Por Alberto Benegas Lynch (h)
Resulta paradójico en verdad que se diga
que la suficiente difusión de las buenas ideas son el único camino para
retomar un camino de cordura y, sin embargo, se concluye que es
altamente inconveniente pretender expresarlas ante multitudes. Parecería
que estamos frente a un callejón sin salida, pero, mirado de cerca,
este derrotismo es solo aparente.
Muchas han sido las obras que directa o indirectamente aluden a este fenómeno. Tal vez las más conocidas sean The Loney Crowd de David Reisman, The Courage to Create de Rollo May, La rebelión de las masas de Ortega, la horripilante antiutopía de Huxley (especialmente en su versión revisada) y, sobre todo, La psicología de las multitudes de Gustave Le Bon.
Ortega escribe en el prólogo para
franceses de la obra mencionada, (once años después de publicada) que
“mi trabajo es oscura labor subterránea de minero. La misión del
intelectual es, en cierto modo, opuesta a la del político. La obra
intelectual aspira, con frecuencia en vano, a aclarar un poco las cosas,
mientras que el político suele, por el contrario, consistir en
confundirlas más de lo que estaban” y en el cuerpo del libro precisa que
en el hombre masa “no hay protagonistas, hay coro” y en el apartado
titulado “El mayor peligro, el Estado” concluye que “El resultado de
esta tendencia será fatal. La espontaneidad social quedará violentada
una vez y otra por la intervención del Estado; ninguna nueva simiente
podrá fructificar. La sociedad tendrá que vivir para el Estado; el
hombre, para la máquina del Gobierno”.
Po su parte, Le Bon -autor también de La psicología del socialismo sistema al cual tendería el poder de las muchedumbres y La civilización de los árabes donde
pone de manifiesto las extraordinarias contribuciones que en su momento
realizó esa civilización en cuanto a tolerancia religiosa, derecho,
medicina, arquitectura, economía, música, filosofía y gastronomía- en el
trabajo citado sobre las multitudes afirma que “las transformaciones
importantes en que se opera realmente un cambio de civilización, son
aquellas realizadas en las ideas” pero que, al mismo tiempo, “poco aptas
para el razonamiento, las multitudes son, por el contrario, muy aptas
para la acción” y, en general, “solo tienen poder para destruir” puesto
que “cuando el edificio de una civilización está ya carcomido, las
muchedumbres son siempre las que determinan el hundimiento” ya que “en
las muchedumbres lo que se acumula no es el talento sino la estupidez”.
Entonces, como enfrentar la disyuntiva.
Los problemas sociales se resuelven si se entienden y comparte las ideas
y los fundamentos de la sociedad abierta pero frente a las multitudes
la respuesta no solo es negativa porque la agitación presente en las
muchedumbres no permite digerir aquellas ideas, sino que necesariamente
el discurso dirigido a esas audiencias demanda buscar el mínimo común
denominador lo cual baja al sótano de las pasiones. Como explica Ortega
en la obra referida, “el hombre-masa ve en el Estado un poder anónimo y
como él se siente a si mismo anónimo -vulgo- cree que el Estado es cosa
suya” y lo mismo señala Hayek en Camino de servidumbre en el capítulo titulado “Porqué los peores se ponen a la cabeza”.
Desde luego que, como hemos apuntado en
otras ocasiones, la paradoja no se resuelve repitiendo los mismos
procedimientos puesto que naturalmente los resultados serán los mismos.
El asunto es despejar telarañas mentales y proponer otros caminos para
consolidar la democracia y no permitir que degenere el cleptocracias
como viene ocurriendo de un largo tiempo a esta parte.
En este sentido, hemos tomado las ideas
de varios intelectuales de fuste que sugieren adoptar diversos métodos a
través de los cuales se agregan vallas de peso para limitar el poder.
Si lo sugerido no se acepta deben adoptarse otras medidas pero no
quedarse de brazos cruzados esperando magias de la más baja estofa. Uno
de los puntos que hemos reiterado es la propuesta de Montesquieu en el
capítulo segundo del libro segundo de su El espíritu de las leyes
donde escribe que “el sufragio por sorteo está en la índole de la
democracia” a lo que puede añadirse con provecho la idea propuesta por
Edmund Randolph y Elbridge Gerry en la Convención Constituyente
estadounidense en cuanto al establecimiento de un triunvirato en el
Poder Ejecutivo con lo que, además de los incentivos que genera el
sorteo para que se limite el poder (ya que cualquiera que se postule
puede eventualmente acceder al cargo), desaparecen en esta área los
discursos demagógicos de energúmenos gritones, enojados y transpirados
dirigidos a multitudes vociferantes y el se abrirían espacios
adicionales para que el debate de ideas se circunscriba a audiencias
interesadas en mejorar la marca y no en corear lugares comunes alejados
de la excelencia.
La perfección no está al alcance de los
mortales, de lo que se trata en esta instancia del proceso electoral es
minimizar los desbordes del Leviatán. Tal como ha dicho John Stuart
Mill “toda buena idea pasa por tres etapas: la ridiculización, la
discusión y la adopción” el asunto es no tener miedo a lo “políticamente
incorrecto” y actuar conforme a la honestidad intelectual y, desde
luego, estar abierto a enmiendas pero no quedarse paralizado esperando
un milagro para revertir los problemas que a todas luces son provocados
por deficiencias institucionales que surgen de incentivos perversos en
cuanto a coaliciones y alianzas que desnaturalizan la idea original de
proteger derechos de la gente.
Hay quienes en vista de este panorama la
emprenden irresponsablemente contra la democracia sin percatarse que en
esta etapa cultural la alternativa a la democracia es la dictadura con
lo que la prepotencia se arroga un papel avasallador y se liquidan las
pocas garantías a los derechos que quedan en pie. Confunden el ideal
democrático cuyo eje central es el respeto de las mayorías por el
derecho de las minorías, con lo que viene ocurriendo situación que nada
tiene que ver con la democracia sino más bien con dictaduras electas.
Como también hemos subrayado antes, en
última instancia, los políticos son cazadores de votos (son cuasi
megáfonos) por lo que están inhibidos de pronunciar discursos que los
votantes no comprenden y, en su caso, no comparten. Para abrirles un
plafón a los políticos al efecto de que puedan modificar la
articulación de sus discursos, es menester trabajar sobre las ideas para
que la opinión pública cambie la dirección de sus demandas, alejados de
muchedumbres que exigen frases cortas y lugares comunes que no admiten
razonamientos serios.
Y para fortalecer las ideas lo último que se necesita es un líder puesto que, precisamente, cada uno debe liderarse a sí mismo lo cual es completamente distinto de contar con ejemplos
que es muy distinto por la emulación a que invitan no solo en el
terreno de las ideas sino en todos los aspectos de la vida (esto a pesar
de los múltiples cursos sobre liderazgo que, en el sentido de mandar y
dirigir, están fuera de lugar, incluso en el mundo de los negocios donde
se ha comprendido el valor de la dispersión del conocimiento y el daño
que hace el énfasis en el verticalismo).
Para terminar, relato una anécdota al
efecto de ilustrar lo que ocurre con una persona atenta a ideas
distintas y, sobre todo, honesta intelectualmente. En una oportunidad
cuando diserté en la Universidad de las Américas en Washington DC, como
un anexo al programa de disertantes sobre economía y ciencia política,
la embajada argentina pidió autorización para que hablara el agregado
militar a esa embajada. Así, hizo uso de la palabra el general Jorge
Martínez Quiroga quien se refirió al terrorismo en la Argentina.
Para mi sorpresa en su presentación no
mencionó a los Montoneros. Luego de la disertación, en el período de
preguntas, le dije a Ricardo Zinn, quien estaba sentado al lado mío, que
no se podía dejar pasar esa grave omisión, con lo cual estuvo de
acuerdo. Entonces pedí la palabra y le expresé al referido general que
me llamaba la atención que no haya aludido a ese grupo terrorista, más
habiendo asesinado a su camarada de armas el general Pedro Eugenio
Aramburu. La respuesta fue muy insatisfactoria y plagada de
ambigüedades, vacilaciones y nerviosismos. Luego del acto, el general
Martínez Quiroga me llamó al efecto de mostrar su disgusto con mi
reflexión pública y agregó que tenía expresas instrucciones del general
Videla, entonces presidente de facto de la nación, de que no
mencionara al peronismo en el contexto de la agresión terrorista de
Montoneros (en esa breve y agitada conversación me percaté de sus ideas
nacionalistas-estatistas).
Al tiempo, ya en la Argentina,
curiosamente me invitó a almorzar el general Martínez Quiroga quien
había sido designado Director de la Escuela de Defensa Nacional,
almuerzo que se prolongó hasta bien entrada la tarde y que se repitió
dos veces más. Llamativamente para mí, después de transcurridos unos
meses del último almuerzo me designó profesor titular de economía en la
institución que dirigía a la cual asistían civiles y militares, donde en
el ejercicio de la cátedra tuve varias trifulcas con algunos
participantes. A partir de esa época, el general Martínez Quiroga
comenzó a asistir a todos los actos académicos de colación de grados en
ESEADE al efecto de escuchar al profesor invitado de la ocasión y, más
adelante, escribió un libro titulado El Poder que me envió con
una muy afectuosa dedicatoria. En otros términos, una persona que venía
de una tradición ubicada en las antípodas del liberalismo, fue
modificando su pensamiento en una forma que puso de manifiesto su
honestidad intelectual a pesar de verse comprometido en posturas
contrarias a las que sustentaban sus jefes. Hablamos con él de los
bochornosos e inaceptables procedimientos a que se recurrió en nuestro
país en la lucha antiterrorista.
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