Gorka Echevarría Zubeldia
Siglos después, aunque como consumidores nos quedemos extasiados
con los avances tecnológicos, el abaratamiento de los productos y el
bienestar adquirido, seguimos maldiciendo el “vil metal” y el
materialismo, a los que culpamos del devenir del mundo. Con tan pocos
amigos, y una vez hecho del anticapitalismo un negocio millonario, es
difícil, si no (casi) imposible, encontrar una obra que rescate el
término “burgués” del ostracismo al que sus enemigos lo han condenado y
devolverle su honor.
Deirdre McCloskey, reputada economista y conocida también por una
polémica operación de cambio de sexo, pretende explicar por qué las
virtudes, entendidas como hábitos o disposiciones del carácter, nos
permiten alcanzar los fines que perseguimos, y cómo, en los lugares
donde germina, el capitalismo estimula el desarrollo personal.
La importancia de la ética en el capitalismo fue puesta de manifiesto mucho antes; por ejemplo, por Adam Smith (Teoría de los sentimientos morales)
y el famoso Max Weber. Este último señaló que “sólo gracias a
cualidades morales ciertas y desarrolladas el empresario obtiene la
confianza de sus empleados y clientes”. Por su parte, McCloskey indica
que la principal virtud burguesa “es la prudencia de comprar barato y
vender caro, pero también la de comerciar en lugar de invadir, la de
calcular las consecuencias, la de perseguir el bien con competencia”.
McCloskey entiende que existen seis virtudes más, que completan el
perfil de la sociedad comercial. Entre ellas se halla la templanza, que,
de acuerdo con la obra, supone ahorrar y acumular pero, sobre todo,
“educarse a uno mismo en los negocios y en la vida, escuchar al cliente
humildemente y resistir la tentación de engañar”.
También
la justicia juega un papel esencial: hacer hincapié en la legitimidad
de la propiedad privada adquirida honestamente, pero sin olvidar la
“valentía para valorar a las personas por lo que pueden hacer más que
por lo que son y no mostrar envidia ante el éxito ajeno”. Junto con las
anteriores, no podemos dejar de glosar la relevancia del coraje
necesario para asumir nuevos proyectos y superar el miedo al cambio, así
como el aceptar las nuevas ideas.
Todas estas virtudes imposibilitarían la vida colectiva si no
mediasen otras que McCloskey considera generalmente más propias del sexo
femenino, como el amor, la fe y la esperanza: amor, para “atender a los
amigos, empleados, clientes y, en general, al prójimo, desear el bien a
la humanidad”; fe, para “honrar a la comunidad y sostener las
tradiciones religiosas, culturales y comerciales”, y esperanza para
“infundir al trabajo diario con un propósito al que estamos llamados”.
De ahí que se aprecie que el capitalismo no es unidimensional, sino
que prospera en una atmósfera de prudencia, templanza y justicia y
abriga cualidades y otras virtudes morales, entre las que destaca el
amor.
La
palabra dada es una carta de presentación en este tipo de sociedad; la
honradez, un valor en alza, así como la simpatía y la benevolencia.
¿Acaso usted no discrimina sus amistades o a su tendero por cómo se
dirige a usted? ¿No conoce casos en que empleados bien pagados dejan las
empresas en que trabajan porque sus jefes son injustos o acosan a sus
compañeras de trabajo?
Como han demostrado casos de corrupción como Enron, en el
capitalismo la ética es indispensable, y no sólo cuando hay bonanza
económica sino, especialmente, cuando la crisis azota el mercado. Tal y
como señala Deirdre, “no puedes dirigir con prudencia y buscando el
beneficio una familia, una iglesia, una comunidad, ni, por sorprendente
que parezca, una economía capitalista”.
Los ejemplos de empresarios que ejercen esa virtud que algunos
llaman “benevolencia” o “caridad” y que McCloskey engloba dentro de la
virtud del amor se han disparado en los últimos tiempos, especialmente
en el país más capitalista del mundo, los Estados Unidos de América,
donde capitalistas como Gates donan cantidades exorbitantes de dinero a
la lucha contra el SIDA (287 millones de dólares) y a otros proyectos
humanitarios (29.100 millones de dólares).
Los hurras al capitalismo son muchos en esta obra y, en buena
medida, acertados. Lamentablemente, algunas digresiones resultan
superfluas, cuando no perfectamente prescindibles. Entre éstas, quizá
una de las que más llaman la atención es la contraposición entre el seny
catalán y el idealismo quijotesco de los castellanos. Si había alguna
duda de que esta parte pudiera haberla redactado un nacionalista,
desaparece cuando se lee que “Cataluña se tiene a sí misma por una
nación de empresarios sensibles a quienes durante siglos los locos
aristócratas de Madrid han puesto grilletes”.
Es una lástima que ideas tan peregrinas como absurdas corrompan un
libro interesante, el primero de una saga que esperemos acabe
traduciéndose al español. Sobre todo, porque sería un contrapunto
necesario a la prepotencia de la izquierda, que se ha arrogado el
monopolio de la ética. Es más, podríamos profetizar que, tras la lectura
de esta obra, quienes no comulguen con la religión progresista
probablemente empiecen a llamarse a sí mismos “burgueses”. Porque, como
dijo un ilustre burgués, Jovellanos,
el verdadero honor es el que resulta del ejercicio de la virtud y del cumplimiento de los propios deberes.
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