Creo que uno de los conceptos peor entendidos desde la sangrienta Revolución Francesa es precisamente el concepto de igualdad. La famosa triple premisa de dicha revolución implica una paradoja importante, puesto que, si dejamos de lado la muy loable Fraternidad, sus otros dos componentes, esto es, Libertad e Igualdad, no pueden coexistir: si hay libertad, querido lector, no puede haber igualdad. De hecho sólo caben dos excepciones donde la defensa de la igualdad debe ser inquebrantable.
La primera línea de defensa clara del concepto de igualdad entre los hombres, stricto sensu, se la debemos sin ninguna duda al Cristianismo, que defiende con clarividencia que todos los hombres, sin distinción de raza, sexo, edad, origen, capacidad intelectual o física somos hijos del mismo Dios y, como tales, poseemos la misma dignidad y los mismos derechos inalienables. La segunda línea de defensa clara de la igualdad radica en que todos los hombres debemos ser iguales ante la Ley, de tal modo que en idénticas circunstancias la misma acción humana tenga idéntico tratamiento ante la Ley independientemente de la identidad del sujeto. Todo sistema debería custodiar estas igualdades esenciales en un castillo inexpugnable. Sin embargo, resulta curioso que simultáneamente al invento de un sinnúmero de pretendidas igualdades, estos dos conceptos básicos de igualdad hayan sido vulnerados y olvidados por las sociedades occidentales. Por un lado, Occidente vive de espaldas al concepto de Dios o de Ley Natural, y ha relegado la distinción entre el bien y el mal e incluso la mismísima definición de vida a la moda o al capricho de la masa. Por otro lado, quienes ostentan el poder han decidido que les resulta más cómodo crear sistemas que les permitan actuar con enorme libertad de movimientos y por encima de una ley que, en cambio, constriñe opresivamente a los demás ciudadanos. Piensan que sólo desembarazándose de tan incómodo yugo podrán articular su máximo deseo, esto es, ejercer el poder con total arbitrariedad.
Ahora bien, toda pretendida igualdad más allá de estos dos conceptos resulta mucho más discutible. La igualdad de oportunidades viene limitada por los distintos puntos de partida de cada individuo. En efecto, los seres humanos somos por naturaleza muy diferentes: los hay altos y bajos, guapos y feos, fuertes y débiles, simpáticos y antipáticos, virtuosos y viciosos, inteligentes y estúpidos, sabios y necios, trabajadores y vagos, valientes y cobardes, amantes del riesgo y amantes de la seguridad. Los hay que nacieron en unos países y no en otros, en unas ciudades y en unos entornos determinados; unos proceden de familias unidas y otros de familias rotas; unos tuvieron buenos modelos y otros no tuvieron tanta suerte. Pero si tan sólo dependiéramos de nuestros talentos, temperamentos y circunstancias, y de la suerte, el hombre no sería hombre, puestos que caeríamos en el determinismo y negaríamos la existencia de nuestro mayor don después de la vida: la libertad. El hombre tiene la libertad de elegir y es responsable de sus decisiones; es libre para elegir el bien o el mal, para aprender, desaprender, cambiar, crecer y mejorar. El hombre es, por encima de todo, responsable de su destino. Incluso ante lo inevitable, el hombre permanece libre, y por tanto, capaz de reaccionar de forma diferente. Tal y como nos recuerda el maravilloso psicólogo Viktor Frankl, superviviente de Auschwitz, “todo puede serle arrebatado a un hombre, menos la última de las libertades humanas: el elegir su actitud ante una serie dada de circunstancias (…); si no está en tus manos cambiar una situación que te produce dolor, siempre podrás escoger la actitud con la que afrontes ese sufrimiento”. Por lo tanto, de la libertad surge la diferencia y la desigualdad incluso cuando nos enfrentamos al más insondable de los abismos en total desnudez y aparentemente despojados de nuestra individualidad.
De todo lo expuesto resulta, quizá de forma axiomática, que la desigualdad es la situación natural del ser humano. No existe, por tanto, igualdad absoluta de oportunidades ni, desde luego, fruto del uso de nuestra libertad, igualdad de resultados. Todo el mundo acepta no poder cantar como Freddie Mercury o María Callas, pintar como Van Gogh, componer como Beethoven, escribir como Cervantes, reflexionar como Aristóteles o jugar al tenis como Nadal, y, sin embargo, en ciertos ámbitos nos cuesta aceptar la desigualdad que evidencian estos fueras de serie con la misma naturalidad y admiración. Uno de ellos es la desigualdad económica.
Es un hecho comprobado que la riqueza no está distribuida de forma equitativa. El economista italiano Vilfredo Pareto descubrió a finales del s.XIX que durante siglos y en distintas sociedades la distribución de la riqueza no coincidía con la conocida distribución normal, sino que, huyendo de toda proporcionalidad, el 20% de la población era dueña del 80% de la riqueza, aproximadamente. A esa nueva distribución estadística se le llama, desde entonces, ley de Pareto (luego popularizada y aplicada a multitud de fenómenos por J. Juran). Lo que en un principio parecía una anormalidad, una desviación que quizá debía ser corregida (¿acaso no llamamos a la distribución normal…normal?) ha ido abriendo paso al descubrimiento de que multitud de variables, que tienen que reunir una serie de características, siguen dicha distribución muy asimétrica y desigual, donde no existe ni linealidad ni proporcionalidad. Es lo que Nassim Taleb define como Extremistán. Las ventas de libros son un buen ejemplo: en España, el 95% de los libros venden menos de 2.000 ejemplares, y sólo 40 libros venden cada año más de 20.000; en EEUU el 97% del total de libros vendidos son escritos por menos del 20% de los autores (lo mismo podría aplicarse a los discos o a las películas). La criminalidad es otro ejemplo muy claro: la inmensa mayoría de crímenes lo comete un bajísimo porcentaje de la población.
Pues bien, si sumamos a las diferencias naturales de los hombres, fruto de diferentes puntos de partida y diferentes elecciones en uso de su libertad, el peso del factor suerte o aleatoriedad y el hecho estadístico de que, por sus propias características, el dinero, la riqueza (que no es más que multiplicar el número de libros por su precio) tiende de forma natural a concentrarse en pocas manos, es inevitable que dicha riqueza se reparta de forma desigual. Lo ha hecho siempre y siempre lo hará, no por abuso, explotación o injusticia, sino porque físicamente es imposible que sea de otra manera en un entorno de libertad. A pesar de su inexorabilidad, la distribución no equitativa de la riqueza (pero, como hemos visto no por ello necesariamente injusta) ha sido desde tiempos inmemoriales aprovechada por los yonquis del poder para obtener su dosis. En la segunda parte de este artículo ahondaremos en la desigualdad económica y en su utilización política para alcanzar el poder.
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