez crítica, su heterodoxia apasionada, su honestidad política y personal, nos harán demasiada falta y que no tenía derecho a privarnos de ellas. Quisiera decirle que no tenía por qué haberse privado él mismo de la cultura griega que exaltaba con tanto júbilo, de los atardeceres y amaneceres que celebraba sin cursilerías, de la música que le entusiasmaba (desde Mozart hasta Juan Gabriel, para llegar a Cole Porter cuyo “Night and Day” colocó en Facebook el sábado por la noche), de su memoria chispeante que recreaba anécdotas haciendo de la memoria un asidero y una causa. Sobre todo quisiera reprocharle (mientras escucho esa versión de “Night and Day” de la película De-Lovely) que no haya cumplido la profecía que parecía decirnos cuando citaba los versos de Kavafis que él tradujo:
Nuevos lugares no encontrarás, no irás a otros mares.
La ciudad te seguirá. En las mismas calles vagarás.
Y en los mismos barrios envejecerás;
y entre estas mismas casas encanecerás…
Raúl Trejo Delarbre
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