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Thursday, August 18, 2016

El Papa debería escuchar a Tom Woods


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La publicación de la encíclica Laudato Si por el papa Francisco la semana pasada tuvo el resultado previsible de conseguir aplausos y hurras para el pontífice en la prensa mundial y otra ronda de desorientadas sacudidas de cabeza entre católicos practicantes. Ya sea en comentarios formales o en sus observaciones informales, el papa Francisco repite muchas de las objeciones comunes (y caricaturas) sobre la economía de mercado, objeciones que podemos encontrar en los escritos de los pensadores de izquierdas que dominan la orden jesuita del papa.
Entretanto, los llamados progresistas en la Iglesia, normalmente no tan respetuosos con la autoridad, proclaman triunfalmente que los asuntos de la economía han quedado definitivamente resueltos y que los fieles deben cerrar la boca y obedecer.



El antídoto para todo esto, publicada este mismo año, es la edición del décimo aniversario del libro de Tom Woods The Church and the Market: A Catholic Defense of the Free Economy, que ganó el primer premio en la división de libros de los premios de empresa Templeton poco después de su publicación hace una década.
La tesis de Tomy su rápida expansión ha puesto a la defensiva a los progresistas de la Iglesia (aseguraros de leer su despedazamiento de una conferencia católica izquierdista advirtiendo a los fieles acerca de los terribles peligros del libertarismo) y ha hecho abrir de golpe una discusión que los progresistas han ansiado tanto en insistir en que está cerrada. Antes de explicar qué hace a este libro especialmente original, único y valioso, dejadme que señale que lo que contiene es del mayor interés e importancia sin que importen las convicciones religiosas que puede tener el lector, si es que las tiene. Es el libro perfecto para leer entre La economía en una lección de Hazlitt por un lado y tratados austriacos avanzados como La acción humana  de Mises y El hombre, la economía y el estado de Rothbard, por otro.
Tom empieza explicando la praxeología, el método austriaco de la economía, y muestra cómo los austriacos deducen el concepto de costes, escalas de valor, planes de oferta y demanda y ley de utilidad marginal decreciente, todo desde la sencilla proposición de que los seres humanos actúan y de que usan medios escasos para sustituir un estado de cosas menos preferible por uno más preferible. Si alguna vez os habéis preguntado cómo emplean exactamente los austriacos el “axioma de la acción” para llegar a conclusiones económicas sólidas, lo entenderéis después de leer este capítulo.
El resto del libro cubre una amplia variedad de asuntos cuya incomprensión nos ha llevado a burdas confusiones morales: sindicatos, salarios, “justiprecio”, banca, inflación, ciclos económicos, interés, monopolio, ayuda exterior, estado de bienestar, distribucionismo y mucho más. La edición del décimo aniversario contiene un nuevo prólogo y un capítulo extra. El capítulo extra equivale a una defensa general de la tesis del libro y adopta la forma de una réplica sistemática a un crítico por el que casi sentiréis pena.
En otras palabras, el libro realiza un alegato extremadamente vigoroso y convincente de la economía austriaca como ciencia y de la economía de mercado como sistema económico. Os garantizo que seréis más capaces de defender ambas después de leerlo y que disfrutaréis cada página de la implacable presentación de Tom.
Cuando salió el libro, causo una polémica instantánea. Izquierdistas católicos e incluso algunos tradicionalistas lo denunciaron. Pero Tom tenía multitud de apoyos, entre ellos fray Martin Rhonheimer, de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz en Roma; la revista Crisis; James Lothian (escribiendo en Homiletic and Pastoral Review) de la Universidad de Fordham, Bill Luckey, presidente del departamento de economía en el Christendom College; Sam Bostaph, presidente del departamento de economía en la Universidad de Dallas (católica conservadora) e incluso un intelectual que echó una mano en la redacción de una encíclica papal anterior.
La tesis clave del libro que causó polémica entre los católicos, una mayoría de los cuales nunca leyó el libro y caricaturizó su argumentación, era la siguiente. Un católico mira a la Iglesia en asuntos de fe y de moral. Los detalles técnicos de disciplinas académicas concretas, por el contrario, quedan fuera de la competencia de la Iglesia.
Por ejemplo, si funciona una medicina concreta o tiene efectos secundarios de diversos grados de intensidad es un asunto de médicos e investigadores farmacéuticos. Si esta medicina solo puede fabricarse arrancando corazones de seres humanos vivos, la Iglesia por supuesto puede decir que el uso de la medicina es moralmente inaceptable.
La Iglesia puede decir que la arquitectura del templo tendría que arrastrar a la mente hacia la contemplación de Dios y ser construida de forma que soporte el paso del tiempo. Pero los hombres de la Iglesia irían más allá de su competencia si describieran los métodos técnicos que son más apropiados para este fin.
Igualmente, está bien decir que el bienestar de la familia, la piedra angular de la sociedad, es de gran importancia. Otra cosa muy distinta es tomar partido con respecto a los medios técnicos precisos para asegurar ese bienestar, como si el edificio del razonamiento económico de los últimos 200 años no existiera. Las reclamaciones de un “salario vital” por supuesto serían destructivas para la familia.
Los desorientados críticos de Tom se abalanzaron sobre él. ¡Cómo se atrevía Tom a decir que la Iglesia no podía hablar de asuntos económicos! Pero Tom no estaba diciendo eso en absoluto, como hemos visto. No hay razón para que las autoridades puedan hacer declaraciones generales acerca de asuntos morales que resultan interseccionar con la economía. Lo que sí decía Tom (correctamente, por supuesto) era que las proposiciones cualitativas de la ciencia económica, siendo hechos de la realidad, quedan conceptualmente más allá de la crítica moral.
En otras palabras, si los salarios aumentan de una manera concreta, ninguna exhortación moral puede hacer que aumenten de otra forma. Si las limitaciones de un mundo finito significan que podemos disfrutar de A solo a costa de B, ninguna cantidad de burla pía sobre el sistema de mercado puede eliminar este hecho en bruto. No podemos condenar al número de Avogadro o realizar exhortaciones morales para cambiarlo.
Algunos de los católicos tradicionales que ahora protestan por  la encíclica Laudato Si  del papa Francisco estuvieron antes en la fila para condenar The Church and the Market por su supuesta disensión respecto de otras encíclicas papales. Pero las bases sobre las que estos católicos objetan a la Laudato Si son en buena medida aquellas en las cuales apuntaba Tom dificultades con documentos anteriores. Si empezamos con presupuestos defectuosos tomados de un mal entendimiento de las disciplinas seculares, cualquier razonamiento moral consiguiente basado en ellos es seguro que estará igualmente distorsionado. Quadragesimo Anno (1931), de Pío XI, podía ver la Gran Depresión y culpar de ella a la avaricia e incluso el por otro lado conservador Benedicto XVI respondía a problemas económicos más recientes con lo que Tom ha llamado “advertencias banales sobre materialismo y avaricia”. Como se pregunta Tom en el libro, ¿por qué no hay espacio en todo este juicio moral para al menos una mención de los problemas morales de la banca centralizada?
Desarrollado sistemáticamente en The Church and the Market, Tom aplicaba este análisis a la Populorum Progressio (1967), del papa Pablo VI, que destacaba las malas pobres condiciones de vida en el mundo subdesarrollado. Pasaba de un deseo perfectamente natural de mejorar esas condiciones al tremendo non sequitur de que los programas de ayuda al desarrollo dirigidos por el estado y financiados por Occidente eran la solución. Además expresaba su creencia en la tesis de Singer-Prebisch de que un declive secular en los términos del comercio (por ejemplo, que los precios de las materias primas, que los países del Tercer Mundo tendían a producir, se movían a la baja, mientras que los bienes manufacturados, producidos por los países más desarrollados, veían aumentar sus precios) significaba que una liberalización del comercio internacional no podría resolver los problemas del mundo subdesarrollado.
En ese momento, el economista Peter Bauer estaba advirtiendo en vano contra los programas de ayuda al desarrollo. Primero, decía, son innecesarios: si la pobreza fuera realmente un círculo vicioso, todos los países aún estarían en la Edad de Piedra. Cuando están implantadas las actitudes culturales y las condiciones políticas y económicas correctas, la financiación de los proyectos nacionales llegará libremente del exterior. Segundo, estos programas llevarían a un baño de sangre, ya que grupos antagonistas pelearían entre sí para una parte del dinero concedido. Esa violencia sí se produjo en aproximadamente una docena de países. Tercero, estos programas subvencionan el mal, al permitir que matones público maliciosos continúen sus depredaciones destructivas sin tener que afrontar las consecuencias económicas completas.
Todas estas predicciones de Bauer se hicieron realidad tan espectacularmente como podía esperarse. Incluso el New York Times, las agencias internacionales y la administración Clinton se vieron por fin obligados, aunque a regañadientes, a admitir que los programas habían sido un completo fracaso. Pero, alegaban ¿quién podía haberlo supuesto (como si Peter Bauer no hubiera existido)?
Incluso l base empírica del alegato de Pablo VI flojeaba ante un examen más detallado. Investigación posterior descubría que no había habido un declive secular en los términos del comercio después de todo, así que la base principal sobre la cual Pablo VI procedía a basar sus juicios morales era sencillamente incorrecta: un ejemplo perfecto de la advertencia de Tom acerca del destino de los juicios morales con los que se entremezclan afirmaciones empíricas y compresión científica potencialmente defectuosas.
Tom señala que esta vergüenza podría haberse evitado con facilidad si Pablo VI hubiera enunciado principios generales, sin tratar de señalar soluciones técnicas precisas sobre un asunto sobre el cual no poseía personalmente ninguna pericia y al que no se extendía la autoridad que los católicos atribuyen al papa.
Tom exploró por primera vez este tema ya en 2002, en un trabajo para el Instituto Mises. Cuando la respuesta fue entusiasta, decidió escribir todo un libro sobre el tema. Le invitamos a nuestra conferencia Lou Church de religión y economía en 2004 y su libro se publicó al año siguiente.
Ahora Tom ha escrito docenas de libros, es verdad, que van de The Politically Incorrect Guide to American History, que estuvo una docena de semanas enla lista de más vendidos del New York Times y puso frenéticos tanto a los neocones como al establishment (el libro de Tom fue el tema de un editorial firmado en la página de opinión del New York Times) y Meltdown, el superventas de Tom de 2009, incluyendo un prólogo de Ron Paul, que diagnosticaba la crisis financiera desde una perspectiva austriaca y de libre mercado.
Pero en términos de su contribución más duradera al pensamiento austriaco y libertario, The Church and the Market es la obra maestra de Tom. Ha cambiado para siempre la naturaleza de la explicación de la enseñanza social católica y se encuentra entre las presentaciones breves más convincentes y eficaces de las ideas de la economía austriaca que yo haya encontrado. Regalaos una copia de esta vigorosa polémica.

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