Por Mary Anastasia O'Grady
La paradoja de la política de relaciones exteriores del presidente de Estados Unidos, Barack Obama,
es que sus compromisos con los enemigos de la libertad en busca de la
paz están dejando al mundo más violento, polarizado y peligroso. Esto es
especialmente cierto en América Latina.
El 2 de octubre, Colombia realizará una
consulta popular en la que los ciudadanos tendrán la oportunidad de
aprobar o rechazar un acuerdo entre el gobierno del presidente Juan
Manuel Santos y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC),
un grupo designado por el Departamento de Estado de EE.UU. como una
organización terrorista. El acuerdo, respaldado por el presidente Obama,
les otorga amnistía a las FARC por sus crímenes de guerra, que incluyen
el reclutamiento de miles de niños soldados, masacres de pueblos,
asesinatos políticos, bombardeos y secuestros.
Bajo el pacto, negociado y firmado en La
Habana, las FARC también recibirán escaños en el congreso sin necesidad
de someterse a elecciones y beneficios sociales. El grupo recibirá
también decenas de estaciones de radio con el fin de que pueda diseminar
su propaganda, un privilegio que no tiene ningún otro partido político.
El acuerdo no requiere que las FARC
paguen ninguna reparación financiera a sus víctimas, a pesar de que los
capos narcoterroristas tienen un patrimonio estimado en los miles de
millones de dólares. Las reparaciones serán pagadas por ciudadanos que
respetan la ley a través de aumentos significativos de los impuestos.
Las FARC han dicho que no entregaran sus armas hasta que todo esté
listo. Entre tanto, recibirán armas y capacitación para hacer cumplir el
acuerdo.
¿Qué podría salir mal?
Pregúntele a los cubanos que han tenido
que aguantar las consecuencias de otro proyecto con el que Obama busca
cimentar su legado: la decisión en 2014 de normalizar las relaciones con
la dictadura militar y aumentar el intercambio económico de EE.UU. con
la isla. Desde entonces, la represión en Cuba se ha disparado, y el
gobierno se ha vuelto más audaz en sus actividades conjuntas con estados
peligrosos como Corea del Norte.
Venezuela es también más brutal desde
que Obama intentó mejorar las relaciones con Hugo Chávez en 2009.
Recientemente, el Departamento de Estado ha pasado meses titubeando
sobre “diálogos” entre la asediada oposición y el régimen militar del
país respaldado por Cuba, cuando Washington pudo haber estado aumentando
la presión internacional para un regreso a la democracia.
El apoyo de Obama al acuerdo entre
Colombia y las FARC completa la trifecta latinoamericana. En 2009,
Colombia estaba unida contra las FARC y celebrando su casi derrota en el
campo de batalla liderada por el presidente Álvaro Uribe Vélez.
Ahora el país está siendo dividido por
la firma del acuerdo, que es prácticamente una rendición, y por tácticas
de intimidación maliciosas del gobierno diseñadas para silenciar a
quienes disienten y obligar a los colombianos a tragarse el pacto. El
presidente Santos está abiertamente comprando votos al prometer a
poblaciones alrededor del país de que si votan por el “sí” canalizará
fondos del gobierno a sus municipios. Puede que el mandatario tenga
suficientes trucos electorales bajo la manga para producir una
declaración de victoria oficial. Pero solo un tonto creería que
producirá la paz.
Los colombianos no confían en Santos
porque el presidente tiene problemas para cumplir su palabra, decir la
verdad y ajustarse a la ley. He sido testigo de primera mano de esto.
Hablé por teléfono con él en septiembre
de 2012, justo después de que filtraciones de prensa lo obligaron a
admitir que había estado negociando con las FARC en Cuba por casi un
año. Había promedio públicamente que nunca negociaría hasta que las FARC
dejaran las armas.
En nuestra conversación telefónica, dijo
que cualquier acuerdo con las FARC estaría sujeto a aprobación de los
colombianos en un referendo. Este proceso, como se define en Colombia,
consistiría de varias preguntas para permitir que el electorado
rechazara aspectos del acuerdo.
Pero cuando el presidente se dio cuenta
de que si los colombianos tenían el poder de decidir sobre su propio
destino, no aceptarían las exigencias de las FARC, incumplió su promesa.
El mandatario anunció que en su lugar realizaría un plebiscito con una
sola pregunta a favor o en contra de la totalidad del acuerdo.
Dada su amplia impopularidad, era poco
probable que el plebiscito de Santos obtuviera el 50% de participación
necesario para ser válido. Así que realizó otro truco al lograr que el
Congreso colombiano redujera el umbral de participación necesario a 13%.
La Corte Constitucional, que se inclina
hacia la izquierda, permitió todo esto. Pero también dijo que la
pregunta de la consulta no podía ser redactada en términos de votar a
favor o en contra del acuerdo de paz. Santos respondió que podía hacer
la pregunta como quisiera.
El acuerdo consta de 297 páginas y no es
especulación sugerir que pocos colombianos lo leerán. En lugar de eso,
tendrán que responder a la pregunta de “¿Apoya usted el acuerdo final
para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y
duradera?”. Como lo ha observado el ex viceministro de Justicia Rafael
Nieto, la redacción viola directamente la orden de la Corte
Constitucional. También evita mencionar tanto a las odiadas FARC como al
poco popular Santos. Tal vez más indignante es el hecho de que engaña
al púbico sobre las posibilidades de paz, porque los disidentes de las
FARC, sus socios delincuentes en el negocio del narcotráfico y el otro
grupo guerrillero, el ELN, seguirán activos.
La familia criminal de los Castro quiere
a toda costa este acuerdo, lo cual puede ser la única forma de explicar
por qué Obama quiere ponerle el sello de aprobación de EE.UU.
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