Por Álvaro Vargas Llosa
Es un hecho que, con variantes, se
repite con cierta frecuencia en los últimos años. Ahora, Ahmad Khan
Rahami, un estadounidense musulmán de origen afgano, ha herido a 31
personas en Nueva York; pudieron ser muchas más las víctimas si los
varios artefactos explosivos que colocó en esa ciudad y en el estado de
Nueva Jersey hubieran tenido el destino que pretendía. Y, en Minesota,
Dahir Adan, un estadounidense musulmán de origen somalí, ha herido a
otras 11 personas en un centro comercial.
En cualquier contexto, las
reverberaciones de estos hechos en el cuerpo político serían notables.
En medio de una campaña electoral de alto tono populista y nacionalista,
donde Donald Trump y Hillary Clinton se disputan la Presidencia, son
mucho mayores.
Desde los atentados de 2001 contra las
Torres Gemelas, han muerto un centenar de personas a manos de atacantes
que se declaraban musulmanes y partidarios de organizaciones terroristas
islámicas en los Estados Unidos. La lista empieza con el atentado en el
aeropuerto de Los Angeles en 2002 y se extiende hasta lo sucedido en el
barrio de Chelsea, Nueva York, en días recientes, pasando por la muerte
de 49 personas en una discoteca de Orlando este mismo años y, antes, la
de otras 14 en San Bernardino en 2015, o la de cuatro en el Maratón de
Boston el año anterior, entre muchos casos más.
Todos estos hechos tienen en
común una modalidad muy distinta a la de los atentados de 2001. Son
casos de terrorismo “home-grown” o “doméstico”, en los que no existe una
conexión orgánica con grupos externos aun si los autores de las
matanzas eran o son simpatizantes y, como hicieron varios de ellos, viajaron en su momento a lugares donde esas organizaciones extremistas operan.
Esta nueva modalidad es mucho más difícil de contrarrestar,
porque no supone, por parte del terrorista, actuar en grupo ni tener
una comunicación interceptable por parte de las autoridades con una
célula de cómplices, ni tampoco preparar sofisticadamente, en términos
logísticos o electrónicos, el ataque que se va a perpetrar. Además, en
casi todos los casos los antecedentes de los terroristas “espontáneos”
son escasos, no delatan un patrón peligroso. Si bien algunos autores
dejan huellas de su conversión radical en internet y quizás en su
conducta, por lo general no violan la ley en un sentido que llame la
atención preventiva de los aparatos antiterroristas.
Esta secuencia de terrorismo doméstico
ha inyectado drama a la campaña electoral porque todos los asuntos, los
de política interna y los de política exterior, los migratorios y los
financieros, los constitucionales y los éticos, los del ejercicio de la
autoridad y los de los derechos civiles, se ven afectados directa o
tangencialmente. El temperamento o personalidad de los candidatos, de
por sí uno de los grandes asuntos de toda campaña electoral
estadounidense, se ven sometidos a una prueba magnificada por el debate
en torno a cómo afrontar la amenaza terrorista doméstica de los
“espontáneos”.
Los atentados de Nueva York y Minesota
volvieron a colocar a Clinton y Trump en los dos polos de la cuestión.
Clinton acusó a Trump de ser el “sargento reclutador” de los terroristas
domésticos porque sus posturas han convertido el enfrentamiento en un
choque religioso, exactamente lo que conviene al Estado islámico.
Habiendo unos tres millones de musulmanes en Estados Unidos, ese clima
de violencia religiosa, según Clinton, está contribuyendo a dar al
Estado Islámico un poder de persuasión añadido dentro de la comunidad
mahometana estadounidense.
Por su parte, Trump sostuvo que el
retorno de las tropas estadounidenses a Irak, junto con una política
migratoria sumamente laxa, ambas cosas bajo responsabilidad de Obama con
apoyo de Clinton, ha tiene la culpa de lo que sucede. Según el
candidato republicano, la propuesta de aumentar el número de refugiados
sirios en Estados Unidos (“en 550%”) demuestra que Clinton es incapaz de
entender el peligro y el origen de lo que está pasando. Para él, una
vigilancia especial sobre la población musulmana y la aplicación de
filtros severos a los musulmanes que viajan o quieren migran a Estados
Unidos, junto con una expansión contundente de los poderes de las
agencias de inteligencia y orden público atajará la amenaza.
Clinton se presenta como la estadista
que entiende el grave peligro y la injusticia de convertir al islam, y a
la comunidad musulmana en particular, en el enemigo. Trump se presenta
como el macho alfa para el cual proteger a la tribu es un objetivo que
justifica la mano dura y cree ingenuo pretender que el islam puede ser
deslindado de los violentos que actúan en su nombre. Clinton opta por
actuar dentro de los límites constitucionales y las normas establecidas;
Trump cree que la emergencia exige estirar esos límites y normas para
poder actuar con una latitud sin la cual no se puede derrotar a este
tipo de enemigo.
Es un debate que recorre la
historia de Estados Unidos, donde el terrorismo tiene muy vieja data y
pasó por muchas variantes, desde el relacionado con la ideología hasta
el racial o el religioso. La seguridad y la libertad, esos íntimos
enemigos, han forcejeado a lo largo de toda la historia constitucional
del país.
El siglo XIX vio muchos atentados, el
más importante de los cuales fue el asesinato de Lincoln, el ganador de
la Guerra Civil, en un teatro de Washington. El siglo XX registra una
larga lista de actos terroristas también, todos los cuales suscitaron
respuestas que suponían una dura prueba para la Constitución y el
equilibrio entre seguridad y libertad. Un activista sindical mató a más
de 20 personas en el periódico Los Angeles Times en 1910, por ejemplo.
Otros atentados perpetrados desde la izquierda ideológica, verbigracia
el de 1938 cerca de un banco, que dejó sin vida a 38 personas,
conmocionaron al estamento político.
Hubo también el terrorismo del
nacionalismo puertorriqueño en distintos momentos de los años 50 y 60,
que incluyó el secuestro de un avión en 1961.
Durante el gran enfrentamiento por los
derechos civiles de la población afroamericana, surgió la violencia de
grupos radicales negros y la contraviolencia de grupos de extrema
derecha racistas (la nueva encarnación del histórico y sangriento Ku
Klux Klan fue parte de ese período). En los años 60 y 70, numerosos
episodios mortales crearon zozobra en el país. La violencia religiosa de
derecha, relacionada con asuntos como el aborto y otros temas
valóricos, también marcó una época como reacción a las prácticas que
sucedieron a la decisión de la Corte Suprema conocida como “Roe v.
Wade”.
Incluso llegó a haber atentados
perpetrados por gobiernos extranjeros contra ciudadanos de esos países
en Estados Unidos, el más famoso de los cuales es el que segó la vida de
Orlando Letelier por el Sheridan Circle a manos del pinochetismo en los
años 70.
En las décadas recientes, han sido sobre
todo dos las fuentes de atentados terroristas. Han predominado el
fanatismo islamista (el primer atentado contra las Torres Gemelas se
produce en 1993) y el radicalismo con ribetes anarquistas contra
edificios públicos (como el ataque de Oklahoma en 1995).
Aunque es común asociar la violencia
terrorista posterior a 2001 con el fundamentalismo islámico, no puede
dejarse de lado que el extremismo de grupos fanáticos de derecha ha
seguido presente. Unas 48 personas han muerto a mano de ese tipo de
actos violentos en los últimos 15 años. Hay quienes, como el sociólogo
de la Universidad de Carolina del Norte, Charles Kurzman, sostienen que
hay una muy desproporcionada cobertura mediática y énfasis político en
los atentados perpetrados por musulmanes que da una dimensión nada
realista al problema que enfrenta Estados Unidos. Desde 2001, sostiene,
han muerto en este país 230 mil personas por violencia común, una cifra
infinitamente superior a la de quienes han muerto por atentados
cometidos por musulmanes domésticos.
No hay duda de que en la era “post 11 de
septiembre”, en la era “Isis” (Estado Islámico) y en la era “Snowden”,
son los atentados del fundamentalismo islámico y la respuesta del
aparato de inteligencia y apliación de la ley lo que va a prevalecer en
el debate público.
Lo cierto es que esos atentados
están ocurriendo con frecuencia. ¿Por qué falla tanto la seguridad? El
Estado Islámico, en parte por sus limitaciones, hace llamados constantes
a los musulmanes a atentar por su cuenta contra objetivos de países
enemigos. Utiliza técnicas informáticas muy sofisticadas y pone a
disposición de quien quiera usarlas herramientas para poder perpetrar
atentados sin necesidad de una organización. Esto incluye
manuales para fabricar bombas con componentes que se pueden pedir por
internet. Ahmad Rahami, por ejemplo, compró todos sus componentes por
internet.
Muchos de estos terroristas espontáneos,
no entrenados ni vinculados orgánicamente a grupos terroristas, a
menudo resultan haber sido investigados por el FBI y dejados en libertad
sin cargos ni vigilancia. El propio Rahami fue arrestado en 2014 por
apuñalar a un hermano y su padre lo denunció porque sospechaba que podía
ser terrorista. El FBI lo investigó y no lo consideró un peligro aun
cuando viajó muchas veces a Pakistán y Afganistán y uno de esos viajes
tuvo como destino Quetta, bastión de los talibanes.
Algo similar había sucedido con Omar
Mateen, el autor del atentado de Orlando: el FBI lo sacó de una lista de
sospechosos de terrorismo a pesar de sus vínculos con Moner Mohammad
Abu-slha, un terrorista suicida, y de sus viajes a Arabia Saudita.
Ni Clinton ni Trump han propuesto nada
que ofrezca garantías todavía. La política de Clinton -reforzar la
vigilancia- es la misma que se sigue desde 2001. La de Trump -expandir
los poderes de los aparatos de inteligencia y seguridad- es la misma que
aplicó George W Bush y que tanta polémica desató por constituir un
recorte de los derechos civiles (el caso “Snowden” es emblemático de ese
enfrentamiento entre partidarios de quienes creen que hay que
sacrificar algo más de libertad en aras de la seguridad y quienes se
oponen en nombre de la Constitución). El componente adicional que
propone Trump -hacer de los musulmanes un objetivo prioritario- no
garantiza que futuros “espontáneos” sin antecedentes ni vínculos
terroristas sientan súbitamente el llamado y actúen por su cuenta.
Estamos, pues, ante una
reedición del viejo y fascinante enfrentamiento entre seguridad y
libertad. Lo que no está todavía claro es a quién benefician los
atentados. A ojos de los votantes, ¿benefician a Trump porque
le dan la razón respecto de los musulmanes? ¿O benefician a Clinton
porque, en un mundo tan riesgoso, se necesita alguien con la cabeza fría
que no ceda a la tentación de una reacción contraproducente?
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