Por Murray N. Rothbard
¿Por qué triunfará la libertad? Después
de haber expuesto el credo libertario y el modo como se aplica a los
problemas vitales de nuestro tiempo, y de haber realizado un esbozo de
los grupos sociales que pueden sentirse atraídos por ese credo, así como
de los momentos en que esto puede ocurrir, tenemos que evaluar ahora
las perspectivas futuras de la libertad.
En particular, debo examinar mi firme y
creciente convicción personal no sólo de que el libertarianismo
triunfará en el largo plazo, sino que además surgirá victorioso en un
período sorprendentemente corto. En efecto, estoy convencido de que la
oscura noche de la tiranía está llegando a su fin y de que ya se
vislumbra el amanecer de la libertad.
Muchos libertarios son muy pesimistas
acerca de las perspectivas de la libertad. Y es verdad que, si nos
centramos en el crecimiento del estatismo en el siglo xx y en la caída
del liberalismo clásico a que nos referimos en el capítulo
introductorio, resulta fácil ser presa de pronósticos pesimistas. Este
pesimismo puede profundizarce aun más si estudiamos la historia y vemos
la crónica negra de despotismo, tiranía y explotación común a todas las
civilizaciones. Podría perdonársenos el haber considerado que el súbito
surgimiento del liberalismo clásico desde el siglo XVII hasta el XIX en
Occidente fue una atípica irrupción de gloria en los tétricos anales de
la historia pasada y futura. Pero esto sería sucumbir ante la falacia de
lo que los marxistas llaman "impresionismo": un enfoque superficial de
los hechos históricos mismos sin un análisis más profundo de las leyes
causales y las tendencias operantes. La postura a favor del optimismo
libertario puede plantearse en una serie de lo que podría llamarse
círculos concéntricos, comenzando con las consideraciones más amplias y
de más largo plazo y pasando al enfoque más definido sobre las
tendencias de corto plazo. En el sentido más amplio y de más largo
plazo, el libertarianismo triunfará con el tiempo debido a que él y sólo
él es compatible con la naturaleza del hombre y del mundo. Únicamente
con la libertad puede alcanzar el hombre la prosperidad, la realización y
la felicidad. En pocas palabras, el libertarianismo triunfará porque es
verdadero, porque es la política correcta para la humanidad, y
finalmente la verdad vencerá.
Pero semejantes consideraciones de largo
plazo plantean, en realidad, un futuro demasiado distante, y el hecho
de que haya que esperar varios siglos para que prevalezca la verdad es
un magro consuelo para los que vivimos en algún momento particular de la
historia. Por fortuna, hay una razón para esperar una realización en un
plazo más corto, una razón que nos permite desechar el siniestro
registro de la historia anterior al siglo XVIII como carente de
relevancia para las perspectivas futuras de libertad. Lo que sostenemos
aquí es que la historia dio un gran salto, un cambio de rumbo, cuando
las revoluciones liberales clásicas nos propulsaron hacia la Revolución
Industrial de los Siglos XVIII y XIX,1 dado que en el mundo
preindustrial, el mundo del Antiguo Régimen y de la economía agraria, no
había razón alguna por la cual el reino del despotismo no pudiera
continuar indefinidamente, por muchos siglos. Los campesinos cultivaban
la tierra y los reyes, nobles y señores feudales les quitaban todo el
excedente, dejándoles apenas lo necesario para que pudieran subsistir y
trabajar.
Por brutal, explotador y triste que
fuera el despotismo agrario, su supervivencia era posible por dos
razones principales: 1) la economía podía mantenerse, por lo menos en un
nivel de subsistencia, y 2) las masas no conocían nada mejor, nunca
habían experimentado un sistema superior a ése, y por ende se las podía
inducir a que siguieran sirviendo a sus amos como bestias de carga. Pero
la Revolución Industrial fue un gran salto histórico, porque creó
condiciones y expectativas irreversibles. Por primera vez en16
la historia mundial, se había creado una
sociedad en la cual el nivel de vida de las masas fue propulsado desde
la mera supervivencia hasta alturas nunca antes imaginadas. La población
de Occidente, anteriormente estancada, ahora proliferaba para
beneficiarse con las crecientes oportunidades de empleo y buena vida. No
es posible volver a la era preindustrial. No sólo las masas no
permitirían tan drástico retroceso en sus expectativas de un creciente
nivel de vida, sino que el retorno a una economía agraria significaría
la hambruna y la muerte de una gran parte de la población actual.
Estamos atrapados en la era industrial, nos guste o no. Pero si eso es
cierto, entonces la causa de la libertad está asegurada, puesto que la
ciencia económica ha puesto en evidencia, tal como lo demostramos
parcialmente en este libro, que sólo la libertad y el libre mercado
pueden administrar una economía industrial. En resumen, si bien la
libertad económica y social habría sido deseable y justa en un mundo
preindustrial, en la era industrial es además una necesidad vital.
Porque, como lo señalaron Ludwig von Mises y otros economistas, en una
economía industrial el estatismo sencillamente no funciona. Por ende,
dado un compromiso universal con el mundo industrial, con el tiempo, y
mucho antes de que simplemente triunfe la verdad, resultará obvio que el
mundo tendrá que adoptar la libertad y el libre mercado como requisito
indispensable para la supervivencia y el florecimiento de la industria.
Esto fue lo que percibieron Herbert Spencer y otros libertarios del
siglo XIX al hacer una distinción entre la sociedad "militar" y la
"industrial", entre una sociedad de "estatus" y una sociedad de
"contrato".
En el siglo XX, Mises demostró a) que
toda intervención estatista distorsiona y debilita al mercado y lleva,
si no se la revierte, al socialismo, y b) que el socialismo es una
calamidad porque no puede planificar una economía industrial debido a la
falta del incentivo de las ganancias, y porque carece de un genuino
sistema de precios y de derechos de propiedad sobre el capital, la
tierra y otros medios de producción. En pocas palabras, tal como lo
predijo Mises, ni el socialismo ni las varias formas intermedias de
estatismo e intervencionísmo pueden funcionar. En consecuencia, dado un
compromiso general por la economía industrial, estas formas de estatismo
deberán ser descartadas y reemplazadas por la libertad y el mercado
libre. En nuestro tiempo éste es un plazo mucho más corto que el que
imponía la espera del triunfo de la verdad, pero a los liberales
clásicos de principios del siglo XX -Sumner, Spencer, Pareto y otros-
les pareció un largo plazo verdaderamente insoportable. Y no se los
puede culpar por ello, dado que estaban asistiendo a la caída del
liberalismo clásico y al nacimiento de las nuevas formas de despotismo a
las que tan fuerte y firmemente se opusieron. Fueron, lamentablemente,
testigos de su creación.
El mundo tendría que esperar, si no
siglos por lo menos décadas, para que se demostrara que el socialismo y
el estatismo corporativo eran rotundos fracasos. Pero el largo plazo es
aquí y ahora. No es necesario profetizar sobre los ruinosos efectos del
estatismo; están aquí, al alcance de la mano. Lord Keynes ridiculizó las
críticas de los economistas de libre mercado respecto de que sus
políticas inflacionarias serían ruinosas en el largo plazo; en su famosa
respuesta, se burló de ellos diciendo que "en el largo plazo todos
estaremos muertos." Pero ahora Keynes está muerto y, nosotros estamos
vivos, viviendo su largo plazo. Los pollos estatistas han venido a
nuestro gallinero. A comienzos del siglo XX, y en las décadas
siguientes, las cosas no estaban tan claras. La intervención estatista,
en sus diferentes formas, intentó preservar e incluso ampliar una
economía industrial mientras frustraba los mismisimos requerimientos de
libertad y, libre mercado que son tan necesarios para su supervivencia a
largo plazo. Durante medio siglo, la intervención estatista dio rienda
suelta a sus depredaciones mediante la planificación, los controles, los
elevados y complicados impuestos y, el papel moneda inflacionario sin
haber provocado claras y evidentes crisis y dislocaciones, dado que la
industrialización de libre mercado del siglo XIX había creado un enorme
almohadón que mantenía protegida a la economía de tales devastaciones.
Por lo tanto, el gobierno podía imponer gravámenes, restricciones e
inflación en el sistema sin cosechar rápidamente sus malos efectos. Pero
ahora el estatismo ha avanzado tanto y ha estado en el poder durante
tanto tiempo que el almohadón se ha desgastado; tal como señaló Mises en
la década de 1940, el "fondo de reserva" creado por el laíssez- faíre
se "agotó".
Y ahora, todo cuanto haga el gobierno
tiene una respuesta negativa instantánea: los malos efectos son
evidentes para todos, incluso para muchos de los más ardientes
apologistas del estatismo. En los países comunistas de Europa oriental, y
ahora en China, los propios comunistas se han dado cuenta cada vez más
de que la planificación central socialista sencillamente no funciona en
una economía industrial. De allí el rápido abandono, en los últimos
años, de la planificación central y el vuelco hacia el libre mercado,
especialmente en Yugoslavia. También en el mundo occidental el
capitalismo estatal está en crisis en todas partes, a medída que se va
poniendo en evidencia que, en el sentido rnás profundo, el gobierno se
ha quedado sin dinero: los crecientes impuestos debilitarán a la
industria y a los incentivos más allá de toda reparación, mientras que
la creciente creación de nuevo dinero provocará una inflación galopante.
Y entonces oímos cada vez más, por parte de aquellos que alguna vez
fueron los más ardientes sostenedores del Estado, que “es necesario
bajar las expectativas en el gobierno”. En Alemania Occidental, el
partido Socialdemócrata abandonó hace tiempo su demanda de aplicar el
socialismo. En Gran Bretaña, cuya economía está debilitada por los
Impuestos y la grave inflación -lo que incluso los británicos llaman la
"enfermedad inglesa"- , el Partido Tory (conservadores), regido durante
años por estatistas consagrados, ahora pasó a manos de una facción
partidaria del libre mercado, mientras que hasta el Partido Laborista se
ha venido apartando del caos planificado del estatismo desenfrenado.
Pero es en los Estados Unidos donde podemos ser particularmente
optimistas, porque aquí es posible estrechar el círculo del optimismo a
una dimensión de corto plazo. De hecho, podemos sostener con toda
confianza que este país ha entrado en una situación de crisis
permanente, y hasta podemos señalar los años en que comenzó: 1973-1975.
Afortunadamente para la causa de la
libertad, no sólo llegó a los Estados Unidos una crisis del estatismo,
sino que paseo en forma aleatoria todo el tablero de la sociedad, en
varias esferas diferentes y más o menos al mismo tiempo. Así, estos
colapsos del estatismo tuvieron un efecto sinérgico, reforzándose
mutuamente en su impacto acumulativo. Y no sólo fueron crisis del
estatismo, sino que todos las perciben como causadas por el estatismo, y
no por el libre mercado, la codicia pública, u otros factores. Y
finalmente, sólo es posible aliviarlas sacando al gobierno de la escena.
Todo lo que necesitamos son libertarios que indiquen el camino.
Repasemos rápidamente estas áreas de crisis sistémica y veamos cuántas se dieron en
1973-1975 y en los años siguientes. Desde el otoño de 1973 hasta 1975 los Estados Unidos experimentaron una depresión con inflación después de cuarenta años de un supuesto ajuste keynesiano que, en teoría, debía eliminar ambos problemas para siempre. Fue también en este período cuando la inflación alcanzó las temibles proporciones de dos dígitos. Además, en 1975 la ciudad de Nueva York experimentó su primera gran crisis de deuda, que resultó en un default parcial. Por supuesto, esta temida palabra, default, fue evitada; la virtual quiebra fue llamada, en cambio, stretchout (obligando a los acreedores de corto plazo a aceptar bonos de largo plazo de la ciudad de Nueva York).
1973-1975 y en los años siguientes. Desde el otoño de 1973 hasta 1975 los Estados Unidos experimentaron una depresión con inflación después de cuarenta años de un supuesto ajuste keynesiano que, en teoría, debía eliminar ambos problemas para siempre. Fue también en este período cuando la inflación alcanzó las temibles proporciones de dos dígitos. Además, en 1975 la ciudad de Nueva York experimentó su primera gran crisis de deuda, que resultó en un default parcial. Por supuesto, esta temida palabra, default, fue evitada; la virtual quiebra fue llamada, en cambio, stretchout (obligando a los acreedores de corto plazo a aceptar bonos de largo plazo de la ciudad de Nueva York).
Esta crisis es sólo la primera de muchas
cesaciones de pagos de bonos estatales y locales en todo el país,
porque los gobiernos estatales y locales se verán obligados cada vez más
a hacer elecciones desagradables, debido a las "crisis", entre cortes
radicales en el gasto, mayores impuestos que motivarán el alejamiento de
la región de los empresarios y los ciudadanos de clase media, e
incumplimientos en el pago de las deudas. Desde comienzos de la década
del 70, también, se había hecho cada vez más evidente que los altos
impuestos a la renta, al ahorro y a la inversión habían perjudicado a la
actividad empresaria y a la productividad. Los contadores recién ahora
comienzan a darse cuenta de que estos impuestos, combinados
especialmente con distorsiones inflacionarias de los cálculos
económicos, llevaron, en forma casi inadvertida, a una creciente escasez
de capital y a un inminente peligro de agotamiento del vital stock de
capital de los Estados Unidos. En todo el país se producen rebeliones
fiscales; la gente reacciona contra los altos gravámenes que pesan sobre
la propiedad, la renta y las ventas, y puede afirmarse con seguridad
que cualquier nuevo aumento en los impuestos equivaldría a un suicidio
político en todos los niveles del gobierno. Ahora se ve que el Sistema
de Seguridad Social, alguna vez tan sagrado para la opinión
estadounidense que estaba literalmente por encima de toda crítica, se
encuentra tan irreparablemente deteriorado como lo habían advertido
durante mucho tiempo los escritores libertarios y de libre mercado,
Hasta el Establishment reconoce que el Sistema de Seguridad Social está
en quiebra y que no es en ningún sentido un esquema genuino de
"seguridad".
La regulación de la industria se
considera un fracaso de tal magnitud que aun estatistas como el senador
Edward Kennedy están reclamando una desregulación de las aerolíneas;
incluso se ha hablado muchísimo acerca de la abolición de la ICC
(Comisión de Comercio Interestatal) y la CAB (Oficina de Información al
Ciudadano). En el frente social, el otrora sacrosanto sistema de
enseñanza pública se encuentra bajo fuego. Las escuelas públicas, que
necesariamente toman decisiones educativas para toda la comunidad, han
generado intensos conflictos sociales sobre raza, sexo, religión y
contenidos de la enseñanza. Las prácticas gubernamentales con respecto
al delito y al encarcelamiento soportan intensas críticas: un
libertario, el Dr. Thomas Szasz, ha logrado liberar casi sin ayuda a
varios ciudadanos de la reclusión involuntaria, mientras el gobierno
ahora admite que su política de intentar "rehabilitar" criminales, en la
que había depositado tantas esperanzas, es un rotundo fracaso, La
aplicación de leyes contra las drogas, como la prohibición de la
marihuana, y, de leyes contra ciertas formas de relaciones sexuales, se
ha malogrado por completo. En el país crece una sensación de repudio
hacia todas las leyes que penan los crímenes sin víctimas, es decir, las
que consideran crímenes a aquellos en los que no hay víctimas.
Cada vez resulta más obvio que los
intentos de aplicar estas leyes sólo pueden ocasionar problemas y un
virtual Estado policial. Dentro de muy poco tiempo, el prohibicionismo
en lo que respecta a la moral personal se verá tan coeficiente e injusto
como lo fue en el caso de la prohibición del alcohol. Junto con las
desastrosas consecuencias del estatismo en los frentes económico y
social, se produjo la traumática derrota en Vietnam, que culminó en
1975. El fracaso total de la intervención estadounidense condujo a una
creciente revisión de toda la política exterior intervencionista que los
Estados Unidos han venido sosteniendo desde Woodrow Wilson y Franklin
D. Roosevelt. La certeza cada vez mayor de que es preciso reducir el
poder estadounidense, de que el gobierno de los Estados Unidos no puede
regir exitosamente al mundo, es un concepto "neo aislacionista" paralelo
a aquel según el cual es imperioso reducir las intervenciones del
Gobierno Grande dentro del país. Mientras la política exterior
estadounidense es aún agresivamente global, este sentimiento
neo-aislacionista tuvo éxito en cuanto a limitar la intervención
estadounidense en Angola durante 1976.
Quizá la mejor de todas las señales, la
indicación más favorable del colapso de la mística del Estado
estadounidense, de su cimiento moral, fueron las revelaciones de
Watergate en 1973-1974. Watergate nos da la única gran esperanza de una
victoria de la libertad en los Estados Unidos en el corto plazo, dado
que, como nos lo estuvieron advirtiendo los políticos desde entonces,
destruyó la "fe pública en el gobierno" —y ya era hora de que esto
ocurriera—. Watergate dio origen a un cambio radical en las actitudes
profundamente arraigadas de todos, independientemente de su ideología
particular, hacia el gobierno, porque, en primer lugar, puso de
manifiesto ante el público las invasiones a la libertad personal y la
propiedad privada por parte del gobierno —micrófonos ocultos, drogas,
interceptación de líneas telefónicas, intervención decorrespondencia,
agentes provocadores, incluso asesinatos—. Watergate por fin sacó a la
luz la suciedad del FBI y la CIA, antes prácticamente sagrados, y
permitió una visión clara y desapasionada de ambas agencias. Pero lo que
es más importante aun, al inculpar al presidente, Watergate desacralizó
en forma definitiva una función que prácticamente tenía visos de
soberanía para el pueblo estadounidense. Ya nadie considerará que el
presidente está por encima de la ley; ya no le será posible actuar con
falsedad. Pero lo más importante es que el gobierno mismo ha sido bajado
de su pedestal.
Ya nadie confía en él ni en los
políticos; ahora es objeto de una perpetua hostilidad, lo que nos
retrotrae a ese estado de sana desconfianza hacia el gobierno que
caracterizó al público y a los revolucionarios estadounidenses del siglo
XVIII. Durante algún tiempo, pareció como si Jimmy Carter pudiera ser
capaz de lograr su objetivo declarado de recuperar la fe y la confianza
del pueblo en el gobierno. Pero debido al fiasco de Bert Lance y a otros
pecadillos, afortunadamente no lo logró. La crisis permanente del
gobierno continúa. En consecuencia, las condiciones están dadas, ahora y
en el futuro de los Estados Unidos, para el triunfo de la libertad.
Todo lo que se necesita es un movimiento libertario pujante y vital que
explique esta crisis sistémica y señale el camino que nos saque de este
estado de confusión creado por el gobierno. Pero, tal como vimos al
comienzo de esta obra, es precisamente lo que hemos venido haciendo. Y
ahora llegamos, al fin, a nuestra prometida respuesta a la pregunta que
planteamos en el capítulo introductorio:
¿Por qué ahora? Si los Estados Unidos
tienen una herencia de valores libertarios profundamente arraigada, ¿por
qué salieron a la superficie ahora, en los últimos cuatro o cinco años?
A ello respondemos que ese surgimiento y ese rápido crecimiento del
movímiento libertario no es accidental, que está en función de la
situación de crisis que azotó a los Estados Unidos en 1973-1975 y ha
continuado desde entonces. Las situaciones críticas siempre estimulan el
interés y la búsqueda de soluciones, y esta crisis hizo que numerosos
pensadores estadounidenses se dieran cuenta de que el gobierno provocó
este caos, y que sólo la libertad —el repliegue del gobierno— puede
lograr que salgamos de él. Crecemos porque las condiciones están
maduras. En cierto sentido, como en el libre mercado, la demanda ha
creado su propia oferta. Esa es la razón por la cual el Partido
Libertario obtuvo 174.000 votos al presentarse por primera vez a un
cargo nacional en 1976. Y por eso The Baron Report, la autorizada
publicación sobre temas políticos de Washington —que en modo alguno
puede calificarse como pro libertaria—, negó, en un número reciente, las
afirmaciones de los medios respecto de una tendencia hacia el
conservadurismo en el electorado.
El informe señala, por el contrario, que
"si existe alguna tendencia evidente de la opinión, es hacia el
libertarianismo, la filosofia que lucha contra la intervención
gubernamental y a favor de los derechos personales". El informe agrega
que el libertarianismo resulta atractivo para los dos extremos del
espectro político: "Los conservadores reciben con agrado esa tendencia
en el momento en que indica el escepticismo público sobre los programas
federales; los populistas socialdemócratas lo acogen con beneplácito
cuando muestra la aceptación cada vez mayor de los derechos individuales
en áreas tales como las drogas, la conducta sexual, etc. y la creciente
reticencia del público a apoyar la intervención exterior"2. La fuerza
del actual movimiento libertario queda demostrada por la intensidad de
las críticas que ha recibido en los últimos tiempos por parte de los
defensores del estatismo de izquierda, derecha y centro. Desde mediados
de marzo hasta mediados de junio de 1979, la publicación populista
socialdemócrata católica Commonweal, la izquierdista Nation y la
derechista National Review atacaron al libertarianismo, cada una a su
manera, y proclamaron la supremacía del Estado sobre el individuo.
El editorial de Commonweal en su número
del 16 de marzo, titulado "In Defense of Government", resumió todas sus
preocupaciones lamentando el hecho de que durante generaciones "no
hubiera habido tantas personas inteligentes inclinadas a proclamar al
Estado como el enemigo". Hacia la libertad en los Estados Unidos El
credo libertario ofrece, por fin, la realización de lo mejor del pasado
estadounidense juntamente con la promesa de un futuro mucho mejor aun.
Los libertarios, incluso más que los conservadores, por lo general
ligados a las tradiciones monárquicas de un pasado europeo felizmente
obsoleto, están firmemente encuadrados en la gran tradiciónliberal
clásica que construyó a los Estados Unidos y nos dejó en herencia la
libertad individual, la política exterior no violenta, el gobierno
mínimo y la economía de libre mercado. Los libertarios son los únicos
herederos legítimos de Jefferson, Paine, Jackson y los abolicionistas. Y
sin embargo, pese a que estamos más enraizados en la tradición
estadounidense que los conservadores, en cierto modo somos más radicales
que los radicales, no en el sentido de que tengamos el deseo o la
esperanza de cambiar la naturaleza humana mediante el ejercicio de la
política, sino en el sentido de que sólo nosotros proveemos una ruptura
realmente definida y genuina con el estatismo invasor del siglo XX. La
Antigua Izquierda únicamente aboga porque tengamos más de lo que estamos
sufriendo ahora; la Nueva Izquierda, en último análisis, sólo propone
un estatismo aun más agravado o un igualitarismo y una uniformidad
compulsivos.
El libertarianismo es la culminación
lógica de la ahora olvidada oposición de la "Antigua Derecha" (de las
décadas de 1930 y 1940) al New Deal, la guerra, la centralización y la
intervención estatal. Sólo nosotros queremos romper con todos los
aspectos del Estado populista socialdemócrata: con su asistencialismo y
su belicosidad, sus privilegios monopólicos y su igualitarismo, su
represión de crímenes sin víctimas, tanto personales como económicos.
Sólo nosotros ofrecemos tecnología sin tecnocracia, crecimiento sin
contaminación, libertad sin caos, ley sin tiranía, defensa de los
derechos de propiedad
en la propia persona y en las posesiones
materiales. Los hilos y los vestigios de las doctrinas libertarias
están, de hecho, a nuestro alrededor, en grandes partes de nuestro
glorioso pasado y en valores e ideas de nuestro confuso presente. Pero
sólo el libertarianismo recoge esos hilos y esos vestigios y los integra
en un sistema poderoso, lógico y coherente. El enorme éxito de Karl
Marx y del marxismo no se debió a la validez de sus ideas —puesto que
todas, verdaderamente, son falaces— sino al hecho de que se atrevió a
tejer la teoría socialista dentro de un poderoso sistema. La libertad no
puede prosperar sin una teoría sistemática equivalente y que ponga de
manifiesto las diferencias; y hasta los últimos años, a pesar de nuestra
gran herencia de pensamiento y práctica económicos y políticos, no
hemos tenido una teoría de la libertad completamente integrada y
consistente. Ahora tenemos esa teoría sistemática; venimos en plena
posesión de nuestro conocimiento, listos para transmitir nuestro mensaje
y cautivar la imaginación de todos los grupos que conforman la
población. Todas las demás teorías y sistemas han fracasado de modo
evidente: el socialismo está en retirada en todas partes, y sobre todo
en Europa oriental; el populismo socialdemócrata nos ha sumido en un
sinnúmero de problemas insolubles; el conservadurismo no tiene nada que
ofrecer excepto la estéril defensa del statu quo. El mundo moderno nunca
ha probado completamente la libertad; los libertarios proponemos ahora
realizar el sueño estadounidense y el sueño mundial de libertad y
prosperidad para toda la humanidad.
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