“Nunca
hemos entendido la diferencia entre democracia y república, y por ello,
sin condiciones, entregamos el país a la tiranía de los grupitos.”
“La democracia ha sido siempre espectáculo de turbulencia. Es
incompatible con la seguridad personal y los derechos de propiedad. Siempre ha
tenido corta vida y ha muerto violentamente.” James Madison
Durante semanas he venido escuchando infinidad de quejas en
contra del enmohecido sistema político mexicano y, en especial, acerca de la
validez del sufragio efectivo producto de la revolución que nos heredó la mayor
parte del cáncer incrustado en las estructuras políticas.
No había prestado atención a los alaridos convertidos en
propuesta para anular el voto en los comicios ya en puerta, hasta que llegó a
mis manos un escrito de la admirada Denisse Dresser en el cual, con finura literaria define
inteligentemente el problema y, sobre todo, el verdadero hartazgo de la gente
con esa clase política sorda, eterna y soberbia que a diario se reparten el
país.
La razón de mi falta de interés es muy sencilla: Yo no creo
en la democracia y nunca he creído. Es más, los padres de la patria así como
los fundadores de EE.UU., tampoco creían en el
concepto y fue por ello que el sistema político que establecieron no fue
democracia, sino una republica federal. Días después de la firma que le daba
vida a la “República Comercial” de los EU, Benjamin
Franklin caminaba por las calles de Filadelfia cuando un transeúnte le pregunta
“¿Qué clase de país nos heredan Dr.?” Franklin sin vacilar responde: “Una república,
a ver cuánto les dura.”
Y fue esa una ruda sentencia pues duró muy poco. Como todo
lo que llega a manos de los políticos profesionales, de inmediato se dieron a
la tarea de manosear el concepto republicano con un solo objetivo: Aplanarse en
los sillones del poder con las nalgas ungidas del más potente pegamento para
nunca ser privados de ese afrodisíaco poder: El poder de portar credencial de
miembro del sistema mientras le arrancan los últimos pellejos a su raquítico
hueso y, como dice Denisse, saltando de un recinto al
otro.
¿Por qué no creo en la democracia? Mi padre partió a
estudiar en Europa cuando la democracia todavía no arruinaba el viejo
continente. Fue testigo de cómo la democracia paría el socialismo nazi y el
fascismo de Mussolini. Estudio cómo el intento
democrático de Rusia se convertía en comunismo cuando Lenin
destruyera la duma elegida democráticamente, para dar paso a la tiranía. Bajo
la tutela de hombres como Hayek, Robbins
y el mismo Mises, entendió la agresiva advertencia de Jefferson
del peligro que representaba para los EE.UU. el caer
en una tiranía que él bautizara como Plebecracia.
Siempre lo escuchaba narrar cómo todos los países de América
Latina al independizarse se definían como Repúblicas adoptando constituciones
que parecieran copias al carbón de la de EE.UU. Sin
embargo, poco tardaron en arrojarlas al diván de los olvidos para construir
imperios. Cuando los imperios fallaron, pasamos a las revoluciones y
construimos dictaduras perfectas. Nos olvidamos de ser república y regresamos a
los imperios: El de Porfirio Díaz, el de Calles, el del PRI y el más importante
de todos; el imperio democrático y monopólico de los perfectos idiotas
latinoamericanos encabezados por Hugo Chávez.
Nunca hemos entendido la diferencia entre democracia y
república, y por ello, sin condiciones, entregamos el país a la tiranía de los
grupitos. La democracia es una mayoría operando sin límites ni salvaguardas
legales para proteger los derechos de individuos y minorías. La república es
una mayoría traducida en un gobierno limitado por una constitución, escrita y
“respetada,” para proteger esos derechos. La democracia es el mandato de una
omnipotente mayoría y, como afirmara Jefferson,
organizada para oprimir a las minorías e individuos.
Ya sea democracia directa o representativa, el resultado es
poder absoluto e ilimitado con decisiones inapelables. Ello ha sido el capullo
fraguando la tiranía de las mayorías ejercida por el grupito eterno en el
poder. La realidad actual fue la gran preocupación de los inventores de la
moderna república en los EE.UU. cuando hablaban de
exceso de democracia, atestiguando el poder era transferido a las omnipotentes
legislaturas.
Fue en 1871 cuando Jefferson, en
sus Notas sobre el estado de Virginia,
demandara protecciones contra el exceso de democracia: “No luchamos para tener
un gobierno conformado por déspotas electos,” escribía para denunciar esos
abusos. “Todos los poderes del gobierno se han concentrado en un pequeño grupo
de burócratas. No es solución el que esos poderes sean ejercidos por muchas
manos o una sola. 178 déspotas son igualmente opresivos que uno solo.”
James Madison continuaba: “Esos
promotores de la democracia quienes erróneamente suponen que reduciendo el ser
humano a una igualdad en sus derechos políticos automáticamente lo entenderán,
asimilarán y se igualarán también en sus posesiones, opiniones y pasiones,
serán la causa de la destrucción de la verdadera república. No entienden que
democracia es el mandato de la plebe, mientras que república es el mandato de
la ley”.
Pero con gran ingenio nuestros políticos han creado algo que
se pudiera llamar La Tiranía Democrática.
Un club en el que sólo unos cuantos participan endosados por la plebe
manipulada, pero eso sí, apóstoles demócratas. Von
Mises afirmaba que en “economía libre” el mercado no puede evitar participen
hombres de corazón corrupto, pero el mercado mismo los elimina mediante su
creativa destrucción. En el campo de la democracia podemos afirmar lo
contrario: el sistema sólo acepta hombres y mujeres con el corazón corrupto y
aquellos de corazón puro, de inmediato son eliminados por su aun más creativa y
diabólica destrucción.
Tenemos buenas y malas noticias. La buena es que el problema
está identificado. La mala es que no tenemos la solución. Sólo se me ocurre el
citar las palabras de ese hombre sabio, Ludwig Von Mises: “El principio de gobierno por el pueblo
recomendado por el liberalismo no aspira que prevalezca la masa. Tampoco
defiende el gobierno de los más indignos, incapaces y rapaces. A las naciones
les conviene ser regidas por los mejores. Pero ningún sistema puede garantizar
que los electores confieran el poder a los decentes. Si el electorado sostiene
ideas equivocadas y elige a los indignos y corruptos, no hay más solución que
cambiar esa mentalidad.”
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