Propiedad y delincuencia
Por Murray Rothbard
(Capítulo IX de su obra La Ética de la Libertad)
Podemos definir al delincuente como el individuo que ataca a una persona o a la propiedad producida por ella. Es delincuente todo aquel que ejerce violencia contra otros individuos o contra sus propiedades: todo aquel que recurre a «medios políticos» coactivos para adquirir bienes y servicios.1
Afloran aquí, de todas formas, algunas cuestiones críticas. Es ahora cuando llegamos al auténtico núcleo del problema total de la libertad, la propiedad y la violencia en la sociedad. Un problema auténticamente crucial —y por desgracia casi enteramente ignorado por los teorizadores libertarios— que podemos ilustrar de la mano de los siguientes ejemplos.
Supongamos que caminamos calle abajo y vemos a un hombre, A, que sujeta a B por la muñeca y le quita su reloj de pulsera. Es aquí evidente que A está violentando a la persona y propiedades de B. ¿Podemos deducir de esta escena que A es un agresor criminal y B su víctima inocente?
Por supuesto que no. A partir de nuestra simple observación no podemos saber si A es realmente un ladrón, o si se está limitando a recuperar su reloj, que antes le había robado B. En una palabra, aunque es verdad que el reloj estaba en posesión de B hasta el instante en que fue atacado por A, ignoramos si A fue su legítimo propietario en una etapa anterior y B se lo arrebató. Hasta ahora, por consiguiente, no sabemos quién de los dos hombres es el propietario legítimo o justo del reloj. Sólo podemos obtener la respuesta indagando los datos concretos de este caso particular, esto es, mediante una pesquisa histórica.
Así, pues, no podemos afirmar sencillamente que la gran norma moral axiomática de la sociedad libertaria sea la protección de los derechos de propiedad tal como aparecen y sin más discusiones. El delincuente no tiene derecho natural a conservar la propiedad de lo que ha robado; al agresor no le asiste el derecho a reclamar propiedad ninguna sobre lo que ha conseguido mediante su agresión. Por tanto, tenemos que modificar o, mejor dicho, clarificar la norma básica de la sociedad libertaria para decir: nadie tiene derecho a agredir la propiedad justa o legítima de otro.
En resumen, no podemos limitarnos a hablar simplemente de la defensa de los «derechos de propiedad» o de la «propiedad privada» per se. Si procedemos así, corremos el grave peligro de defender el «derecho de propiedad» de un agresor delincuente, cosa que, por simple lógica, nos veríamos obligados a hacer. Tenemos que hablar, por tanto, de propiedad justa o legítima o, tal vez, de «propiedad natural». Y esto significa que tenemos que determinar, caso por caso, si un acto de violencia es ofensivo o defensivo, esto es, si nos hallamos ante un delincuente que roba a una víctima o ante una víctima que intenta recuperar su propiedad.
Otra implicación de vital importancia de este modo de entender las cosas es que invalida totalmente la visión utilitarista de los derechos de propiedad y, por ende, sus ideas sobre el mercado libre. El utilitarista, que carece incluso de una concepción de la teoría de la justicia, recae inevitablemente en el pragmatismo, en el parecer ad hoc de que todos los títulos de propiedad privada existentes en un tiempo y en un lugar determinados deben ser considerados válidos y defendidos frente a toda violación.2 Este es, de hecho, el modo como los economistas de la vía utilitarista del libre mercado abordan invariablemente el problema de los derechos de propiedad. Nótese, de todos modos, que los utilitaristas han maniobrado para introducir de contrabando —y sin examen crítico— una cierta ética, a saber, que todos los bienes «ahora» (esto es, en el tiempo y lugar en que discurre la discusión) considerados como de propiedad privada deben ser asumidos y defendidos como tales. En la práctica, esto significa que deben aceptarse todos los títulos de propiedad privada fijados por el gobierno de turno (que se ha hecho por doquier con el monopolio de la definición de tales títulos). Esta ética es ciega para todo tipo de consideraciones sobre la justicia y, llevada a sus últimas consecuencias lógicas, se ve obligada a defender incluso la propiedad adquirida mediante maniobras delictivas. Nuestra conclusión es que un mercado libre como el alabado por los utilitaristas, basado en el reconocimiento de todos los títulos de propiedad actualmente existentes, es nulo y éticamente nihilista.3
Estoy convencido de que el motor real del cambio social y político de nuestro tiempo ha sido la indignación moral provocada por la falaz teoría del valor añadido: que los capitalistas han robado los legítimos títulos de propiedad de los trabajadores y que, por consiguiente, son injustos los títulos de propiedad sobre el capital acumulado. De ser cierta esta hipótesis, estarían plenamente justificadas las imperiosas reclamaciones del marxismo y del anarcosindicalismo. Una vez descubierta la que parece ser una monstruosa injusticia, es ya irremediable la llamada a la «expropiación de los expropiadores» y, en ambos casos, a una cierta forma de «devolución» de la propiedad y del control sobre la misma a los trabajadores.4 No es posible invalidar la fuerza de estos argumentos recurriendo a las máximas de la economía o de la filosofía económica utilitarista, sino sólo enfrentándonos directa y abiertamente con el problema moral, con el problema de la justicia o de la injusticia de las diversas reclamaciones de propiedad.
Ni tampoco pueden rebatirse las opiniones del marxismo entonando himnos de alabanza a las virtudes de la «paz social». La paz social es, sin duda, un gran bien, pero la verdadera paz consiste, en esencia, en el disfrute tranquilo, sosegado e imperturbado de la legítima propiedad. Y si un sistema social se fundamenta en títulos de propiedad monstruosamente injustos, no perturbarlo no es paz social sino endurecimiento y atrincheramiento de una agresión permanente. Ni se puede refutar tampoco el marxismo señalando con el dedo su recurso a métodos violentos para imponerse. Existe la persistente creencia —que no comparto— de que no debe recurrirse nunca a la violencia, ni siquiera para oponer resistencia al agresor. Esta posición moral tolstoyana-gandhiana es irrelevante aquí. El punto a debate es si la víctima tiene, o no, un derecho moral al empleo de la violencia para defender su persona o sus propiedades frente a un ataque criminal o para arrancar de manos del delincuente la propiedad que éste le ha arrebatado. El discípulo de Tolstoy concederá que la víctima tiene este derecho, aunque intentará persuadirle, en nombre de una moralidad más elevada, a que no lo ejerza. Pero esto nos aleja de nuestra discusión, planteada dentro de los amplios márgenes de la filosofía ética. Querría únicamente añadir aquí que estos objetores totales de la violencia deberían ser coherentes y proclamar que a ningún delincuente se le puede castigar por recurrir a medios violentos. Y esto implica, nótese bien, no sólo abstenerse del castigo capital, sino de todo tipo de castigos y, yendo más lejos, de todos los métodos de defensa violenta que puedan imaginarse para repeler a un agresor. En síntesis, el tolstoyano que propugna este insoportable cliché —sobre el que tendremos ocasión de volver— no puede recurrir al uso de la fuerza ni siquiera para impedir que alguien viole a su propia hermana.
La cuestión es aquí que los únicos que están autorizados a oponerse al empleo de la violencia para derrocar al atrincherado grupo delictivo son los tolstoyanos, ya que todos cuantos no siguen esta doctrina están a favor del uso de la fuerza y de la violencia para defenderse de y castigar las agresiones criminales. Por consiguiente, deben estar a favor de la moralidad —si no de la prudencia— de recurrir a la fuerza para eliminar los enquistamientos delictivos. En esta situación, nos vemos de inmediato constreñidos a replantear un importante problema. ¿Quién es el delincuente y, en consecuencia, quién es el agresor? Con otras palabras: ¿Contra quién está legitimado el uso de la violencia? Si admitimos que la propiedad capitalista carece de legitimidad moral, no podemos negar el derecho de los trabajadores a emplear el tipo de violencia que sea preciso para recuperar su propiedad, del mismo modo que A, en nuestro ejemplo anterior, estará en su perfecto derecho al intentar recuperar por la fuerza el reloj que antes le había robado B.
La única refutación auténtica de los argumentos marxistas en pro de la revolución consiste, por tanto, en demostrar que la propiedad de los capitalistas tiene más de justa que de injusta y que, por consiguiente, el hecho de que los trabajadores, o cualquier otro, se la arrebaten es, en sí mismo, injusto y delictivo. Pero esto significa que debemos plantearnos el problema de la justicia de las reclamaciones de propiedad; significa, además, que no podemos permitirnos el lujo de refutar las reclamaciones revolucionarias mediante el arbitrario recurso de cubrir todos los títulos de propiedad existentes con el manto de la «justicia». Semejante proceder difícilmente convencería a quienes creen que ellos, u otros, han sido gravemente expoliados y permanentemente agredidos. Pero todo esto significa también que debemos prepararnos para descubrir los casos en los que puede estar moralmente justificada la expropiación violenta de los títulos de propiedad existentes, porque tales títulos son en sí mismos injustos y criminales.
Propongamos de nuevo un ejemplo para ilustrar nuestra tesis. Empleando el mismo excelente recurso utilizado por Ludwig von Mises para dejar aparte las emociones, imaginemos un país hipotético, al que llamaremos «Ruritania». Añadamos que Ruritania está gobernada por un rey que ha lesionado gravemente los derechos individuales y los títulos legítimos de propiedad, los ha regulado a su capricho y ha acabado por apoderarse de todos ellos. Se inicia entonces en el país un movimiento libertario que consigue llevar al ánimo del núcleo de la población el convencimiento de que es necesario sustituir aquel criminal sistema por una sociedad realmente libertaria, en la que sean plenamente respetados los derechos de cada individuo a su propia persona y a las propiedades que ha descubierto y creado. El rey, convencido de que la inminente revuelta tendrá éxito, recurre a una taimada estratagema. Proclama la disolución del gobierno, pero antes de llevarla a cabo parcela arbitrariamente todo el país y distribuye los títulos de propiedad de las tierras del reino entre él y sus allegados. A continuación, se dirige a los rebeldes libertarios y les dice: «Muy bien. Me he atenido a vuestros deseos y he disuelto mi gobierno; ya no habrá en adelante invasiones violentas de las posesiones privadas. Yo mismo y los otros once miembros de mi familia tomamos cada uno la doceava parte de Ruritania, y si perturbáis esta propiedad, de la manera que fuere, estaréis violando el sacrosanto fundamento del credo que profesáis: la inviolabilidad de la propiedad privada. Y dado que en el futuro no podremos exigir ‘impuestos’, tendréis que garantizarnos a cada uno de nosotros el derecho a imponer algún tipo de ‘alquiler’, el que mejor nos parezca, a nuestros ‘inquilinos’, o regular la vida de todos los ciudadanos que pretendan vivir en ‘nuestra’ propiedad del modo que estimemos conveniente. Por consiguiente, los impuestos serán sustituidos por ‘alquileres privados’.»
¿Qué respuesta deberían dar los rebeldes libertarios a tan descarado desafío? Si son utilitaristas consecuentes, tendrían que inclinarse ante tamaño subterfugio y resignarse a vivir bajo un régimen no menos despótico que el que durante tanto tiempo habían venido combatiendo. Tal vez incluso aún más despótico, ya que ahora el rey y sus allegados pueden invocar en su propio provecho el principio auténticamente libertario del derecho absoluto de la propiedad privada, un derecho que no habrían podido proclamar con tan absoluto carácter en la etapa anterior.
Es patente que para que los libertarios puedan rechazar semejante estratagema tienen que recurrir a la teoría de la propiedad justa frente a la injusta. Y así, responderían al rey: «Lo sentimos, pero sólo admitimos las reclamaciones de la propiedad privada cuando son
justas, cuando emanan del derecho natural fundamental del individuo a ser propietario de sí mismo y de las cosas que o bien ha transformado con su personal trabajo o bien otros le han regalado voluntariamente, o bien ha recibido en herencia de anteriores transformadores. En una palabra, no reconocemos a nadie el derecho a regalar trozos de propiedad basándose en su —o la de cualquier otro— arbitraria declaración de que es suya. De tales declaraciones arbitrarias no puede derivarse ningún derecho moral natural. Insistimos, por tanto, en nuestro derecho a expropiar vuestra propiedad ‘privada’ y las de vuestros allegados para devolvérselas a sus primeros propietarios, que fueron víctimas de vuestras agresiones cuando les impusisteis vuestras ilegítimas pretensiones.»
De esta discusión fluye un corolario de vital importancia para la teoría de la libertad, a saber, que toda propiedad es, en su más hondo sentido, «privada».5 Las propiedades pertenecen, en efecto, a o son controladas por una persona o un grupo de personas concreto. Cuando B roba el reloj de A, este reloj pasa a ser defacto —mientras pueda retenerlo en su poder y usarlo— su «propiedad» privada. Por tanto, ya esté en manos de A o de B, se encuentra siempre en manos privadas; en algunos casos en manos privadas legítimas y en otros en manos privadas delictivas, pero siempre en manos privadas.
Como veremos más adelante, lo dicho es aplicable a los individuos que deciden integrarse en un grupo. Cuando el rey de nuestro ejemplo y sus allegados formaron un gobierno, controlaron —y, por tanto, hicieron «suya», al menos parcialmente— la propiedad de las personas a las que agredieron. Cuando parcelaron la tierra en propiedades «privadas» para cada uno de ellos, se insertaron en el grupo de los propietarios del país, aunque por medios formalmente diferentes. En ambos casos hay una diversidad en la forma —pero no en la esencia— de la propiedad privada. El problema crucial de la sociedad no es —contra lo que algunos creen— si la propiedad ha de ser privada o pública, sino si los propietarios —que son forzosamente privados— son dueños legítimos o ilegítimos. En última instancia, no existe un ente llamado «Administración Pública». Sólo existen personas que se reúnen en grupos, se dan el nombre de Gobierno o de Administración y actúan de forma «gubernamental».6 Toda propiedad es «privada». La única cuestión sujeta a debate es si está en manos de delincuentes o en las de sus verdaderos y legítimos dueños. Esta es la única razón que lleva a los libertarios a oponerse a la formación de propiedades públicas o estatales y a abogar por su desaparición cuando se han formado: la comprobación de que los dirigentes del gobierno o del Estado son propietarios injustos de esta propiedad, de la que se han apoderado por procedimientos delictivos.
Resumidamente, el utilitarismo del laissez-faire no puede limitarse a oponerse a la propiedad «pública» y defender la privada. El debate en torno a las propiedades estatales no es tanto que sean públicas (¿qué decir de los delincuentes privados, como nuestro ladrón de relojes del ejemplo anterior?), sino que son ilegítimas, injustas, delictivas, como en el caso del rey de Ruritania. Y dado que también los delincuentes «privados» son reprensibles, vemos que la cuestión social de la propiedad no puede analizarse, en último extremo, desde los conceptos utilitaristas de privado o público. Debe ser estudiada en términos de justicia o injusticia: de propietarios legítimos versus propietarios ilegítimos, es decir, invasores criminales de la propiedad. Y poco importa que a estos invasores se les llame «privados» o «públicos».
El libertario puede ahora sentirse preocupado. Puede decir: «Concedamos que en principio usted tiene razón, que los títulos de propiedad deben estar convalidados por la justicia, y que no se le debe consentir ni al delincuente quedarse con el reloj robado ni al rey y los suyos repartirse «su» país. Pero, ¿cómo aplicar el principio en la práctica? ¿No obligaría esto a una investigación caótica de todos y cada uno de los títulos de propiedad? Y más aún: ¿Qué criterios fijaría usted para determinar la justicia de tales títulos?
La respuesta es que también aquí debe aplicarse el criterio arriba expuesto: el derecho de cada individuo a su propia persona y a las propiedades que ha descubierto y transformado y, por tanto, «creado», así como a las que ha adquirido ya sea a través de donaciones o bien mediante intercambios con otros parecidos transformadores o «productores». Es verdad que deben escrutarse los títulos de propiedad existentes, pero la solución del problema es mucho más simple de lo podría suponerse. Debe recordarse siempre el principio básico: que todos los recursos y todos los bienes antes no poseídos por nadie pertenecen al primero que los descubre y transforma en bienes utilizables, en bienes de uso (el principio de «colonización»). Ya hemos analizado esta cuestión en el caso de tierras vírgenes y de recursos naturales por nadie antes utilizados: el primero que los encuentra y mezcla con ellos su trabajo, el primero que los posee y los usa, «produce» una propiedad de la que se convierte en legítimo dueño. Supongamos ahora que López tiene un reloj. Si no podemos ver claramente que él o sus antecesores en el título de propiedad del reloj lo adquirieron por medios delictivos, debemos admitir que el simple hecho de que lo posea y utilice le señala como su legítimo y justo dueño.
Planteemos la cuestión de otra manera: si no sabemos si el título de propiedad de López sobre un bien determinado tiene orígenes delictivos, podemos asumir que esta propiedad estaba, al menos en aquel momento, en situación de no-poseída (dado que no tenemos certeza sobre su título original) y que, por tanto, el auténtico título de propiedad revierte al instante al citado López, en cuanto que es su «primer» (es decir, actual) poseedor y usuario. En resumen, allí donde no tenemos seguridad sobre un título, pero tampoco podemos afirmar con certeza que se deriva de una acción delictiva, dicho título revierte propia y legítimamente a su poseedor actual.
Pero supongamos que puede establecerse que un determinado título de propiedad tiene un claro origen delictivo. ¿Quiere esto decir que su actual propietario debe renunciar a él necesariamente? No necesariamente. Esto depende de dos consideraciones: a) de si puede identificarse claramente a la víctima (el propietario original agredido) y dar con su paradero o el de sus herederos; y b) de si el actual propietario es —o no— el delincuente que robó la propiedad. Imaginemos que el López de nuestro ejemplo posee un reloj y que podemos demostrar de forma fehaciente que su título de propiedad tiene un origen delictivo, o bien porque 1) lo robó su antepasado o porque 2) su antepasado se lo compró a un ladrón (si a sabiendas o no de esta circunstancia es aspecto que no hace al caso en este momento). Ahora, si podemos identificar y encontrar a la víctima o a sus herederos, es patente que el título de propiedad de López carece de validez, y que debe devolver cuanto antes el reloj a su verdadero y legítimo propietario. Así, pues, si López heredó el reloj de o se lo compró a un sujeto que se lo había robado a Pérez, y si es posible localizar a Pérez o a sus herederos, el título de propiedad sobre el reloj revierte a éste o éstos, sin compensación para el que lo poseía en virtud de un «título» derivado de un hecho delictivo.7 Resumiendo: si el título de propiedad actual tiene un origen delictivo y puede identificarse a la víctima o a sus herederos, debe retornar a éstos, sin dilaciones, el título de propiedad.
Pero supongamos que no se cumple la condición a): es decir, sabemos que el título de López tiene un origen delictivo, pero no podemos encontrar a la víctima ni a sus herederos. ¿Quién ostenta, en tal caso, la propiedad legítima y moral? La respuesta, en este supuesto, depende de si ha sido López el autor del hecho delictivo, es decir, el que ha robado el reloj. En este caso, es claro que no le está permitido conservarlo en su poder, porque el delincuente no puede verse recompensado por la comisión del delito; perderá el reloj y posiblemente se le impondrá algún castigo.8 Pero, ¿quién se hace con el reloj? Aplicando nuestra teoría libertaria de la propiedad, el reloj se encuentra ahora —tras la detención de López— en situación de un bien sin dueño y se convertirá, por tanto, en propiedad legítima de la primera persona que lo «colonice»: que lo tome y lo utilice, pues con estas acciones pasa del estado de cosa no usada a la situación contraria. La primera persona que lo haga se convertirá en su propietario legítimo, moral y justo.
Imaginemos ahora que no es López el delincuente, no es el hombre que robó el reloj, sino que lo ha heredado o se lo ha comprado, inocentemente, al ladrón. Y demos también por supuesto que no es posible descubrir ni a la víctima ni a sus herederos. En este caso, la desaparición de la víctima significa que la propiedad robada ha pasado a la situación de cosa no poseída. Y hemos visto que, en estas condiciones, un bien sobre el que nadie posee legítimo título de propiedad se convierte en propiedad legítima de la primera persona que lo descubre y lo utiliza, que adapta este recurso, hasta ahora sin dueño, a usos humanos. Esta «primera» persona es, claramente, en nuestro ejemplo, el propio López, que ha venido usando el reloj durante todo este tiempo. Concluimos, por tanto, que aunque en su origen fue una propiedad robada, si no puede saberse quién fue la víctima o sus herederos, y si el poseedor actual no fue el delincuente que robó la propiedad, dicho título pasa propia, justa y éticamente a su poseedor actual.
Resumiendo cuanto hemos dicho acerca de la reclamación y utilización de propiedades actuales: a) si sabemos con certeza que un título actual no tiene un origen delictivo, es obvio que se le debe tener por legítimo, justo y válido; b) si no sabemos si el título actual tiene o no origen delictivo, y carecemos de medios para averiguarlo, la propiedad hipotéticamente «sin dueño» revierte inmediata y justamente a su actual poseedor; c) si sabemos que el título originario es delictivo, pero no es posible hallar a la víctima o a sus herederos, se dan dos posibilidades: 1a que el actual propietario del título no sea el agresor contra la propiedad, y entonces recae sobre él el título, en cuanto que es el primer dueño de un bien hipotéticamente por nadie poseído; 2a que el actual detentador del título ha sido el delincuente o uno de los delincuentes que robaron aquella propiedad y entonces, evidentemente, se le debe privar de ella; aquí la propiedad revierte a la primera persona que la saca de su situación de cosa sin dueño y se la apropia para su uso. Finalmente, si d) el título actual es el resultado de un hecho delictivo y puede descubrirse el paradero de la víctima o de sus herederos, revierte de inmediato a estos últimos el título de propiedad, sin compensación ni para el delincuente ni para ninguno de los detentadores del injusto título.
Podría tal vez objetarse que el poseedor o los poseedores del título injusto (en el caso de que no hayan sido ellos los autores de la agresión) deberían ser justos propietarios del valor que han añadido a las propiedades que poseían injustamente o, en último extremo, deberían ser compensados por este valor añadido. Sobre esto debe decirse que el criterio a seguir es averiguar si el valor añadido es, o no, separable de la propiedad original en cuestión. Supongamos, por poner un ejemplo, que Prieto le roba el coche a Moreno y se lo vende a Estébanez. En nuestra tesis, lo primero que debe hacerse es devolver de inmediato el coche a su verdadero propietario, Moreno, sin compensación alguna para Estébanez. Moreno ha sido víctima de un robo y no se le debe imponer, encima, la obligación de recompensar a quien sea. A Estébanez le asisten, por supuesto, todos los derechos para querellarse contra el ladrón de coches, Prieto, y demandarle por daños y perjuicios, basándose en el contrato fraudulento a que le indujo con engaño (haciéndose pasar por el verdadero propietario del coche que le vendió). Pero sigamos suponiendo que, durante el tiempo que Estébanez utilizó el automóvil, le puso una radio nueva; como la radio es un bien separable, debe otorgársele la facultad de sacarla del vehículo antes de devolvérselo a Moreno, puesto que es su legítimo propietario. Cuando el bien o el valor no es separable, sino que es parte integrante de la propiedad (por ejemplo, una reparación del motor), Estébanez no puede pretender una parte de la propiedad de Moreno (salvo siempre su derecho a demandar a Prieto por daños y perjuicios). También en el caso de que Prieto hubiera robado a Moreno no un coche, sino una parcela de terreno, y se la hubiera vendido a Estébanez, el criterio a seguir es la posibilidad de separar los añadidos llevados a cabo por éste en la finca. Si, por ejemplo, ha alzado algunas construcciones en ella, debe concedérsele el derecho a trasladarlas o a demolerlas antes de devolver el terreno al propietario original, Moreno.
El ejemplo del coche robado nos permite ver inmediatamente la injusticia del actual concepto legal de «instrumento negociable». Según la legislación vigente, debe devolverse, sin duda, el coche robado a su legítimo dueño, sin obligación ninguna por parte de éste de recompensar al poseedor momentáneo de un título de propiedad injusto. Pero el Estado ha decretado que ciertos bienes (p. e., los billetes de banco) son «instrumentos negociables» que el receptor o comprador no delincuente cree que son suyos y respecto de los cuales no tiene la obligación de devolverlos a la víctima. Una legislación especial ha convertido también a los prestamistas en una parecida casta privilegiada: si, por ejemplo, lo que Prieto le roba a Moreno es una máquina de escribir por la que luego pide un préstamo a Estébanez, no se le obliga al prestamista a devolver la máquina a su legítimo propietario, el señor Moreno.
Tal vez a algunos lectores les parezca excesivamente severa nuestra doctrina acerca de los receptores de buena fe de bienes de los que más tarde se averigua que habían sido robados o injustamente poseídos. Pero debemos recordar que, en el caso de compra de tierras y de los seguros contra la invalidez de títulos de bienes inmuebles, es práctica habitual este tipo de investigación para hacer frente a estos problemas. Muy probablemente, en una sociedad libertaria el negocio de investigación de los mencionados títulos de propiedad y los seguros por invalidez de títulos se aplicaría también en las áreas, más amplias, de protección de los derechos de la propiedad justa y privada.
Vemos, pues, que, expuesta en sus verdaderos términos, la teoría libertaria ni se confunde con el utilitarismo, que da su arbitraria e indiscriminada bendición ética a todos y cada uno de los títulos de propiedad actuales, ni condena a un caos de incertidumbre total la moralidad de los títulos existentes. Al contrario: a partir del axioma básico del derecho natural de cada persona a la propiedad de sí misma y de los recursos sin dueño que encuentra y transforma en utilizables, la teoría libertaria deduce la moralidad y la justicia absolutas de todos los títulos de propiedad actuales, salvo aquellos que tienen un origen delictivo y 1) puede darse con el paradero de la víctima o de sus herederos, o 2) aunque no puede identificarse a la víctima, el autor del delito es el propietario actual. En el primer caso, la propiedad revierte, según la justicia común, a la víctima o a sus herederos; en el segundo, la propiedad recae sobre la primera persona que altera la situación, de bien no poseído o cosa sin dueño.
Tenemos, pues, una teoría de los derechos de propiedad según la cual todos los seres humanos tienen absoluto derecho al control y la propiedad de su propio cuerpo y de los recursos de la tierra por nadie usados que encuentran y transforman. Tienen asimismo derecho a regalar estas propiedades tangibles (pero no a enajenar el control sobre su propia persona y sobre su voluntad) y a intercambiarlas por las propiedades —adquiridas por iguales caminos— de otras personas. Por tanto, todo derecho legítimo de propiedad se deriva de la propiedad del hombre sobre su persona y del principio de «colonización» según el cual la propiedad de una cosa sin dueño recae directamente sobre su primer poseedor.
Tenemos asimismo una teoría de la delincuencia: es delincuente quien comete una agresión contra la propiedad. Deben invalidarse todos los títulos de propiedad de origen delictivo y devolvérseles a la víctima o a sus herederos. Si no es posible localizar a las víctimas y el propietario actual no es el autor de la agresión, la propiedad recae sobre este último en virtud de nuestro principio de «colonización».
Veamos ahora cómo puede aplicarse esta teoría a las diferentes categorías de propiedad. El caso más sencillo es, por supuesto, el de la propiedad de las personas. El axioma fundamental de la teoría libertaria es que todas y cada una de las personas deben ser propietarias de sí mismas y que nadie tiene derecho a interferir en esta autoposesión. De donde se sigue directamente que es de todo punto inadmisible el derecho de propiedad sobre otra persona.9 Ofrece un destacado ejemplo de este tipo de inadmisible propiedad la institución de la esclavitud. Con anterioridad al año 1865, la esclavitud confería en los Estados Unidos a algunos ciudadanos el título de «propiedad privada» sobre muchas personas. Pero que existiera un tal título privado no convertía a estos ciudadanos en legítimos propietarios; muy al contrario, constituía una agresión permanente, un permanente crimen de los amos (y de quienes colaboraban a la obtención de tales títulos) contra sus esclavos. Es preciso añadir aquí que, al igual que en nuestro hipotético caso del rey de Ruritania, el utilitarismo no proporciona una base firme para anular el «derecho de propiedad» de un amo sobre su esclavo.
La época en la que la esclavitud era una práctica común, muchas de las discusiones giraban en torno a la cuestión de la compensación monetaria que debería dárseles a los dueños en el caso de que fuera abolida semejante institución. Pero se trataba de una discusión palpablemente absurda. ¿Qué deberíamos hacer cuando prendemos a un ladrón y recuperamos el reloj robado, recompensarle porque se ve privado del reloj… o castigarle por su mala acción? Esclavizar a un ser humano es a todas luces un crimen más odioso que robarle un reloj, un crimen que debe ser castigado de acuerdo con su enorme gravedad. Como comentaba acremente el liberal clásico Benjamin Pearson: «Se ha hecho la propuesta de compensar a los propietarios de esclavos, cuando debería pensarse que son los esclavos quienes merecen la compensación.»10 Y es patente que deberían ser los amos —y no los contribuyentes— quienes paguen de su bolsillo la compensación.
Debe insistirse en que en el tema de la esclavitud y a propósito de si debería ser abolida sin dilación ninguna o si sería más prudente hacerlo a lo largo de una o de dos generaciones, no tenían valor alguno los argumentos sobre los problemas de desorganización social, de súbito empobrecimiento de los propietarios de esclavos o del ocaso de la cultura sureña, ni tan siquiera la cuestión —interesante, obviamente, por otras razones— de si la esclavitud resultaba beneficiosa para los cultivos y para la prosperidad económica del Sur. Para los libertarios, para quienes creen en la justicia, la única consideración era la monstruosa injusticia y la permanente agresión implicadas en la esclavitud y, por consiguiente, la inaplazable necesidad de abolir una tal institución con la mayor premura posible.11
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