El gran entierro
Por Carlos Alberto Montaner
El 13 de agosto Fidel Castro cumplió 90
años. Padece graves problemas de salud, como prácticamente todos los
ancianos de esa edad. Hace una década casi lo mata una diverticulitis.
Tuvo que operarse varias veces y le quedaron como secuela un ano
artificial y el abandono del poder.
El cirujano le cercenó medio metro de
intestino, mientras su hermano Raúl, heredero de la dinastía familiar,
se ocupó, en su momento, de eliminar a los fidelistas del entorno de la
casa de gobierno. Así cayeron Carlos Lage, vicepresidente, Felipe Pérez
Roque, Ministro de Relaciones Exteriores y otras figuras menores del
aparato.
¿Qué más le ocurre? Como el 93% de las
personas de esa edad, ha perdido movilidad (suele utilizar una silla de
ruedas), tiene momentos de confusión, pérdida del equilibrio, de la
audición y de la memoria (agravada por las sesiones de anestesia),
mientras exhibe episodios de irritación, ansiedad y depresión.
Según los médicos que lo han tratado,
incapaces de quedarse callados, los contratiempos lo frustran y agitan.
En un par de oportunidades ha tenido alucinaciones. Está más paranoico
que de costumbre. Ha perdido facultades cognitivas y, por ende, una
buena parte de su habitual curiosidad.
Aunque trata, no puede aprender ni
razonar. A veces se le traba la lengua, o la cabeza, y dice disparates.
Las proteínas se le acumulan en las células nerviosas del cerebro,
especialmente en los lóbulos frontal y temporales. A esa edad suele
visitarnos el inevitable Dr. Aloysius Alzheimer, “Alois” para sus
amigos. Su hermano mayor, Ramón, que no era un mal hombre, murió
totalmente loco a los 91 años en febrero pasado.
¿Qué peso tiene Fidel en el gobierno?
Bastante, pero de una extraña manera. Raúl se acostumbró a ser un
apéndice de Fidel. Le debe, literalmente, la vida. Cuando Raúl era un
adolescente se lo entregaron a Fidel en La Habana para que consiguiera
educarlo. La familia, en el otro extremo del país, quería que fuera
médico o abogado. Fidel lo hizo matarife.
Lo convirtió en su hombre de confianza,
en su guardaespaldas, en su segundo de a bordo. Lo inició en los
tiroteos y en un marxismo rudimentario hecho de consignas. Luego lo
arrastró al ataque al Moncada, al presidio, a México, donde enterró
clandestinamente a un compañero insubordinado asesinado por Fidel. Lo
llevó a la Sierra Maestra y, finalmente, al poder. Lo convirtió en
Ministro de Defensa. El Comandante no confiaba en nadie, salvo en su
hermano, para entregarle la llave de los rayos. Ahí estuvo Raúl
agazapado, casi medio siglo, hasta que, colgado de los intestinos de su
hermano, llegó al poder.
Como Fidel no creía demasiado en las
habilidades de Raúl, quien le parecía un tipo ignorante y mediocre, sin
lecturas ni talento, pero leal, organizado y laborioso, había pensado
dividir la autoridad entre tres personas si moría o se retiraba.
Carlos Lage, que era un hombre ordenado y
metódico, llevaría la gerencia del manicomio. Felipe Pérez Roque se
haría cargo de la dirección política. Raúl se ocuparía de la represión y
de evitar que el poder se les escapara de las manos controlando a las
Fuerzas Armadas, la policía, la Inteligencia y la Contrainteligencia
(unas 350.000 personas entre todos los cuerpos). Es decir: las tres
tareas que desempeñaba Fidel Castro.
La diverticulitis precipitó el cambio y
no hubo tiempo para la triple coronación. Raúl, pues, se encargaría de
todo, auxiliado por Lage y por Pérez Roque, a quienes, por cierto, les
habían transferido las relaciones con Hugo Chávez porque les parecía (a
Raúl también) un tipo insoportable y pegajoso, con la billetera repleta,
eso sí, que solía decir estupideces y trataba a Fidel con una
familiaridad parejera –se colocaba a pareja altura– que al cubano le
repugnaba.
¿Cómo manda Fidel en la situación tan
precaria en la que se encuentra? Sencillo: lo hace a través de su
hermano, casi sin proponérselo. Raúl no se atreve a moverse de los
límites establecidos por Fidel. Está y estará paralizado tratando de
averiguar la opinión del Comandante ante cualquier cambio sustantivo. Se
acostumbró a obedecerlo y a declararlo genio, y ahora se devana los
sesos tratando de complacerlo. Los “lineamientos” o reformas raulistas
no son otra cosa que la codificación de los cambios desordenadamente
autorizados por Fidel en los noventa, tras la desaparición de la URSS.
El propósito de Raúl no es enterrar el sistema, sino tratar de
apuntalarlo.
¿En qué parará esta larga dictadura
cuando los dos hermanos hayan pasado a peor vida? Probablemente
comenzará el desguace. La fuga acelerada de cubanos jóvenes demuestra el
dato clave que legitima el vaticinio: casi nadie tiene esperanzas de
que ese régimen mejore, mientras los comunistas carecen de energía y
cohesión para prolongarlo. Vendrá la desbandada final. Empezará en el
velorio cuando alguien, en voz baja, pregunte qué hacemos, y alguien, en
el mismo tono, responda: hay que enterrar el sistema. No funciona.
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