Por Enrique Fernández García
El
sistema de represiones vigente en cada sociedad reposa sobre ese
conjunto de inhibiciones que ni siquiera requieren el asentimiento de
nuestra conciencia.
Octavio Paz
En todo tiempo y espacio, los individuos
cuentan con alternativas para tomar decisiones que satisfagan sus
necesidades. A diario, sin cesar, aunque no seamos conscientes de
aquello, es posible transitar distintos caminos, emplear varias vías que
permitan nuestro bienestar. Lo mismo sucede a nivel colectivo. Porque,
mediante sus integrantes, las sociedades tienen la opción de considerar
diversos planes, proyectos, principios e ideales. Está claro que, a
partir de su inclinación mayoritaria, la realidad, tanto presente como
futura, puede ofrecernos un panorama óptimo, decente, aceptable o
pésimo. Esto último se daría, por ejemplo, cuando, en lugar de
resguardar la libertad, los ciudadanos procurasen su eliminación. La
historia enseña que esto es factible; sin embargo, el fenómeno no deja
de ser sorprendente.
Es difícil imaginar un hombre que se
incline orgullosamente por la esclavitud. Hablo de personas que, sin
tener problemas psiquiátricos, ansíen su cautiverio. Perder la
posibilidad de actuar con autonomía, sin cargas que impongan el
sometimiento a las disposiciones del prójimo, no es un estado ideal. Es
verdad que la situación del amo difiere de aquélla protagonizada por
quienes acarrean los grilletes o soportan el látigo. En esa relación de
poder, como se conoce, una parte podría decantarse por preservar un
sistema donde los privilegios que sustentan su mando permanezcan
invariables. Con todo, incluso ese ánimo de dominio no parece
constituirse en un atributo que, sin importar las circunstancias, nos
caracterice. El agotamiento de nuestros días muestra un trayecto que
tiene una meta distinta, en la cual los servilismos deberían ser
accidentales, involuntarios, trágicos.
Ahora bien, esa libertad puede ser
objeto de preferencia o elección. Según Risieri Frondizi, preferir no
implica un conocimiento acerca del valor de algo que buscamos. Se trata
de un acto que no demanda ningún razonamiento serio, menos todavía
profundo; al contrario, puede obedecer a reacciones instintivas. El
elector tiene un tipo de actitud que resulta diferente. Antes de adoptar
alguna determinación, esa persona discurre sobre su carácter superior,
puesto que las otras propuestas quedarán relegadas. Su juicio final
será, por tanto, el producto de una deliberación que sea convincente.
Así, en su criterio, el simple gusto no es fundamental para orientarlo
al respecto ni, peor aún, a los semejantes.
Si atendemos esa distinción de Frondizi,
está claro que preferir la libertad es insuficiente. Cuando el motivo
de su escogimiento es tan rudimentario, privado del menor fundamento, no
pesaría mucho perderla. Su amparo exige que haya una reflexión capaz de
sustentar esa resolución en cualquier campo. Pero tampoco basta con que
nos limitemos a elegir ese valor, pues, sin un sistema adecuado para su
salvaguarda, nuestra toma de posición puede ser intrascendente.
Correspondería, en consecuencia, que complementásemos esa elección con
un compromiso: la defensa del liberalismo. Es la derivación razonable de
respaldar una línea que sea indiscutiblemente contraria a toda
servidumbre. No se halla otra doctrina que nos depare lo necesario para
consolidar ese impulso de soberanía, esa propensión favorable a nuestra
felicidad. Aclaro que esto no debe ser entendido como una invitación al
fanatismo. Los seguidores de esta indeseable calaña no guardan relación
con nuestra postura. La condición de hombres libres conlleva también ese
deber, propio del sujeto a quien no gobiernan las vísceras.
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