Por Alberto Benegas Lynch (h)
(Artículo publicado originalmente el 10 de septiembre de 2006)
La ley federal estadounidense prohibía a
la tripulación de los aviones estar armada, a pesar de haberse
inventado instrumentos que no producían detonación. Por esto es que los
sucesos criminales del 11 de septiembre pudieron llevarse a cabo con
cuchillitos de plástico. Ya hemos dicho que el blanco debería haber sido
Al-Qaeda en Afganistán (donde se enviaron tropas apenas equivalentes al
total de la policía de Nueva York). Ya dijimos que el ataque a Irak fue
una patraña, tal como lo reveló, entre otros, el Asesor de Seguridad de
cuatro presidentes estadounidenses, Richard Clarke.
Bajo la truculenta figura de la
“invasión preventiva” se alentó a que muchos musulmanes se sintieran
atacados y se hizo posible que el fanatismo encontrara buen ambiente
para sus aventuras demenciales, lo cual no debe hacernos perder de vista
que una cosa es un criminal y otra es alguien que profesa cierta fe
religiosa. De lo contrario, nos haríamos eco de quienes alimentan
guerras religiosas, desviando la atención del problema del terrorismo.
Ya dijimos también que resulta absurdo
que, en nombre de la seguridad, es decir, para proteger los derechos
individuales, se los conculque anticipadamente, con lo que, en la
práctica, se le otorga la victoria al terrorismo. Esto ocurre con la
llamada “ley patriota” en los EEUU y otros dislates conexos que
autorizan la invasión al secreto bancario, escuchas telefónicas,
detención sin juicio previo e incursión en domicilios sin orden de juez.
Cuando existe información sobre la
posibilidad de un atentado, deberían descentralizarse todo lo que
resulte posible las defensas y las medidas precautorias. Por ejemplo, si
la información es que se planea atacar líneas comerciales en pleno
vuelo, esto debe ser compartido con las aerolíneas y estas a su vez, de
acuerdo con sus clientes, tomarán las medidas que consideren pertinentes
sin que los gobiernos decreten políticas que deben ser acatadas por
todos. En este último caso, no hay posibilidad de filtrar los errores
tan comunes en la información de los gobiernos y no permite responder
con medidas diversificadas y más efectivas, ya que el conocimiento
disperso ofrece mejores soluciones que la concentración de información.
Ahora bien, ¿qué hacer de aquí en
adelante con un enemigo encapuchado y cobarde que usa como escudo y como
blanco a poblaciones civiles? Pues, responder a los ataques con el
rigor necesario, pero no adelantarse y hacer la faena que hubieran
realizado los terroristas en cuanto al establecimiento de un estado
policial.
La sociedad abierta implica riesgos.
Para eliminarlos habría que destinar un policía a cada ciudadano hasta
cuando duerme, con lo que el Gran Hermano orwelliano haría desaparecer
la libertad y la seguridad. No cabe la disyuntiva. Preguntarse si es
mejor ser esclavizado por A o por B resulta tan torpe como preguntarse
¿qué es mejor, ser asesinado por un “amigo” o por un enemigo?
Por último, vale la pena meditar sobre
un interrogante de mayor peso y envergadura: ¿es mejor vivir como un
esclavo o morir como un hombre libre? Podríamos seriamente afirmar que
es mejor renunciar a la condición humana y vivir como animales una vida
más larga o una más corta como seres humanos.
El miedo no es un buen consejero. La
angustia y alarma por los procedimientos abominables del terror no deben
hacer que se pierda la brújula. Estamos viviendo momentos muy graves.
Si no estamos en guardia, resultará que la estrategia del terrorismo
será la más efectiva para convertir a este planeta en un enorme Gulag.
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