Robert J. Shiller
Robert J. Shiller, a 2013 Nobel
laureate in economics, is Professor of Economics at Yale University and
the co-creator of the Case-Shiller Index of US house prices. He is the
author of Irrational Exuberance, the third edition of which was published in January 2015, and, most recently, Phishing for P… read more
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HAVEN – En los últimos siglos, el mundo pasó por una serie de
revoluciones intelectuales contra diversos modos de opresión. Estas
revoluciones actúan en las mentes de las personas, y se extienden a la
mayor parte del mundo no por medio de la guerra (que generalmente tiene
múltiples causas) sino a través del lenguaje y las tecnologías de la
comunicación. Llega un punto en que las ideas que promueven (a
diferencia de las causas de la guerra) se tornan indiscutibles.
Creo
que la siguiente revolución de esa índole, previsible para algún
momento del siglo XXI, pondrá en entredicho las implicaciones económicas
de la idea de nación‑Estado. Se centrará en la injusticia derivada del
hecho de que por mero azar, algunos nacen en países pobres y otros en
países ricos. Una injusticia que nos afecta, conforme cada vez más
personas trabajan para empresas multinacionales y tienen ocasión de
conocer a gente de otros países.
No es nada nuevo. En su libro 1688: la primera revolución moderna,
el historiador Steven Pincus explica con buenos argumentos por qué no
hay que entender la llamada “Revolución Gloriosa” como el derrocamiento
de un rey católico a manos del parlamento inglés, sino más bien como el
principio de una revolución mundial de la justicia. No pensemos en
campos de batalla; pensemos en cambio en los cafés, que se hicieron
populares por aquella época, con sus periódicos gratuitos de uso
compartido: lugares de comunicación elaborada. Ya mientras sucedía, la
Revolución Gloriosa señaló claramente el inicio de una apreciación
mundial de la legitimidad de grupos de personas que no comparten la
“unidad ideológica” exigida por una monarquía fuerte.
El ensayo El sentido común
de Thomas Paine (enorme éxito de ventas en las Trece Colonias
norteamericanas tras su publicación en enero de 1776), fue el inicio de
otra de esas revoluciones, que no es idéntica con la Guerra de
Independencia contra Gran Bretaña que comenzó poco después (y que tuvo
varias causas). Es imposible medir el alcance de la obra de Paine,
porque además de quienes la compraron, muchos otros la escucharon
recitar en iglesias y reuniones. El escrito supuso el rechazo definitivo
de la presunta superioridad moral de las monarquías hereditarias, algo
en lo que la mayor parte del mundo hoy coincide, incluida Gran Bretaña.
Lo mismo puede decirse de la abolición gradual de la esclavitud, que no fue tanto resultado de una guerra, sino del creciente reconocimiento popular
de su crueldad e injusticia. Los levantamientos de 1848 en toda Europa
fueron en gran medida una protesta contra leyes electorales que
reservaban para una minoría de los hombres (propietarios o aristócratas)
el derecho al voto. Poco tiempo después, llegó también el sufragio
femenino. Los siglos XX y XXI trajeron consigo la extensión de los
derechos civiles a las minorías raciales y sexuales.
Todas
las “revoluciones de la justicia” pasadas nacieron de mejoras de las
comunicaciones. Para mantenerse, la opresión necesita lejanía: la
imposibilidad de conocer o ver al oprimido.
La
próxima revolución no pondrá fin a todas las diferencias derivadas del
lugar de nacimiento, pero atemperará algunos de los privilegios de la
nacionalidad. Aunque el aumento mundial de la xenofobia parece apuntar
en la dirección contraria, la extensión de las comunicaciones hará
crecer el sentido de la injusticia, hasta que llegará un momento en que
el reconocimiento del mal hará inevitable el cambio.
Por
ahora, este reconocimiento todavía debe competir con poderosos impulsos
patrióticos enraizados en un contrato social entre los ciudadanos
nativos, que pagaron impuestos por muchos años o cumplieron el servicio
militar para construir o defender lo que veían como algo exclusivamente
propio. La liberación total de la inmigración podría verse como
incumplimiento del contrato.
Pero
es probable que los pasos más importantes para resolver la injusticia
derivada del lugar de nacimiento no tengan que ver con la inmigración,
sino con fomentar la libertad económica.
En 1948, Paul A. Samuelson demostró lúcidamente, con su “teorema de igualación de precio de los factores”,
que en condiciones de libre comercio ilimitado sin costos de transporte
(y con otros supuestos ideales), las fuerzas del mercado igualarían en
todo el mundo los precios de todos los factores de producción, entre
ellos el salario percibido por cualquier tipo de trabajo estandarizado.
En un mundo ideal, las personas no tendrían que irse a otro país para
ganar más; lo único que necesitarían es poder participar en la
producción de bienes o servicios que se comercien internacionalmente.
Conforme
la tecnología reduce a casi nada el costo del transporte y la
comunicación, alcanzar esta igualdad es cada vez más factible, pero
demanda eliminar viejas barreras y prevenir la construcción de otras
nuevas.
Dos tratados de libre comercio recientes en discusión, el Acuerdo Transpacífico y la Asociación Transatlántica de Comercio e Inversión,
han chocado con el intento de grupos de presión de desvirtuarlos al
servicio de sus propios intereses. Pero en definitiva, necesitamos (y
probablemente tendremos) acuerdos de esa naturaleza, incluso mejores.
Para
que la igualdad de precio de los factores sea posible, se necesita una
plataforma estable que permita a la gente desarrollar una carrera real y
duradera en conexión con un país distinto al de residencia. Además,
dentro de las naciones‑Estado actuales hay perjudicados por el comercio internacional a los que hay que proteger. En Estados Unidos, desde 1974 existe un programa de Asistencia para el Ajuste Ocupacional (TAA). Canadá experimentó en 1995 con un proyecto de complementación de ingresos. En Europa, existe el Fondo de Adaptación a la Globalización,
iniciado en 2006, con un minúsculo presupuesto anual de 150 millones de
euros (168,6 millones de dólares). El presidente estadounidense Barack Obama propuso ampliar el programa TAA. Pero hasta ahora, no hubo mucho más que experimentos o propuestas.
Al
final, es probable que la próxima revolución surja de las interacciones
diarias con extranjeros en Internet, que nos muestran que son personas
inteligentes y decentes a las que el mero azar llevó a vivir en la
pobreza. Esto debería ser motivo suficiente para la firma de tratados
comerciales mejorados, con la posible creación de mecanismos de
seguridad social de mucho mayor alcance que los actuales para proteger a
los habitantes de cada país durante la transición a una economía global
más justa.
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