Por Álvaro Vargas Llosa
Por donde uno mire, arrecia el populismo.
En Estados Unidos, domina la
campaña electoral, a derecha (Donald Trump) e izquierda (Bernie Sanders y
las importantes concesiones que ha tenido que hacer Hillary Clinton por
obra suya).
En Europa, ejercen poderosa influencia
-cuando no están en el gobierno- movimientos de izquierda o derecha de
estirpe populista: en los países mediterráneos y sureños están, entre
otros, Podemos (España), el Movimiento 5 Estrellas (Italia) y Syriza
(Grecia); más al norte están Ukip (Reino Unido), Alternativa por
Alemania, el Frente Nacional (Francia), el Partido por la Libertad
(Holanda), el Partido de la Libertad (Austria), el Partido del Pueblo
(Suiza), el Partido Popular (Dinamarca) y los Auténticos Finlandeses ;
en la parte centro-oriental, destacan las huestes de Viktor Orbán
(Hungría) y las de Ley y Justicia (Polonia) o las del rockero Pawel
Kukiz (también Polonia) y el Partido Popular Nuestra Eslovaquia.
En Asia no se quedan atrás: el Premier
japonés, Shinzo Abe, lidera la corriente populista de derecha del
principal partido, que no es normalmente populista, y el líder filipino
Rodrigo Duterte está causando estragos en las relaciones exteriores y
los organismos internacionales con un populismo altamente rentable en
casa.
Cuando en América Latina asistimos al
desfondamiento del populismo de la última década y media, en el mundo
más desarrollado campea.
Me apresuro a decir lo obvio: ni todos
los mencionados son populistas en el mismo grado, ni todos los rasgos
ideológicos son comunes. Algunos son una amenaza a las instituciones
liberales y democráticas, otros menos. Pero todos tienen elementos
populistas significativos y expresan algo de los tiempos que corren.
Es imposible una definición
perfectamente abarcadora del populismo. Algo del populismo de nuestros
días, me parece, queda bien recogido en una definición que dio hace
mucho tiempo el sociólogo estadounidense Edward Shils: “…una ideología
del resentimiento popular contra el orden impuesto…por una clase
diferenciada…que se cree que monopoliza el poder y la cultura”. Yo
matizaría que la clave está no en que monopoliza el poder y la cultura,
sino en que en un momento dado esa pasa a ser la percepción de mucha
gente.
No debe extrañar la dificultad en
definirlo: el populismo es, históricamente, un abanico amplio. Uno de
los primeros populismos fue el de los intelectuales “Narodnik”, en la
Rusia del siglo 19, con su idea romántica del campesinado y el
socialismo; también en Estados Unidos tuvo un acento agrarista en el
siglo 19: estuvo centrado en cooperativas rurales que desconfiaban de la
industria y las finanzas. Pero en los años 30, en la Europa de la
posguerra y la Gran Depresión, fue sobre todo urbano y fascista. En
la América Latina de los 50 y 60, fue también urbano (urbano-marginal,
diría un sociólogo) y careció de ideología definida; estuvo, por
ejemplo, encarnado en el peronismo. En los Estados Unidos de los años 50
fue sobre todo ideológico y anidó en el macarthismo anticomunista.
En los 70 y 80 hubo un populismo “light”
en Europa, con resonancias ecologistas y antinucleares; en los 90 el
populismo tuvo un componente liberal antiburocrático en la propia Europa
y se enfrentó al estatismo de Bruselas, mientras que hoy en el Viejo
Continente tiene más que ver con la xenofobia y el resentimiento
económico. En América Latina, la última década y media estuvo signada en
parte por el populismo chavista o aliado del chavismo, en el que fue
determinante, además del rencor de clase, la cornucopia de los
“commodities”.
El fenómeno Trump, y en medida
importante el de Bernie Sanders, han instalado hoy a Estados Unidos en
el mapa populista, y vaya de qué manera. Se mezclan, en el ánimo de
millones de estadounidenses que nutren estas corrientes,
algunas causas de larga data -el declive de las manufacturas
estadounidenses, el desplazamiento o dislocación de los trabajadores
menos cualificados, la desaceleración de la productividad, la China
emergente- con otras de naturaleza más reciente y concentrada: en
especial, la Gran Recesión, que no acaba de disiparse.
Cuando estalló la burbuja inmobiliaria y
crediticia norteamericana, la reacción popular se dirigió contra los
bancos que habían relajado los estándares a la hora de hacer préstamos,
las calificadoras que habían avalado papeles de poca calidad y políticos
que habían mantenido las tasas de interés muy bajas y fomentado el
acceso a la propiedad a como diera lugar. Desde la izquierda, la
indignación se tradujo en una exigencia de reformas y castigos contra
las instituciones privadas; desde la derecha, en un reclamo de bajos
impuestos, menos regulación y reducción del gasto público. Pero los dos
partidos no estuvieron a la altura del reclamo, por tanto, surgieron,
tanto desde su exterior como al interior de las organizaciones mismas,
movimientos radicalizados que sumaron a sus reclamos un resentimiento
contra el “establishment” político, incluidos sus propios líderes más
tradicionales (Obama fue visto como un traidor por muchos demócratas
y liberales en el sentido estadounidense del término, mientras que los
líderes republicanos del Congreso fueron despreciados por haber
traicionado, ellos también, a su base haciendo componendas con el
gobierno demócrata).
Esas pasiones diluyeron entonces el
aspecto puramente ideológico del populismo estadounidense, lo que
permitió añadir complejidad y diversidad a las corrientes contestarias.
No sorprende que en ese ambiente las fronteras entre el populismo de
izquierda y el de derecha se difuminaran, creándose un espacio común:
así, el proteccionismo de Trump y el de Sanders (y, ahora, a la fuerza,
el de Clinton) se parecen mucho. En el caso de la inmigración no hay
coincidencias directas, pues Trump es implacablemente crítico de ella (a
pesar de que ha disminuido en los últimos años y de que ahora ingresan
más inmigrantes asiáticos que los hispanos) y los populistas demócratas
no, pero hay vasos comunicantes más sutiles: el proteccionismo
de izquierda ve al mundo exterior como una amenaza a su bienestar
económico; de allí a desconfiar de la inmigración no hay un salto muy
grande.
En Europa, muchos de los factores
detrás del auge del populismo estadounidense también se pueden rastrear,
pero se añaden otros. Un elemento que es particularmente peligroso es
la inclinación por la democracia plebiscitaria en sustitución de la
representativa. Los referéndums (ha habido 50 literalmente desde la
creación de la Unión Europea) son el arma preferida hoy de los
populistas que tienen algún entredicho con la construcción europea). En
ese sentido, quieren reemplazar a John Locke por Jean-Jacques Rousseau.
Como en Estados Unidos, las causas de
larga data se mezclan con las recientes. El populismo de Europa
centro-oriental viene de finales los años 80 y prácticamente coincide
con la transición del comunismo a la democracia, proceso en el que
muchos grupos nacionalistas surgieron con fuerza después de haber estado
suprimidos bajo el imperio soviético. En otras partes de Europa, la
decadencia del Estado del Bienestar ha empujado a muchos, especialmente
los jóvenes, hacia la marginalidad, incubando la respuesta que hemos
visto una vez que han cundido el desempleo y la falta de opciones. Recordemos
que en los años 70 la economía de lo que es hoy la Unión Europea creció
en promedio 3.1% al año, en los 80 no más de 2.5%, en los 90 apenas 2% y
en la década posterior, 1.4%. Desde los años 70, Europa perdió 10
puntos porcentuales como proporción de la economía mundial.
La globalización es otro factor que ha
impulsado la política identitaria en sustitución de los valores
liberales, en la medida en que la decadencia económica y muy
específicamente la crisis de 2008 y su secuela agudizaron la sensación
de falta de pertenencia. Ese clima psicológico y emocional exigía un
malvado. El malvado es la construcción europea, es decir, el conjunto de
instituciones que forman la Unión Europea. Su burocratismo y
mediocridad asfixiantes han contribuido enormemente a su desprestigio,
pero no nos engañemos: aun si no fueran así de burocráticas y mediocres,
esas instituciones habrían sido un blanco del populismo nacionalista
que sacude hoy a muchos países del Viejo Continente.
Tampoco ayuda la falta de adecuación de
los grandes partidos a la realidad. La izquierda que transitó hacia la
socialdemocracia y la derecha que se desplazó hacia un centrismo muy
poco diferenciado de la nueva izquierda acabaron siendo percibidos por
parte de la población como ese “orden impuesto” del que habla la
definición de Shils. El conformismo y la complacencia, que sustituyeron
al reformismo y la imaginación, tienen un grado de responsabilidad.
Todo esto -en Estados Unidos, en Europa,
en otras partes- se vería algo amortiguado si las principales economías
retomasen impulso y recuperaran lozanía. Pero las políticas monetarias
(alucinantes) no han logrado el efecto que se pretendía, como no lo
lograron los estímulos fiscales en 2009 y 2010. En cierta forma, estas
políticas han retrasado la necesaria limpieza de las economías
sobreendeudadas de sociedades y gobiernos. El efecto político es la persistencia de un desencanto popular con las instituciones liberales.
Combatir todo esto desde la racionalidad
es muy difícil porque el populismo, desde sus orígenes, ha tenido un
fondo emocional poderoso. La decadencia de los partidos organizados y la
atomización provocada por las redes sociales en el campo del activismo y
la participación política limitan la posibilidad de respuesta de las
instituciones establecidas. El populismo tuvo siempre elementos
idealistas y confunde su origen con ideas nacionalistas. La idea del
“Volk” o “pueblo” nace en la Alemania del romanticismo, en el siglo 18,
con filósofos como Herder, y tiene su continuación durante el siglo 19
con figuras intelectuales como Fichte. Esta raíz nacionalista es uno de
los grandes desafíos que enfrentan quienes defienden la
globalización y el libre comercio en Estados Unidos, o la unidad de
Europa en el Viejo Continente. Oponerse al populismo se convierte en
muchos casos en oponerse a los intereses nacionales.
El populismo latinomericano también ha
jugado siempre con una cierta idea mítica de nación, algo que es de
origen europeo, desde los griegos, que añoraban la “edad de oro” pagana,
para no hablar de la tradición judeo-cristiana y el “paraíso”. En
América Latina, la idea de un hogar, una tierra, pura y prístina
ultrajada por el forastero imperialista recorre toda la historia del
populismo.
Al elemento mítico -el pasado- el populismo nacionalista suma el aspecto utópico -el futuro-, que
despierta en la gente la expectativa de llegar al lugar perfecto si se
quita del camino el obstáculo -el “orden impuesto”- que lo impide.
Cómo responder a este poderosísimo discurso y a estas emociones tribales es quizá el gran reto de la política contemporánea.
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