Por Antonio José Chinchetru
El Papa Francisco dijo durante la
Jornada Mundial de la Juventud en Polonia, tras su visita a Auschwitz y
en una Europa recién golpeada por el terrorismo yihadista: "La violencia
no se vence con más violencia". El autor de esa frase es el mismo sumo
pontífice que tras la masacre de Charlie Hebdo condenó el
atentado, pero mostró cierta comprensión hacia los terroristas al decir
que si insultan a su madre, él respondería con un puñetazo. Curioso que se reservara el derecho al uso de la violencia –sin haberla sufrido antes– que niega al resto de los seres humanos.
Si alguna violencia no está justificada
es, precisamente, aquella con la que se responde a algo que no es una
agresión. El hipotético insulto a la progenitora del Papa peronista
legitimaría su enfado y que profiriera todo tipo de tacos contra el
autor del agravio. Pero en ningún caso sería una excusa para dar un
puñetazo. Y lo mismo ocurre con sentirse ofendido por unas viñetas que
muestran a Mahoma o se mofan de él: no son una coartada para asesinar a
sus autores.
Sin embargo, en otros casos sí es
legítimo recurrir a la violencia. Es una forma aceptable –y muchas veces
eficaz– de respuesta ante una agresión. Rechazar la legitimidad de esto
supone, simplemente, negar el derecho de autodefensa. Un derecho, por
cierto, reconocido incluso por la Iglesia Católica de la que Francisco
es la cabeza visible.
Equiparar a la violencia defensiva con
aquella ejercida por el agresor es de una profunda irresponsabilidad e
inmoralidad. La doctrina del Papa Francisco supone negar a la mujer
maltratada el derecho de blandir un cuchillo de cocina contra su pareja
como forma de parar una paliza que va a suponer su muerte o heridas de
extrema gravedad. Implica también que los cristianos –y muchos otros– de
Oriente Medio no tienen derecho a defender sus aldeas ante las
incursiones de unos yihadistas que quieren asesinar a todos lo hombres y
convertir en esclavas sexuales a las mujeres.
La doctrina del Papa Francisco niega el
derecho de un niño o un adolescente a poner fin a las palizas del abusón
del colegio respondiendo a sus golpes con puñetazos. Tampoco considera
legítima la defensa de un inmigrante o un homosexual ante un ataque
xenófobo u homófobo. E incluso implica que, si alguien entra a robar en
tu domicilio, lo único moral y éticamente aceptable es sentarse a ver
cómo se llevan todo lo que posees.
Recurrir a la fuerza para defenderse de
una agresión –un ataque contra nuestra integridad física o nuestra
propiedad, nunca una ofensa verbal o escrita– no sólo es legítimo. Es,
además, útil. Un mundo en el que quienes no dudan en usar una violencia
injustificada (maltratadores, violadores, ladrones, terroristas, matones
de patio de colegio...) nunca fueran a recibir una respuesta a sus
agresiones sería un lugar terrible. Nadie pararía sus actos y no habría
ser humano libre y seguro alguno sobre la faz de la tierra.
La violencia debe ser el último recurso,
pero cuando es defensiva puede convertirse en el único posible. Da
igual lo que diga al respecto el Papa Francisco, defenderse es un
derecho que tiene todo ser humano. Incluido él mismo. ¿O acaso los
guardaespaldas fuertemente armados que siempre le acompañan llevan sus
pistolas tan sólo de adorno?
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