Johan Norberg sostiene que a pesar de que
muchos se dejan llevar por los titulares negativos que abundan en la
prensa global, los datos aportan evidencias contundentes de que la
humanidad nunca ha estado más segura, saludable y próspera.
El pesimismo conecta con el público. Una encuesta de YouGov concluyó que tan solo 5 por ciento de los británicos piensan que el mundo, considerando todas las cosas, está mejorando. Usted creería que los estadounidenses, quienes son crónicamente alegres, serían más optimistas —bueno, sí, 6 por ciento de ellos creen que el mundo está mejorando. Más estadounidenses creen en la astrología y en la reencarnación que en el progreso.
Si usted cree que nunca ha habido un mejor tiempo para estar vivo —que la humanidad nunca ha estado más segura, saludable, más próspera y menos desigual— entonces usted se encuentra en la minoría. Pero eso es lo que la evidencia muestra de manera incontrovertible. La pobreza, la desnutrición, el analfabetismo, el trabajo infantil y la mortalidad infantil están todas cayendo más rápido que en cualquier otra época en la historia humana. El riesgo de encontrarse en una guerra, sujeto a una dictadura o muriendo en un desastre natural es más bajo que nunca. La era de oro es ahora.
Estamos hechos para no creer en esto. Hemos evolucionado hasta volvernos sospechosos e inquietos: el miedo y la preocupación son herramientas de supervivencia. Los cazadores y recolectores que sobrevivieron tormentas repentinas y los depredadores eran los que tenían una tendencia de observar el horizonte y buscar en él nuevas amenazas, en lugar de descansar y disfrutar de la vista. Ellos nos dejaron a nosotros sus genes de stress. Por eso es que encontramos los relatos acerca de las cosas que van mal mucho más interesantes que los relatos acerca de las cosas que van bien. Esta es la razón por la que las malas noticias venden y los periódicos están llenos de ellas.
Los libros que dicen que el mundo está más o menos condenado también venden bien. Yo acabo de intentar hacer lo contrario. He escrito un libro llamado Progreso, acerca de los triunfos de la humanidad. Está escrito en parte como una advertencia: cuando no vemos el progreso que hemos logrado, empezamos a buscar chivos expiatorios por los problemas que todavía existen. Algunas veces, en el pasado y quizás hoy, hemos sido muy rápidos para decidir probar nuestra suerte con demagogos que ofrecen soluciones simples para hacer nuestras naciones grandiosas nuevamente —ya sea nacionalizando la economía, bloqueando las importaciones o expulsando a nuestros inmigrantes. Si creemos que no tenemos nada que perder al hacerlo, es porque nuestras memorias son defectuosas.
Considere el año 1828, cuando la revista The Spectator fue publicada por primera vez. La mayoría de las personas en Gran Bretaña vivían entonces en lo que ahora es considerada la pobreza extrema. La vida era desagradable (las personas todavía arrojaban sus desperdicios por la ventana), ruda (los cadáveres todavía se exhibían en horcas) y breve (en promedio duraba 30 años). Pero incluso en ese entonces las cosas habían estado mejorando. La primera edición de otro periódico del mismo nombre fue publicada en 1711 en una Gran Bretaña donde las personas sobrevivían con menos calorías promedio que aquellas que obtiene un niño promedio en la África Sub-Sahariana de hoy.
Karl Marx pensó que el capitalismo inevitablemente hacía a los ricos más ricos y a los pobres más pobres. Pero cuando Marx murió, sin embargo, el inglés promedio era tres veces más rico que cuando él nació, 65 años antes —nunca antes había la población experimentado algo así.
Ahora avancemos rápido hasta 1981. En ese entonces, casi nueve de cada diez chinos vivían en la pobreza extrema; ahora solo uno de cada diez vive así. En ese año, solo la mitad de la población mundial tenía acceso a agua potable. Ahora, 91 por ciento de la población lo tiene. En promedio, eso significa que 285.000 personas adicionales han adquirido acceso al agua potable cada día, durante los últimos 25 años. El comercio global ha conducido a una expansión de la riqueza de tal magnitud que es difícil de comprender. Durante los 25 años desde que se acabó la Guerra Fría, la riqueza económica global —o el PIB per cápita— ha aumentado casi tanto como lo hizo en los 25.000 años anteriores. No es coincidencia que dicho crecimiento haya venido de la mano del gobierno por la gente para la gente. Hace un cuarto de siglo, casi la mitad de los países del mundo eran democracias. Hoy, casi dos tercios lo son. Decir que la libertad todavía está marchando es una sutileza.
Parte de nuestro problema es nuestro éxito. Conforme nos enriquecemos, nuestra tolerancia de pobreza global disminuye. Así que nos enfurecemos más acerca de las injusticias. Las caridades con justa razón desean levantar fondos, así que llaman nuestra atención hacia los problemas de los más pobres del mundo. Pero desde que se acabó la Guerra Fría, la pobreza extrema ha caído de 37 por ciento a 9,6 por ciento —se encuentra en un solo dígito por primera vez en la historia.
Esto no ha sucedido mediante la destrucción de la clase media occidental. Los tiempos han sido difíciles desde la crisis financiera, pero a pesar de todo lo que se dice acerca de los estadounidenses “que se quedaron atrás”, el ingreso medio para los hogares de ingreso bajo y medio en EE.UU. ha aumentado en un 30 por ciento desde 1970. Y esto excluye todas las cosas a las que no se le puede poner un precio, como los avances en la medicina, unos 10 años adicionales de expectativa de vida, el Internet, el entretenimiento masivo, y aire y agua más limpios.
Hablando del agua, Disraeli describió al Tames como “una piscina oscura apestando con horrores inefables e intolerables”. Tan tarde como 1957, el río fue declarado biológicamente muerto. Hoy, está vigorosamente sano y contiene un sinnúmero de especies distintas de peces. La idea de que el medio ambiente limpio como un lienzo está siendo constantemente echado a perder por la humanidad es simplista y equivocada. Conforme nos volvemos más ricos, también nos hemos vuelto más limpios y verdes. La cantidad de petróleo derramado en nuestros océanos ha disminuido en un 99 por ciento desde 1970. Los bosques están resurgiendo, incluso en países emergentes como la India y China. Y la tecnología está ayudando a mitigar los efectos del calentamiento global.
Partes del mundo están cayéndose en pedazos, pero menos partes que antes. Los conflictos siempre acaparan los titulares, así que asumimos que nuestra era está plagada de violencia. Nos obsesionamos acerca de nuevas o continuas peleas, como la terrible guerra civil en Siria —pero olvidamos los conflictos que han terminado en países como Colombia, Sri Lanka, Angola y Chad. Recordamos las guerras recientes en Afganistán e Irak, que han matado a alrededor de 650.000 personas. Pero nos cuesta recordar que dos millones de personas murieron en conflictos en esos países durante la década de 1980. La amenaza de los terroristas yihadistas es nueva y terrorífica —pero los musulmanes matan a relativamente pocas personas. Los europeos incurren en un riesgo 30 veces mayor de ser asesinados por un homicida “normal” —y la tasa de homicidio en Europa se ha reducido a la mitad en solo dos décadas.
Desde casi cualquier ángulo, los seres humanos hoy viven vidas más prósperas, seguras y largas —y tenemos todos los datos que necesitamos para comprobarlo. Entonces, ¿por qué todos siguen convencidos de que al mundo le va cada vez peor? Porque eso es a lo que le prestamos atención, siendo nerviosos de pura sangre como somos. Los psicólogos Daniel Kahneman y Amos Tyersky han demostrado que la gente no basa sus presunciones en qué tan frecuentemente algo pasa, sino en qué tan fácil es recordar ejemplos de ello. Esta “heurística de la disponibilidad” significa que mientras más memorable es un asunto, pensaremos que es más probable. Y, ¿qué es más memorable que el horror? ¿Qué recuerda mejor: el relato de su vecino acerca de un restaurante decente que sirve un excelente caldo de cordero, o su advertencia acerca del lugar en el que fue envenenado y vomitó encima de la esposa de su jefe?
Las malas noticias ahora viajan mucho más rápido. Tan solo hace unas pocas décadas, usted leería que una ciudad asiática con más de 100.000 personas fue destruida en un ciclón en una pequeña noticia en la página 17. Nunca hubiésemos escuchado acerca de los asesinos en serie de Birmania. Ahora vivimos en una era con prensa global y cámaras de iPhones en todas partes. Como siempre hay un desastre natural o un asesino en serie en alguna parte del mundo, estas noticias siempre liderarán el ciclo de noticias —dándonos la impresión equivocada de que esto es ahora algo más común que antes.
La nostalgia también es biológica: conforme envejecemos, asumimos más responsabilidad y podemos tender la tendencia a mirar atrás hacia una juventud libre de preocupaciones. Es fácil confundir los cambios en nosotros mismos con los cambios en el mundo. Muchas veces cuando le pregunto a la gente acerca de una era ideal, el momento en la historia mundial en la que ellos creen que fueron más armoniosos y felices, ellos responden que fue la época en la que ellos crecieron. Describen una época antes de que todo se volviera confuso y peligroso, antes de que los jóvenes se volvieran rudos, o escucharan música fea, o dejaran de leer libros para poder simplemente jugar a Pokémon Go.
El historiador cultural Arthur Freeman observó que “prácticamente toda cultura, pasada o actual, ha creído que los hombres y las mujeres no están al nivel de los estándares de sus padres y antecesores”. ¿Es una coincidencia que el mundo occidental está experimentando una gran ola de pesimismo en el momento en que la generación “Baby-Boom” se está jubilando?
Entonces, ¿quién dijo esas palabras al inicio de este artículo, acerca de que “hemos caído en tiempos nefastos”? No fue Trump. No fue Farage. Hace un siglo, un profesor estadounidense los encontró inscritos en una piedra en un museo de Constantinopla. Él fija la fecha de su escritura en la Chaldea antigua, 3.800 años antes de Cristo.
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